«O perderéis también vuestras cabezas», pensó Herdi.
Régel había sido un gañán de la peor estofa pero aquel individuo era un asesino despiadado. El enano se quedó observando el hermoso rostro de Estreigerd, sus grandes ojos azules y su agradable sonrisa. Era como si un cisne se hubiese lanzado de repente sobre un chacal y le hubiese perforado la sien a picotazos.
El Capitán caminó hasta la puerta de la sala de recepciones y ordenó a sus hombres que la abriesen.
—El que entra ahora mismo es Drehaen Estreigerd, el Capitán de la Guardia del Consulado —comentó Liev con una mueca de desprecio—. Tras ese aspecto de joven poeta soñador se esconde un carnicero sin entrañas. Según comentan, mató a su propio padre y le cortó las manos cuando sólo tenía doce años. Su salvajismo es uno de los pilares en los que se apoya el Cónsul Dashtalian. El que osa desobedecerle termina muerto, en el mejor de los casos.
Brani no podía creer lo que escuchaba; aquel muchacho que saludaba a todos con una sonrisa encantadora, era en realidad un monstruo sanguinario. Cuanto más tiempo pasaba con los humanos más lejos estaba de entender su naturaleza. Los enanos apenas se diferenciaban entre ellos por el color de sus barbas o por la ausencia de ellas, en el caso de las enanas. Gorontherk fue más práctico que aquel Grande que Todo lo Veía al que los humanos adoraban. Mucho más práctico.
—Mi buen Liev, cuanto lo siento. Estoy destrozado. —Porcius Dashtalian se había acercado a ellos seguido por el extraño sujeto de la túnica verde.
Al observarlo de cerca, Brani pudo apreciar que el individuo era mucho más viejo de lo que aparentaba en la distancia. Centenares de arrugas surcaban su rostro acartonado, entremezclándose con otras tantas que recorrían su frente. No tenía un solo pelo en toda la cabeza; no tenía cejas ni tampoco pestañas. Su pose envarada y la palidez de su carne le conferían el aspecto de un viejo abedul bregando en silencio contra los envites del viento. En el índice de su mano derecha llevaba un anillo con una gema engarzada de un color verde que recordaba al de la fruta joven.
—La noticia de la muerte de Hatzell fustiga mi alma, querido Liev —declamó Porcius; tenía la voz aflautada y un aspecto singular que recordaba a un palomo gordo y vanidoso—. ¡Oh, cuán incomprensibles son los designios del Grande para nosotros, pobres y efímeros mortales!
Liev asistía impasible al discurso de Porcius. Su rostro manifestaba interés pero sus ojos decían que en ese momento estaba muy lejos de allí. Brani sonrió para sus adentros; empezaba a conocer bien a su reciente amigo y cada vez le profesaba mayor estima.
Cuando el obeso muchacho hubo terminado le dio a Liev una palmadita en el hombro y se dirigió a departir con otros invitados, seguido por la sombra verde y blanca que era el silencioso hombre sin pelo.
—Curioso personaje —comentó Brani.
—Oh, sí. Muchos dudan que sea realmente hijo de Húguet. En verdad no se parece en nada a Hígemtar y mucho menos a la Dama Lehelia.
—Bueno, me refería más bien al otro; al anciano sin pelo. Ese anillo que lleva apostaría a que ha sido forjado por mi pueblo.
—Ese anciano es el Maestro Véller, su mentor. —Liev bajó la voz—. Aunque te sorprenda escucharlo, parece ser que Porcius es un Dotado.
—¿Un Dotado? ¿Ese mequetrefe? —Brani no daba crédito. Tenía constancia de la existencia de esos seres pero nunca hubiese imaginado que nadie con ese aspecto y esa actitud pudiese ser portador del Don.
—Al menos el Cónsul está convencido de ello. Cuando Porcius apenas tenía dos años, lo pusieron a cargo de Véller; desde entonces vive en el Consulado y se ocupa de su instrucción. No me preguntes por sus progresos porque los ignoro por completo.
Liev sonrió divertido. Aquel enano testarudo empezaba a mostrarse tan cotilla como la más indiscreta de las cortesanas de Ciudad Imperio.
—Honorable Capataz, os ruego que disculpéis mi falta. Aún no nos hemos presentado.
Tras los dos amigos se alzaba la imponente figura del Cónsul Dashtalian.
—Intendente Binner. —El gobernante saludaba a Liev con una cálida sonrisa en su rostro.
—Noble Húguet. —respondió Liev con una ligera reverencia—. En verdad nos está resultando muy grata esta recepción con la que nos obsequiáis. Más tarde espero tengáis a bien revelarme de dónde obtenéis este delicioso vino. No he probado jamás nada tan exquisito.
—Amigo Liev, como tantas otras cosas, me temo que la procedencia de este caldo hemos de considerarla secreto de Estado. —El Cónsul habló en voz baja, encorvándose y mirando a todos lados de un modo tan divertido que Brani no pudo evitar sonreírse—. Si me permitís, me gustaría disfrutar unos instantes de la compañía del Capataz Brani; no tengo el privilegio de conocer al gobernante del glorioso Reino de La Cantera de Hánderni y quisiera compartir una copa con él antes de que dé comienzo el banquete.
El enano no podía evitar sentir simpatía por aquel hombre. Su voz sonaba como el redoble de una campana de bronce y se había referido a La Cantera como «glorioso Reino»…
—Mi querido amigo, guardo en la dependencia contigua una botella de cissordin desde tiempos inmemoriales, a la espera de ser descorchada —añadió el Cónsul con una sonrisa traviesa.
…Y además, se disponía a invitarle a un trago de cissordin.
Sin duda era el humano que más le había impresionado de cuantos había conocido. Su planta resultaba majestuosa, envuelto en la capa de piel de zorro que cubría sus recios hombros. De ellos surgía un cuello ancho sobre el que reposaba su bien rasurado rostro, rematado por una melena de abundante cabello blanco perfectamente peinado. Transmitía confianza y al mismo tiempo un inmenso poder.
Dérigan Hofften le había parecido un guerrero y Balashi Hemmierth, el moreno Cónsul de Rex-Callantia, se asemejaba más a un mercader. Pero Húguet Dashtalian representaba exactamente lo que para el Capataz Brani debía ser un líder de los hombres. Su sola presencia reducía a la mitad las dimensiones del espacio que le rodeaba; si le hubiesen dicho que aquel individuo era el mismísimo Emperador lo hubiese creído sin dudar.
El Cónsul y Brani se encaminaron hacia un pequeño despacho, seguidos por la atenta mirada de todos los presentes. El enano giró la cabeza y observó por un instante a Liev Binner. En sus ojos podía leer con claridad lo que le venía advirtiendo desde que se conocieron hacía escasos días: «Ten mucho cuidado.»
El Gran Círculo, Vardanire
Aquello daría comienzo de inmediato y el Honesto Blama se frotaba las manos con ansiedad. Cuatro años antes hizo una visita a su hermano Thuwe, que regentaba un próspero prostíbulo en Ciudad Imperio; allí vio combatir por primera vez al Campeón de Campeones, algo que no se cansaba de repetir tanto a los educados ciudadanos con los que compartía asiento en Los Juegos como a las ratas infectas que tenía por clientes en
La Cabeza del Oso
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—No es un hombre —sostenía—. En apenas segundos, es capaz de trocear a su oponente en pedazos del tamaño de una moneda. Sus reflejos son superiores a los de un felino y se desliza por la arena como la más mortal de las serpientes. Yo lo vi pelear contra dos gigantescos higurnianos a la vez y los venció con la misma facilidad que un perro engulle un grano de uva.
Por supuesto, todos le decían que exageraba y para Blama aquel era un momento muy importante que iba a servir para callar muchas bocas.
Por alguna razón, las apuestas se habían equilibrado en las últimas horas y muchos parecían convencidos de que Vérrac, el Campeón de Rex-Drebanin, vencería en la contienda. El tabernero sonreía con avaricia; había apostado una gran suma por Igarktu y no dudaba ni por un instante que al concluir la jornada regresaría a su establecimiento con la bolsa bien repleta y el ego flotando sobre su cabeza.
El sol ya empezaba a ponerse y el palco del Gran Círculo estaba lleno hasta los topes por algunas de las más relevantes personalidades del Imperio. Allí estaban, además del Cónsul Dashtalian y su familia, los Cónsules de Rex-Callantia y Rex-Higurn y los Intendentes de toda la provincia. Completaban los asientos el mercader Lóther Meleister, su esposa y un enano con armadura que Blama no había visto jamás.
Sólo faltaban el Cónsul de Rex-Preval y por supuesto, el Emperador. El gobernante de la provincia que lindaba al nordeste con Rex-Drebanin mediaba a diario en los conflictos entre los Señores de la Guerra y no solía abandonar su castillo. Además, se rumoreaba que algunos Señoríos estaban teniendo problemas con los sherekag de los pantanos. El Emperador, por su parte, celebraba con asiduidad ostentosas fiestas que seguro superaban por mucho a la de aquella boda. Era de dominio público que Belvann VI siempre estaba allí donde mejor se saciasen sus apetencias y que el protocolo y las formas no eran dos de sus virtudes más reseñables. Como compensación, les había enviado a Igarktu y para Blama aquella era la decisión más sabia que había tomado el monarca desde que ascendió al trono.
Hígemtar Dashtalian hizo los honores como recién casado y a una señal de su brazo, el diligente Tarharied se dispuso a realizar las presentaciones. Se atusó el bigote, tragó una buena cantidad de saliva y tras aclararse la garganta, se dirigió al respetable.
—¡Ciudad de Vardanire! —Su voz sonaba a través de aquel cono de piedra como la de un gigante; era una de las muchas cosas que le apasionaban de su trabajo—. ¡Vamos a presenciar un combate que sin duda pasará a los anales de La Competición! ¡La batalla entre dos titanes por dilucidar cuál es el brazo más poderoso del Continente! ¡Hombres, dejad de mirar a las jovencitas y prestad atención a lo que va a acontecer! ¡Mujeres, sed benevolentes con vuestros maridos si os parecen poca cosa tras contemplar a estos dos colosos!
Tarharied sabía cómo hacer su trabajo. El Gran Círculo bullía a su alrededor como un descomunal caldero de melaza hirviendo apunto de desbordarse.
Las compuertas laterales de la arena se fueron elevando y el Maestro de Ceremonias continuó con su apasionada arenga.
—¡A mi derecha, una masa de músculos que todos conocéis bien! ¡Un monstruo capaz de derribar de un solo puñetazo la casa en la que vivís! ¡Una bestia salvaje nacida para destrozar! ¡El invicto Campeón de Rex-Drebanin! ¡Procedente de Shorthsanire, sin otro fin que desmembrar todo cuanto se ponga a su alcance…Vérrac el Rebanadorrrr! —Tarharied arrastraba la r final imitando el rugido de un animal y el público se desgañitaba en sus asientos.
Vérrac se dirigió corriendo al centro de la arena y gritó como una fiera mirando a la multitud que jaleaba su nombre. Era un treintañero leñador de Shortshanire que un par de años atrás se había mudado a Vardanire en busca de fortuna. Su gran fuerza no pasó inadvertida para los promotores, que de inmediato lo convencieron para competir. Tras un par de combates en los que derrotó a sus rivales de un único y demoledor golpe, Lóther Meleister lo cogió a su servicio y pasó unas semanas instruyéndose en el combate con armas. Eligió el hacha de dos manos, que manejaba con pericia dado su oficio, y pronto empezó a luchar en las sesiones vespertinas. Apenas necesitó aprender un par de movimientos para erigirse como uno de los más terribles luchadores de Vardanire. No tardó en enfrentarse y vencer a Féllax, el entonces campeón, que perdió un brazo en la pelea y tuvieron que amputarle el otro y una de sus piernas posteriormente.
Desde entonces nadie había podido con él y estaba convencido de que nadie podría jamás. Aún no se había medido a Klúsker y Dahenge, los otros luchadores de nivel tres que competían en Rex-Drebanin y el destino ponía en su camino al mismísimo Campeón del Continente; no iba a dejar pasar esa oportunidad.
—¡A mi izquierda, la viva imagen de la muerte! ¡El mayor proveedor de almas del paraíso del Grande! ¡El invencible! ¡El terrible! ¡El Campeón de Campeones del Continente! ¡Desde Ciudad Imperio…Igarktu! —Tarharied puso especial énfasis en su discurso cuando pronunció el nombre.
En esta ocasión el público mezclaba aplausos y vítores con algunos abucheos. Los pitos se fueron agudizando conforme el luchador de Tierras Imperiales avanzaba hacia el centro del recinto, hasta que todo el Gran Círculo terminó por increparlo ruidosamente.
El aspecto del Campeón desconcertó a todos. Era un hombre de estatura media, edad indefinida y constitución fibrosa pero delgada. Tenía el cabello de color ceniza y lo llevaba recogido en una coleta que se alzaba sobre su cabeza como el copete de un ave. En su espalda pendía un mandoble que parecía más pesado que el propio luchador.
Al contrario que su rival, que se cubría con casco, peto, brazales y grebas de acero, Igarktu llevaba por toda protección una fina cota de malla que le cubría el torso y el vientre. Caminaba con paso sosegado, como si se dirigiese a cualquier sitio excepto a librar un combate a espada. Comparado con el robusto Vérrac parecía un alfeñique.
La muchedumbre pensó que aquello era una especie de broma y aumentó la intensidad de sus abucheos. Igarktu se detuvo a escasa distancia de su rival y alzó la vista, de modo que los espectadores más cercanos pudieron apreciar la crueldad que se reflejaba en sus ojos rasgados. Blama se desesperaba en su asiento.
—¡No le insultéis, estúpidos! ¡Por vuestra culpa nos quedaremos sin espectáculo! —repetía sin descanso.
Nadie le hacía caso. Los que apostaron por Vérrac estaban crecidos ante su inminente victoria y los que lo habían hecho por Igarktu se sentían totalmente decepcionados por la estampa tan vulgar del presunto Campeón. Todos gritaban y abucheaban por unos u otros motivos.
Igarktu se erguía frente a su oponente mirándolo a los ojos. Con un gesto de desgana le indicó que podía empezar cuando quisiese. Su semblante mostraba la más absoluta indiferencia.
El leñador se cubrió el rostro con la visera del yelmo cornamentado y enarbolando su hacha se fue aproximando con cautela. Igarktu permanecía impasible. No podía apreciarse en él nada parecido a la tensión.
La gente protestaba por la actitud de aquel sujeto. Estaban acostumbrados a combates dinámicos entre hombres fuertes que gritaban y se amenazaban mutuamente. Les parecía una tomadura de pelo.
El más desconcertado era el propio Vérrac. Aquel individuo seguía sin moverse. Estaba al alcance de su acero pero en vez de cubrirse o adoptar una posición de ataque ni tan siquiera había desenvainado la espada. Dejó caer el filo del hacha sobre su rival con un rugido de rabia; a la potencia del golpe había que sumar todos los sueños del leñador y toda la ira que lo embargaba frente a aquel fantoche prepotente.