—Me han informado de que ha apostado una suma casi obscena —añadió Vlad poniéndose su sombrero—. Ese mentecato va a transformar en una tragedia el que debería ser el día más feliz de su vida.
—Una tragedia que va a reportarte beneficios considerables, querido tío —replicó Lehelia—. Además de ahorrarte el exponer a una muerte segura a alguno de tus luchadores y quitar del medio al único de nivel tres que no está a tu servicio.
—Bueno, ya sabes lo que dicen, querida niña: si el cordero no fuese débil y estúpido, el lobo no existiría. —El anciano le guiñó un ojo—. Y ahora os dejo. Tenemos un joven luchador en la sesión matinal con un potencial infinito.
Fesserite abandonó la habitación y Húguet Dashtalian se quedó mirando a su hija sin disimular lo orgulloso que estaba de ella. La chica lo tomó del brazo y dijo en tono zalamero:
—Vamos, padre. No nos retrasemos más. Tienes un hijo que casar.
—Vayamos. Estás realmente deslumbrante, mi pequeña.
Lehelia llevaba un vestido color violeta que le dejaba al descubierto los hombros y hacía juego con las dos amatistas en forma de lágrima que pendían de sus pequeñas orejas. Una gargantilla hexagonal con diamantes engarzados rodeaba su cuello, largo y fino. Sobre la cabeza, coronando la melena negra como el azabache, portaba una sencilla diadema plateada que simulaba una hoja de arce. Su delgada y esbelta figura hacía el resto. Allí, de pie junto a él, Húguet Dashtalian no veía a su hija mediana. Veía a una auténtica reina.
Templo del Grande que Todo lo Ve, Vardanire
La multitud gritaba alborozada al paso del cortejo nupcial. Aquel día, la Calle Principal de Vardanire contenía a la práctica totalidad de los habitantes de la ciudad y a un notable grupo de visitantes de toda la provincia. Se había decretado jornada festiva y la mayoría de los trabajadores acudieron con sus familias a los aledaños del templo. Los ladrones estaban haciendo el negocio de sus vidas desplumando a los mercaderes, que vestían sus mejores galas para presenciar aquel enlace; tenía para ellos un significado muy especial. Valissa, la novia, era hija de Lóther Meleister, el más acaudalado mercader de todo Rex-Drebani…
Lóther empezó en su Juttne natal con una pequeña embarcación y había terminado por tener toda una flota que vadeaba las Aguas del Sur. Medio centenar de enormes carracas de su propiedad recorrían las aguas cargadas de todo tipo de mercancías: especias, marfil, ganado, utensilios varios de materiales diversos y por supuesto pescado. La mayor parte de pescadores de la provincia trabajaban para él y los que se negaron a hacerlo se vieron forzados a dedicarse a otra cosa, debido a las continuas presiones que sufrían.
Su familia se trasladó a un lujoso palacete del Distrito de los Fieles y tenía en propiedad a Vérrac el Rebanador, el mejor luchador de todo Rex-Drebanin. Ese día acababa de casar a su única hija con el hijo mayor del Cónsul, lo que lo convertía en suegro del futuro gobernante. Él mismo no terminaba de creerlo; un humilde pescador de Juttne había llegado a codearse con las más altas personalidades, sólo con su perseverancia y su esfuerzo. Para los comerciantes de Vardanire, Meleister era el ejemplo a seguir por todos y así se lo hacían saber a sus hijos.
Para Willia Wedds, en cambio, sólo era un gordinflón que olía a pescado y le gustaba que le azotaran el trasero. Había follado con él en dos ocasiones. La primera, cuando no era más que un vulgar pescador que acababa de vender su mercancía y quería celebrarlo con una fulana. Willia tenía entonces quince años y nunca un hombre le había pedido que le pegase. La chica no sabía bien que hacer, el pescador se enfadó y le pagó sólo la mitad de lo convenido. Cuando protestó, Lóther le propinó dos bofetadas y se marchó tan campante.
De la segunda hacía apenas una semana. El mercader dio una fiesta para sus más allegados y contrató a unas cuantas prostitutas para la ocasión. Él no la recordaba, pero Willia tenía muy buena memoria. Estuvo toda la noche pegada a Lóther como una lapa y al final logró que se la llevase a una habitación. Esta vez las cosas fueron muy distintas. Cogió la fusta que le ofrecía el mercader y lo azotó con tal fuerza que salpico de sangre las paredes del cuarto. El trasero de Lóther terminó pareciendo el lomo de un tigre callantiano y los alaridos de dolor provocaron que uno de sus guardaespaldas irrumpiese en la habitación. La prostituta terminó exhausta pero Lóther quedó muy satisfecho, le pagó con generosidad y la contrató para que amenizase la fiesta que pensaba dar en su casa para celebrar el enlace de su hija.
El muy ingenuo le había dicho que el mismo Cónsul Dashtalian acudiría pero Willia lo dudaba. Aún así, la ocasión era excelente para conocer hombres influyentes y no pensaba dejarla pasar.
—¡Mira Willia! ¡Ahí va ese apuesto Capitán! —exclamó Fístrid, la joven que la acompañaba.
El coche que trasportaba a los recién casados se disponía a pasar frente a la escalinata repleta de gente en la que estaban apostadas las dos furcias. Flanqueándolo iba la Guardia del Consulado y al frente de ellos el Capitán Estreigerd montado en su imponente caballo de guerra. Cabalgaba sosteniendo el yelmo en su mano izquierda con la elegancia propia de un emperador y su melena rubia causaba furor entre las mujeres. Su rostro parecía cincelado por el más habilidoso de los escultores y llevaba una bien recortada barba que ennoblecía aún más sus rasgos.
Fístrid le sonrío y dejó caer un tirante de su vestido cuando la comitiva pasó frente a ellas. El militar les dedicó a su vez una sonrisa que a Fístrid le pareció encantadora y a Willia le produjo náuseas. También conocía al Capitán Estreigerd, cosa que lamentaba profundamente.
—Que no te engañe esa sonrisa. Intenta evitarle todo lo posible; ese hombre es un diablo.
—¿Cómo puedes decir eso? —repuso Fístrid—. Ningún demonio puede tener ese pelo tan hermoso. Ni ese trasero —añadió con picardía.
—Lo mismo dijo Gedra la noche que ese mal nacido la desfiguró para siempre.
Años atrás, Willia y Gedra, una compañera de profesión, se fueron con un grupo de soldados entre los que estaba Estreigerd, que entonces era sólo un sargento. Aquella noche, el rubio militar propinó una paliza brutal a su compañera, le rompió la nariz y la mandíbula y la dejó ciega de un ojo. Desde entonces Gedra, una mujer alta y muy bella antes del incidente, se ganaba la vida haciendo felaciones a los borrachos más nauseabundos de todo el Distrito de las Ratoneras. Willia no olvidaría jamás la melena rubia salpicada de sangre de aquel monstruo.
Tras el coche nupcial desfilaba toda una procesión de lujosos carromatos y hombres a caballo. El primero de todos era el coche del Cónsul Dashtalian, que saludaba a la plebe mostrando una sonrisa impecable. Su cabeza de gran felino se erguía por encima de las de sus acompañantes, realzada por el blanco inmaculado del cabello que la coronaba.
Willia buscó la mirada del Cónsul irguiendo la espalda de modo que sus pechos se comprimieron bajo el vestido y sobresalieron por el escote. Como siempre, la totalidad de los hombres lanzó miradas furtivas a la prostituta pero el Cónsul ni tan siquiera reparó en su presencia. Eso la excitaba sobremanera y se prometió a si misma que si el maduro gobernante acudía a la fiesta de Lóther, se lo llevaría a la cama costase lo que costase.
Para atemperar el fuego que sentía en su interior, el propio Lóther Meleister y su avinagrada esposa compartían el coche del Cónsul. El mercader estaba fuera de sí por la emoción y saludaba con efusividad lanzando besos a sus conciudadanos. Los dos hijos menores del Cónsul parecían ignorar todo cuanto les rodeaba. Lehelia Dashtalian miraba al frente con expresión enérgica. Porcius, su hermano menor, jugueteaba con una esfera de cristal rojizo. Era un joven grueso, con el cabello muy corto y rasgos vagamente andróginos.
El fastuoso coche del Cónsul de Rex-Callantia seguía al de su homólogo de Rex-Drebanin y tras ellos iba el Cónsul de Rex-Higurn. Cabalgaba sobre un musculoso caballo de guerra rodeado por su escolta, todos hombres de considerable estatura montados también en recios corceles. Completaban el desfile los carruajes de los Intendentes de la provincia y un pequeño grupo de enanos vestidos con armaduras, cuyo comandante cabalgaba a lomos de un poni. Llevaba un yelmo adornado con dos cuernos de ciervo y un estandarte en la mano derecha más grande que él mismo o cualquiera de sus soldados.
En un momento del trayecto, el carruaje nupcial y el que trasportaba a la familia del Cónsul se desviaron en dirección al Gran Círculo seguidos por toda la plebe. Húguet Dashtalian y el novel matrimonio se disponían a inaugurar Los Juegos mientras el resto de la comitiva continuaba hacía el Consulado, donde iba a celebrarse una recepción previa al gran banquete de bodas.
Un palanquín transportado por cuatro criados se detuvo frente a las prostitutas; el cortinaje se abrió y el emperifollado mercader que viajaba en el interior les mostró una pequeña bolsa que tintineaba repleta de monedas. Sin dudarlo, Willia y Fístrid subieron al palanquín y se acomodaron junto al personaje mientras acariciaban su cuerpo sonriendo con picardía. Quedaba una larga jornada hasta la fiesta de Lóther Meleister y había que ganarse el pan.
El Gran Círculo, Vardanire
El Honesto Blama comía pasas apoltronado en su asiento de la cuarta fila. Como siempre que acudía a Los Juegos se había puesto sus mejores galas, de modo que ninguno de sus vecinos de localidad podía sospechar que aquel elegante caballero no era más que el propietario de la taberna con peor reputación de Vardanire. Se frotaba las manos con la entretenida jornada que le esperaba. Para empezar combatiría aquel joven gigante que desde hacía unos meses dominaba la disciplina de lucha sin armas con una suficiencia insultante. La jornada seguiría con una serie de peleas intrascendentes hasta el mediodía, momento en el que Blama se dirigiría al cercano Mesón de la Egregia Codorniz, donde devoraría uno de los exquisitos guisados por los que era conocido el establecimiento. Tras una tranquila sobremesa bebiendo mosto callantiano regresaría al Gran Circulo para disfrutar de su parte favorita del espectáculo: los combates armados. Como apoteosis final, Vérrac, el Campeón de Rex-Drebanin, iba a enfrentarse a Igarktu, el Campeón del Continente. Un cartel inmejorable.
La multitud se levantó de sus asientos y vitoreó al Cónsul y a su séquito que en ese instante se disponían a acomodarse en el palco. A través del gran cono de piedra que le servía para dirigirse al público, la voz de Húguet Dashtalian saludó a los presentes.
—Conciudadanos, no quepo en mí por el gozo en este gran día para mi familia. Mi hijo Hígemtar se ha desposado con la criatura más hermosa que ha florecido en ésta, nuestra amada provincia: Valissa, hija de mi buen amigo Lóther Meleister.
La masa estalló en un rugido mientras el mercader les saludaba desde el palco haciendo reverencias. Lehelia Dashtalian no pudo reprimir una mirada de asco.
El cónsul cedió la palabra a su hijo Hígemtar, un fornido militar de barba castaña que ostentaba el cargo de Gran Mariscal del ejército de Rex-Drebanin.
—Amigos míos, para mi esposa y para mí es un inmenso placer inaugurar estos Juegos, que se celebran en honor de nuestro matrimonio pero que en realidad son un obsequio para todos vosotros, hombres y mujeres de Vardanire y demás territorios que componen nuestra provincia. ¡Por vosotros! ¡Por Rex-Drebanin! —exclamó levantando el puño.
Los aplausos y los vítores ensordecían al Honesto Blama; esperaba con impaciencia que cesasen las formalidades y diese comienzo el espectáculo. Dudaba que pudiesen celebrarse todas las peleas programadas para la sesión matinal de seguir así.
Cuando el Cónsul animó a su nuera a acercarse y pronunciar unas palabras, Lehelia giró la cabeza sin poder ocultar su indignación. Que su padre diese protagonismo a aquella boba era algo que no acertaba a comprender. Ya era bastante vergonzoso compartir el palco con aquellos pescaderos para que además hiciesen alarde de su ordinariez delante de toda la ciudad y parte del Imperio.
Valissa, una frágil jovencita de diecisiete años, se acercó al cono de piedra y sonrió mirando al graderío. Tras unos instantes que a Lehelia y al Honesto Blama les parecieron eternos, habló con su tímida vocecilla plebeya.
—Ciudadanos de Vardanire…
Dicho esto prorrumpió en sollozos, incapaz de proseguir. El Cónsul la cogió por el hombro con una sonrisa de condescendencia y tomó la palabra.
—¡Qué comiencen Los Juegos! —bramó.
La gente jaleaba enloquecida y Húguet Dashtalian se dirigió con sus andares de león hacia la butaca en la que se acomodaba.
—Si hubiese cedido la palabra al besugo pomposo de Lóther todavía estaría ahí, profiriendo una sarta de estupideces que te avergonzarían aún más, querida —le susurró a su hija—. Hoy es un gran día para ese rebaño de ovejas; es nuestro deber de buenos pastores contribuir a su dicha y más teniendo en cuenta que una de ellas corre con los gastos de todo, incluido el banquete al que asistiremos tras el primer combate.
Lehelia constató que una vez más Húguet estaba en lo cierto. Lo que para ella suponía una inmensa vergüenza era un honor sin precedentes para los ciudadanos que su padre gobernaba. Uno de ellos se sentaba en el palco y el pueblo se sentía en ese momento más unido que nunca a su Cónsul. La dote de Valissa era extremadamente generosa, fruto del deseo del mercader de comprar prestigio con lo único que podía pagarlo. La fortuna más grande de Vardanire estaba ahora ligada al Consulado y todo a cambio de una estúpida ceremonia, repleta de estúpidos que aplaudían con fervor las estupideces. El precio era ínfimo.
La chica sonrió inclinando la cabeza y se dispuso a contemplar el espectáculo. Sentado a su derecha, Porcius Dashtalian esperaba ansioso que los luchadores saliesen a la arena. No tenía el más mínimo interés en esas brutales exhibiciones pero los cuerpos de algunos de los participantes le resultaban, por el contrario, exhibiciones muy gratas de contemplar.
Los contendientes aparecieron por los laterales del Gran Círculo y fueron presentados por el Maestro de Ceremonias Tarharied, un hombrecillo delgado que lucía un perfilado bigote.
—¡A vuestra derecha, vistiendo faldón rojo, Dorometh de Hiristia!
Un hombre ancho de espaldas con abundante vello por todo el cuerpo se dirigía al centro de la arena saludando al público. Se oyó algún aplauso apagado entre los ensordecedores abucheos.