—¡Y a vuestra izquierda, vistiendo faldón blanco, el futuro Campeón! ¡El Cíclope de los trigales… Leitherial de Vardanireee! —Tarharied dejó que sus palabras se fundiesen con la atronadora ovación.
En una de las últimas filas, Berd Bahéried se removía incomodo. El apodo que le habían colocado a su hijo le parecía una ridiculez más de las muchas que rodeaban aquel evento. Además, lo presentaban como «futuro campeón» y para eso había que tomar la espada, algo que él no iba a permitir jamás que sucediese. A su lado, el carnicero Pelley aplaudía a rabiar. En el palco, Porcius Dashtalian emitió un gritito de satisfacción.
—El muchacho está en plena forma —dijo Pelley—. Parece que fue ayer cuando apenas me llegaba a la cintura y corría por mi corral persiguiendo gallinas.
El aspecto de Leith era en verdad formidable. Le sacaba más de una cabeza a su oponente y cuando levantó los brazos para saludar al público todos pudieron contemplar su imponente musculatura. Las últimas semanas había entrenado duro levantando pesadas piedras y desde que no trabajaba con su padre dedicaba todas las horas del día a prepararse. Como resultado, su joven cuerpo se había transformado en el de un coloso que parecía capaz de cargar los dos torreones del Consulado de Vardanire sobre sus poderosos hombros.
El combate duró escasos minutos. Leith intentó alargarlo todo lo posible tal y como le habían dicho pero su rival no daba más de sí.
Tras unos instantes de tanteo, amagó un puñetazo con la derecha que Dorometh intentó esquivar para quedar a merced del puño izquierdo del joven. El hiristiano se desplomó de espaldas y escupió un hilo de baba sanguinolenta. Pese a todo, se levantó con rapidez y embistió a Leith cargando con el hombro contra su pecho. El chico podría haber sorteado con facilidad aquel torpe ataque pero decidió encajar el golpe. Tras contener sin mucha dificultad la maniobra, asió con fuerza el brazo derecho de su oponente y le propinó dos golpes con la rodilla en la zona del costillar que lo dejaron sin respiración; hubiese gritado de dolor pero no tenía aire suficiente.
Cuando Leith constató que poco más se podía hacer, agarró a su rival y lo levantó en vilo entre los gritos enfervorizados del público. Avanzó unos pasos sosteniéndolo sobre su cabeza y lo lanzó con una fuerza descomunal fuera del cercado que delimitaba la zona de combate. Dorometh se estrelló contra el suelo y ya no se movió.
Leith levantó ambos brazos y miró al cielo mientras los espectadores se desgañitaban coreando su nombre. En el palco, el Cónsul y sus dos hijos varones estaban de pie aplaudiendo. En la cuarta fila, el Honesto Blama arengaba con entusiasmo a sus vecinos de localidad.
—¡Qué alguien le dé una espada! ¡Qué alguien le dé una espada a ese muchacho, por El Grande y por toda La Creación!
Desde su asiento en la parte más elevada del Gran Círculo, Berd meditaba sobre lo que acababa de ver. Su hijo hubiese acudido a interesarse por el estado del rival hacía escasos meses. En aquel momento permanecía en medio de la arena con los brazos levantados, dejándose agasajar por el mismo público que le pedía que cogiese una espada.
El segador abandonó su localidad sin prestar atención a las felicitaciones que le dedicaban todos los que se cruzaban con él. Cuando salió de las gradas se encaminó a la zona de descanso de los luchadores. Sabía perfectamente qué iba a ser lo siguiente. Y sabía también que Adalma no iba a entenderlo y lo culparía a él.
«Al menos uno de los dos tiene a alguien a quien culpar», pensó resignado.
Encontró a Leith charlando con dos hombres. Uno de ellos era Dahenge, un mercenario callantiano que se encontraba entre los luchadores más famosos de Vardanire. El otro era un anciano muy delgado que llevaba un gran sombrero de ala ancha y se apoyaba en un bastón.
—Ah, no me digas más. Éste es tu padre, sin duda. —Vlad Fesserite estudió de arriba abajo la imponente figura de Berd—. Amigo mío, si algún día estás interesado en participar en La Competición házmelo saber. Un hombre de tu fuerza, aunque no sea precisamente un jovencito, siempre tendrá sitio en Los Juegos.
—Padre, éste es el Intendente Fesserite, de Dahaun… —intervino Leith.
—Lo sé —dijo fríamente el segador.
El anciano lo miraba con ojos inquisitivos. Aquella figura y aquella cara le eran familiares. A su edad, ya hacía tiempo que los recuerdos iban pasando por su mente con la secuencia invertida; a menudo recordaba sus lejanos años de asesino a sueldo en Ciudad Imperio con mayor claridad que lo que había hecho el día anterior. Había visto antes a aquel campesino pero no era capaz de ubicarlo.
—¿Nos conocemos entonces? —preguntó.
—Sois un hombre muy conocido, Intendente. —El segador sostenía la afilada mirada del anciano sin ninguna dificultad—. Por lo demás, dudo que nos hayan presentado. Nunca en mi vida he estado en Dahaun y tampoco recuerdo haberos visto segando trigo.
Dahenge dio un paso adelante y se interpuso entre Berd y su patrón. Jamás había visto a nadie dirigirse al Intendente con tal impertinencia; bastaría una indicación para que atravesase con sus espadas a aquel palurdo.
Fesserite le indicó justamente lo contrario; veía más allá del humilde jubón y las gastadas botas de cuero que vestía aquel hombre. Ni tan siquiera se movió del sitio cuando Dahenge se puso frente a él pero pudo apreciar una ligera tensión en sus muñecas y en su cuello; observaba al luchador como un adolescente miraría a una lagartija que de repente surgiese de entre las rocas.
—Bien, bien —dijo el anciano—. Joven Leitherial, una vez más te felicito por tu brillante pero digamos…infructuosa victoria de hoy. Ahora he de marcharme; seguro que tu padre y tú tenéis mucho de qué hablar.
Fesserite y su guardaespaldas desaparecieron en las concurridas dependencias del Gran Círculo. Berd los siguió con la mirada mientras su hijo departía con otros jóvenes que le daban golpecitos en la espalda y lo felicitaban.
El segador sabía a qué se refería el viejo. En esos momentos el dolor y la furia forcejeaban en su corazón sin que ninguno de los dos terminara de imponerse. Su mente bullía con imágenes que habían permanecido sepultadas bajo sus recuerdos durante casi veinte años.
Leith necesitó repetirle varias veces que debían marcharse. Cuando padre e hijo se encaminaron hacia su casa la euforia y la desolación siguieron sus pasos, silenciosas y expectantes.
Consulado Imperial, Vardanire
El vino de los humanos era para el Capataz Brani una pérdida de tiempo. Estaba apoyado contra una columna en un rincón de la sala, bebiendo una copa tras otra de aquel brebaje. Su intención era achisparse un poco y que la recepción se le hiciese más llevadera pero no había forma. Le preguntó a uno de los sirvientes si tenían cissordin en sus bodegas y el muchacho le respondió contrariado que no sabía a qué se refería.
Se sirvió otra copa con resignación y la engulló de un trago.
Hacía ya un buen rato que estaba solo. Le habían presentado a decenas de invitados y aunque todos se mostraron muy corteses con él, ninguno parecía interesado en las historias de galerías, excavaciones y glorias varias de La Cantera de Hánderni. El que mejor impresión le causó fue el Cónsul de Rex-Higurn, un hombre alto, de expresión adusta, que lucía una poblada barba al más puro estilo de los enanos. Se llamaba Dérigan Hofften y tenía más aspecto de soldado que de político. Según comentó, mantenía constantes y muy buenas relaciones con Dugui Sófolnierk, el Capataz de La Cantera de Sófolni, uno de los tres reinos enanos que existían en El Continente. En ese instante Dérigan se encontraba al otro lado de la sala bebiendo de su copa, con aspecto de estar tan aburrido como Brani.
Pensaba trabar conversación con él cuando Liev Binner cogió una silla y se sentó a su lado. Había estado durante toda la recepción charlando con unos y con otros, pero en aquel momento su rostro revelaba una seria pesadumbre.
—Hatzell Bertie, el Intendente de Gressite, falleció hace tres días victima de unas fiebres. —La voz se le quebró al decirlo.
El Capataz sabía que su amigo apreciaba mucho a Bertie. Eran los únicos Intendentes de la provincia que no autorizaban los Juegos en sus territorios y sus posturas coincidían en los debates de la Asamblea. Le constaba que los unía una amistad tan sólida que motivaba unos rumores aberrantes a los que el enano no daba ningún crédito. La mezquindad de los humanos podía llegar a ser inmensa y la de sus gobernantes, inmedible.
—Mis condolencias, amigo —dijo Brani poniéndole la mano sobre el hombro—. Mi pueblo no sufre, como bien sabes, de esas terribles enfermedades que padecéis los humanos. Que una vida sea sesgada por factores ajenos a su natural ciclo me entristece doblemente.
—Hatzell tenía cuarenta y dos años —repuso Liev con una seriedad que enmudeció al enano—. Montaba a caballo como si tuviese veinte y tenía la energía de un chico de quince. El día anterior a mi partida recibí una carta suya en la que decía tener mucho que contarme. No hacía referencia a enfermedad alguna pero me recomendaba que no descuidase mi espalda. No mencionó nombres pero por el tono de su misiva parecía seriamente preocupado.
Tenía el puño derecho cerrado y apretaba con fuerza, lo cual le provocaba un ligero temblor en el brazo.
—Dime, mi querido enano… ¿de verdad crees que unas fiebres han sido la causa de su muerte? —le espetó con los ojos llenos de lágrimas.
En aquel momento el Cónsul Dashtalian entró en la sala. Lo acompañaban sus dos hijos menores y un extraño individuo que caminaba erguido como una lanza. Estaba completamente calvo y vestía una túnica holgada de color verde oliva que le llegaba hasta los tobillos. Su hosco semblante evidenciaba que asistir a aquella recepción distaba mucho de resultarle placentero.
Con los brazos abiertos y una sonrisa que iluminó por un instante toda la sala, el Cónsul se acercó a sus homólogos de Rex-Higurn y Rex-Callantia y los saludó con efusividad. De inmediato, los tres gobernantes se enfrascaron en una animada conversación.
—Ahí tienes a los hombres más poderosos del Continente —observó Liev mientras se secaba las lágrimas y recomponía su aspecto.
—Los más poderosos después del Emperador, querrás decir —inquirió Brani, contento de ver que su amigo ya se encontraba en mejor disposición.
—El Linaje de los Conquistadores ya hace tiempo que dejó de ser lo que era. —Liev sonreía con cinismo—. El honorable Belvann VI, al igual que su padre, el ínclito Belvann V y su abuelo, el todopoderoso Belvann IV, no es más que un fantoche alcoholizado más interesado en perseguir jovencitas que en gobernar un Imperio. La suerte del Continente reposa equitativamente sobre los hombros de esos tres que están frente a nosotros; esperemos que El Grande que Todo lo Ve tenga a bien consentir que siga existiendo esa equidad.
Mientras tanto, en el exterior, desperdigados por un enorme patio circular, se encontraban los soldados de las escoltas personales de los asistentes. Charlaban entre ellos y se servían vino y cerveza de unos grandes toneles dispuestos alrededor de la fuente que se erguía en el centro de la plaza.
Los enanos se mantenían apartados del resto. Se hacinaban en un rincón y bebían cortos tragos de cissordin de un pequeño pellejo que el viejo Grodi había escondido en un hueco de su armadura.
—Mirad a ese imbécil —dijo Hansi, un enano de gruesa nariz, curtidor de profesión.
El Sargento Régel se había encaramado sobre uno de los toneles y cantaba a voz en grito una canción sobre el nido de una tal Sara y un pájaro que entraba en él. Estaba completamente borracho y salvo a sus propios hombres, a ninguno de los presentes parecía divertirle aquel concierto.
En ese instante, un jinete con armadura cruzó el patio al galope y detuvo el gran caballo de guerra justo frente a los establos; tras desmontar con elegancia y darle las bridas a uno de los mozos, se dirigió hacia la puerta de la sala donde tenía lugar la recepción. Al pasar junto al tonel que servía de escenario a Régel se despojó del yelmo y dejó al descubierto una larga y cuidada melena rubia; por un instante flameó en el aire para terminar posándose con suavidad sobre las hombreras de acero.
—Por los bigotes de mi… ¡hic!… suegra. ¡Ya han llegado las mozas! ¡Por El Grande que son vardanarios estos hospi… hospitaliros estos vardan… oooh…! ¡Ven con papá Régel, preciosa! —farfulló el Sargento mientras intentaba abrazar al militar de cabellos rubios.
Tras agitar los brazos varias veces como un pato torpe, Régel perdió el equilibrio, cayó del barril y aterrizó sobre su trasero entre las carcajadas de sus compinches.
Cuando las risas cesaron la plaza se sumió en el más absoluto silencio. Un cuervo que se apostaba expectante en la techumbre de las caballerizas aprovechó para graznar.
El Capitán Estreigerd dio media vuelta y se aproximó a Régel, que empezaba a incorporarse mientras balbuceaba su tonta canción.
—Saaara… ¡hic…! yooo dareeé calooor… a tu nidooo de… amooor…
—¿Sabes dónde estás, soldado? —preguntó Estreigerd con una sonrisa.
—Por supuesssto cariño —respondió Régel sorbiendo sus propias babas—. Estamos en el palacio del Dónsul Cashtalian ¡hic! Ven con el viejo Régel y te… ¡hic!… te lo enseñare…
Herdi observó la actitud de los dos guardias que custodiaban la entrada. Uno de ellos inclinaba el rostro y se quedaba mirando al suelo; su compañero, en cambio, no perdía detalle y sonreía con crueldad.
Pocos de los presentes no se sorprendieron cuando el Capitán Estreigerd desenvainó su espada con ambas manos y de un sólo mandoble rebanó de cuajo el cuello de Régel. Su cabeza voló por los aires despidiendo un reguero de sangre para aterrizar dentro de la fuente del centro de la plaza. Tras rebotar contra la estatua de la mujer desnuda que decoraba el monumento, se hundió en el agua, que al instante se tornó del color del vino. De inmediato salió a la superficie y se quedo flotando plácidamente. Tenía los ojos abiertos y esbozaba una sonrisa grotesca que dejaba al descubierto su único diente.
—Llevaos toda esta basura —ordenó Estreigerd mientras limpiaba la sangre de su espada con la capa del cuerpo decapitado. Cuando terminó se dirigió a los milicianos de Disingard, que lo miraban estupefactos.
—Sois invitados en el palacio de mi Señor. —Su tono recordaba al de un padre amonestando a sus hijos—. Debéis comportaros con decoro. Bebed y celebrad con nosotros este gran día pero no olvidéis quiénes sois y dónde os encontráis. Intentad no perder la compostura.