El hachazo hubiese partido en dos cualquier cosa pero a Igarktu ni lo rozó. Esquivó el golpe en el último momento, flanqueó a su oponente, desenvainó su espada y atravesó con ella el costado del Campeón de Vardanire a la altura de la axila, justo por el hueco ínfimo entre las dos placas de acero que formaban la coraza.
Vérrac rugió de dolor, soltó el hacha y se llevó la mano a la herida al tiempo que se desplomaba sobre una rodilla. Su cara reflejaba un inmenso sufrimiento, por el dolor de la estocada y por la facilidad con la que había sido derrotado.
Sin dar tiempo a reflexión alguna, ni de su rival ni de la multitud que abarrotaba el Gran Círculo, Igarktu extrajo el arma del cuerpo del Vérrac, se situó a su espalda y le clavó el frío acero por la nuca hasta la altura de la misma empuñadura. Entre espasmos, el leñador abrió la boca y emitió un gemido apenas audible mientras vomitaba un chorro de sangre condensada. Finalmente dejó caer los brazos y se quedó quieto, de rodillas y con la cabeza agachada.
Igarktu se encaminó hacia la compuerta más cercana sin molestarse en mirar atrás. A su alrededor, reinaba el más absoluto silencio, algo inaudito en el Gran Círculo de Vardanire un día de Competición.
Alhawan
—No veo en que nos pueden afectar esas noticias que traes, Saldia —comentó Weltziel visiblemente aburrido.
—Me sorprendes, venerable Weltziel —respondió Saldia en tono altanero; le molestaba la condescendencia con la que el Primer Igual solía tratar al resto—. En otros tiempos hubieses mostrado mucho interés por este asunto. Quizá tu disposición no sea la misma de antaño, lo cual entiendo. Todos somos conscientes del esfuerzo supremo que supuso para ti resolver el problema cuando hubimos de enfrentarlo en el pasado.
—Entonces era un problema —replicó Weltziel sin inmutarse ante las insinuaciones—. Ahora no es más que una consecuencia inevitable. Nada de lo que pueda suceder en esas tierras nos incumbe en absoluto. A ninguno de nosotros —añadió mirando a los presentes.
—Estoy de acuerdo —terció Serthel.
—Yo también —apostilló Fissalia.
Ladinnia y Dhentael no dijeron nada pero asintieron.
—No hay por qué seguir hablando del tema —rubricó Weltziel con una sonrisa—. Vamos, querida, demos un paseo. La luna está especialmente hermosa hoy.
Saldia tomó la mano de su esposo y descendieron por el sendero de piedrecillas blancas que conducía al prado. Weltziel sabía que no iba a dar su brazo a torcer con tanta facilidad. Ya tenía preparada la respuesta cuando ella formuló su pregunta.
—¿De verdad vas a consentirlo?
—Ni tú ni yo somos nadie para consentir o disentir en nada relacionado con el destino de esos seres, amada mía. Su naturaleza los impulsa a adaptar cuanto les rodea a sus egoístas fines en vez de lo contrario, que es lo que el resto de criaturas vivas hace. Ellos pueden elegir y deben asumir las consecuencias de sus elecciones.
Saldia se mantuvo en silencio, consciente de lo difícil que le iba a resultar rebatir el argumento de su esposo. A su alrededor revoloteaba una mariposa con las alas blancas como el marfil que fue a posarse sobre su mano en cuanto ella se lo pidió.
Distrito de las Ratoneras, Vardanire
—No había más que fijarse en la posición de los talones. Yo me di cuenta enseguida y se lo dije a Ferceius… ¿Es o no es así, Ferce?
El tal Ferceius asintió. Hubiese afirmado que era el mismísimo Gran Mariscal a cambio de una pinta. No recordaba el nombre de aquel tipo ni había pisado jamás el interior del Gran Círculo, pero si al sujeto no le importaban esos detalles, mucho menos a él.
—Esas tácticas son las habituales de los Gloriosos Devastadores —terció el viejo Mint, un pedigüeño desdentado al que apodaban muy apropiadamente «El Ciego»—. Dejan caer el peso del filo hacía el lado opuesto y la inercia de…
El Honesto Blama dejó escapar un bufido.
Habían transcurrido casi cuatro meses pero noche tras noche se repetía la misma conversación en
La Cabeza del Oso
. Todos se habían transformado en auténticos expertos y se jactaban de haber predicho con pelos y señales el resultado de la contienda. Ninguno admitía haber apostado por Vérrac y la mayoría aseguraban que obtuvieron sustanciosos beneficios de su derrota. Lo que no implicaba, por otra parte, una puesta al día de sus deudas con el posadero.
Aunque lo que más incomodaba a Blama era que lo dejaban al margen. Durante los días previos al combate discutió sin cesar con aquellos estúpidos, argumentando las razones por las cuales Vérrac no tendría oportunidad alguna. Cuando por fin quedaba claro que sus conocimientos de La Competición eran muy superiores, en lugar de felicitarle o dedicarle un simple «Estabas en lo cierto, Blama», los muy rastreros evitaban el tema en su presencia y hacían oídos sordos a sus comentarios, que encima no se cansaban de repetir, en muchos casos palabra por palabra.
El tabernero suspiraba apoyado en el mostrador cuando se abrió la puerta y entraron tres individuos que no había visto jamás por allí. Dos de ellos se cubrían con las capuchas de sus capas pero por el resto de su vestimenta se deducía que no eran vecinos de Las Ratoneras. Al tercero lo conocían todos; era Girach, un luchador del Círculo que prestaba servicio de guardaespaldas al mejor postor. Había sido miembro de la Guardia del Consulado y se licenció para participar en La Competición. Años atrás estuvo apunto de subir al nivel tres pero Dahenge lo venció y lo dejó herido de muerte. Contra todo pronóstico logró recuperarse y ahora peleaba de vez en cuando en combates de relleno.
El más bajo de los encapuchados se acercó a una pareja de ladrones que bebían cerveza y les preguntó algo. Ambos señalaron con el dedo al fondo del local, sin quitar la vista del rostro rebosante de cicatrices de Girach.
Blama salió de detrás del mostrador y se plantó frente al grupo de extraños, no sin antes asegurarse de que les mostraba la mejor de sus sonrisas.
—Queridos señores, bienvenidos a
La Cabeza del Oso
¿Qué deseaban tomar? —dijo con el tono más servicial que pudo.
—Sirve cuatro jarras de algo que se parezca a la cerveza —respondió Girach con brusquedad—. En aquella mesa; después retírate y no molestes.
—Como deseen, señores, pero… —Pese al tono del guardaespaldas, Blama no podía dejar de pensar en la gran suma que había invertido en reparar su establecimiento—. Si me permiten una sugerencia…Verán, él no bebe jamás y quizá se tome a mal que le sirva sin consultarle; es un poco excéntrico, no sé si me entienden…
Girach iba a decir algo pero al ver que sus compañeros se dirigían a la mesa sin perder tiempo, se limitó a señalar a Blama con el dedo, en actitud conminatoria.
Los tres permanecieron de pie frente al peculiar individuo que estaba allí sentado y parecía ignorarles por completo. Era un hombre delgado de entre cuarenta y cincuenta años, con el pelo canoso y muy corto. Apoyaba los codos sobre la mesa mientras comía sopa de un cuenco con un cucharón de madera. Sus brazos y sus manos eran exageradamente largos y sus rodillas sobresalían por los laterales del mueble para quedar casi a la altura de la jarra de agua con la que acompañaba la cena. Una larga capa gris le cubría los hombros, que despuntaban entre los pliegues como dos afilados remaches de acero. Tenía el cuello largo y musculoso y en el lado izquierdo de su frente palpitaba una vena gruesa como un dedo.
—¿Eres el que llaman Levrassac? —preguntó Girach.
El hombre levantó la vista del cuenco y observó por unos instantes al trío. Tras llevarse una cucharada a la boca, sirvió un poco de agua en su vaso y se la bebió lentamente. Después, susurró con voz mortecina:
—No.
Tomó una nueva cucharada y se desentendió de ellos por completo.
Los dos encapuchados cogieron sendos taburetes y se sentaron, haciendo caso omiso a la respuesta. Girach los imitó tras unos instantes de desconcierto.
—Sabemos que fuiste tú quién se ocupó del Reverendo Kolian. Un gran trabajo, te felicito —dijo el sujeto de menor estatura. Hablaba en voz baja pero con firmeza. Sus ojos azules brillaban bajo la capucha y una barba rubia bien recortada enmarcaba una sonrisa que resultaba incongruente.
El hombre alto cogió un pedazo de pan y se lo llevo a la boca mirando con indiferencia al individuo. En ese momento apareció Blama; portaba una bandeja con tres jarras y lo precedía su característica sonrisa meliflua.
—¡Aquí tienen señores! Tres jarras de la mejor cerveza del local. Si me permiten decirlo, es también la mejor cerveza del Distrito…
El encapuchado de la barba rubia hizo un gesto de contrariedad a Girach, que se incorporó de inmediato y cogió a Blama por las solapas del chaleco.
—Deja ahí tu asquerosa cerveza y lárgate —le espetó apretando los dientes.
El posadero dejó la bandeja sobre la mesa y se retiró a toda prisa. De repente pareció recordar algo, se dio la vuelta y se dirigió al hombre que comía sopa.
—¿Tú… quieres algo más, Levrassac? —balbuceó.
El aludido negó con la cabeza mientras se servía otro vaso de agua.
—Tengo trabajo para ti —continuó el encapuchado—. Te pagaré seis mil monedas, el doble de tu tarifa habitual.
Levrassac se cruzó de brazos y apoyó la cabeza en la pared que tenía tras él.
Apostado tras el mostrador Blama no quitaba ojo a la mesa del fondo. Levrassac no solía empezar ninguna trifulca pero en dos ocasiones había sido el causante de que tuviese que hacer reformas en el local. La más reciente lo dejó sin ventanales, con la pesada lámpara del techo desplomada sobre el suelo y con la puerta que daba a la despensa desencajada del marco y sirviendo de collera a un mercenario prevaliano. Como propina tuvo que retirar cuatro cadáveres con la única ayuda de Tamey, el muchacho que servía las mesas. Dos días más tarde, el viejo Ejun se llevó un susto de muerte cuando apareció tras un barril de la despensa la mano mutilada de uno de los individuos.
—Dejo a tu elección la fecha, pero tendrá que ser en los próximos doce días —concluyó el encapuchado—. Te pagaré la mitad ahora y el resto cuando termines.
Levrassac escrutaba al individuo con una expresión indescifrable. Tras unos instantes de silencio, se llevó la mano a la cintura y sacó un par de monedas de su fajín que dejó sobre la mesa con apatía. Alertado por el repentino movimiento, Girach echó mano a la empuñadura de su espada; el asesino lo miró a los ojos y sonrió divertido. Con desgana, empezó a erguirse y por un instante pareció que su cabeza iba a chocar contra las vigas del techo. Cuando se hubo incorporado, alzó una de sus piernas interminables, apoyó el pie sobre el asiento del taburete y ajustó la pernera del pantalón dentro de la bota de cuero.
—No me interesa. —zanjó.
El encapuchado que había permanecido sin decir palabra se levantó y lo cogió por el brazo. Levrassac volvió la cabeza atalayando al individuo, que le llegaba a la altura del pecho.
—Será mejor que me sueltes —le advirtió.
El silencio hizo acto de presencia en la concurrida taberna. Nadie se atrevía a mirar lo que estaba sucediendo al fondo pero la tensión se podía palpar. Tras el mostrador, el Honesto Blama se cubría los ojos con la mano y negaba con la cabeza.
—Después de lo que has oído esa respuesta es inaceptable —afirmó el encapuchado, sin soltarlo y en tono arrogante.
Girach recordó de pronto cual era su trabajo, se levantó y lo agarró por el otro brazo; aquello fue lo último que hizo en su vida.
Con una rapidez impensable en una persona de estatura tan elevada, Levrassac dio dos pasos hacia atrás, flexionó ambas piernas y golpeó con las rodillas justo en la zona lumbar de sus captores; estos aullaron de dolor y aflojaron levemente la presa. Se zafó sin dificultad del encapuchado, apoyó una mano sobre la otra y dirigió su codo derecho hacia el rostro del atónito Girach. Un crujido desagradable acompañó al golpe y el corpachón del mercenario se derrumbó con estrépito sobre una de las mesas.
Antes de que Girach llegase a rozar la superficie de madera, Levrassac ya había desenvainado su espada y la había introducido en el interior de la capucha del otro hombre. Mantenía la punta apoyada en la nariz del individuo, que se llevaba las manos al espinazo sin atreverse a mover un solo músculo. Tras cerciorarse de que no iba a intentar ninguna estupidez, retiro el acero y lo envainó. Con manifiesta desgana, se dirigió de nuevo a la mesa y se sentó frente al tercer hombre, que había permanecido impasible durante la reyerta.
De inmediato se relajó la tensión del ambiente y
La Cabeza del Oso
recuperó su bullicio habitual. La función parecía haber terminado, al menos por el momento.
—Lo repito: no me interesa —susurró Levrassac.
—Veo que no exageraban cuando me hablaron de ti. —Una sonrisa inquietante centelleaba bajo la capucha.
—Me trae sin cuidado, Capitán. Agradece que no te mate, igual que a ese pobre infeliz que has traído como carnaza.
Dicho esto, el asesino atravesó el local con tres grandes zancadas, abrió la puerta y desapareció en la oscuridad cerrándola enérgicamente tras él.
El Honesto Blama emergió de detrás del mostrador, murmurando algo entre dientes mientras se secaba el sudor de la frente con un trapo.
—Creo… que Girach está muerto. —El otro encapuchado por fin se atrevía a moverse; se acercó a donde yacía el mercenario y con una mueca de asco añadió:
—Le ha incrustado la nariz en la frente. Es…es repugnante.
Al reparar en que su jefe no hacía comentarios decidió tomar la iniciativa.
—Os ha reconocido, Señor ¿Doy orden de busca y captura?
—No seas imbécil, Teniente —respondió el Capitán Estreigerd mientras observaba las siluetas que la espuma creaba en su cerveza—. Por supuesto que me ha reconocido y ya has visto que le importa poco quien soy.
Dio un trago a su jarra y se quedó mirando la puerta de la taberna con expresión ausente.
—Además, ese Levrassac lleva en busca y captura desde mucho antes de que tú te alistases en la Guardia. —En su tono podía apreciarse un frío deje de respeto.
El Gran Círculo, Vardanire
Leith bloqueó y fintó a la izquierda para terminar asestando un potente golpe con la espada en el vientre de su rival, que se desplomó entre alaridos de dolor.
—Magnífico chico, magnífico —afirmó el instructor Guresian.