—Quizá el riesgo sea grande como decís, Maestro —repuso Lehelia—. Pero ese objeto permaneció oculto durante quién sabe cuántos siglos en la caverna donde lo encontramos. Debo recordaros que fue mi hermano el que percibió su presencia, no vos.
Sabía que aquello molestaba al anciano. Por muchas décadas que hubiese dedicado al estudio, él no poseía el Don. Debía ser irritante que un joven despreocupado y libertino fuese capaz de descubrir la existencia de un objeto Primordial escondido en el interior de una montaña al otro extremo del Continente.
Porcius Dashtalian era un Dotado, uno de los rarísimos individuos que poseían facultades para empatizar con las Fuerzas de La Creación. Los Nar eran los únicos seres que estaban vinculados a ellas directamente pero en contadas ocasiones, un sujeto de alguna de las otras razas manifestaba ser portador del Don. Desde que el Pueblo antiguo abandonara aquellas tierras hacía más de ochocientos años, sólo se tenía constancia del nacimiento de cinco Dotados. Uno de ellos fue el Gran Maestro Sinderslav Dargueiet, fundador de la Orden de los Custodios a la que Véller pertenecía.
La Orden la conformaban un grupo de humanos que intentaron preservar el equilibrio natural de La Creación tomando el relevo de los Nar. Se establecieron en las tierras de Higurn y durante siglos mediaron en los más diversos conflictos, para terminar fracasando rotundamente en su cometido.
A finales del siglo IX del Calendario Continental estalló La Gran Guerra y durante noventa años El Continente estuvo sumido en cruentas batallas entre humanos y sherekag. La Orden de los Custodios participó en el conflicto; sus soldados contribuyeron a muchas victorias y perecieron en multitud de derrotas pero su influencia política se diluyó poco a poco hasta desaparecer por completo. Su labor espiritual se vio sustituida por infinidad de cultos que no adoraban a La Creación, sino a extrañas deidades en su mayoría inventadas. Finalmente, el Emperador Belvann I asumió el Culto al Grande que Todo lo Ve como religión oficial en todo el Imperio.
El único vestigio que quedaba de la antaño poderosa Orden era un monasterio al este de Rex-Higurn donde un reducido número de soldados se ocupaban de proteger a una cincuentena de monjes que destinaban su vida al estudio y la meditación.
Allí acudió veintidós años antes Huguet Dashtalian con su hijo pequeño. Los Maestros confirmaron con asombro que el niño poseía el Don y expusieron la necesidad de que fuese instruido y tutelado por ellos. Pero, pese a la insistencia que mostraron, el Cónsul se negó en redondo a que Porcius se quedase en el monasterio. Tras varias deliberaciones, la tarea de su formación se le encomendó al Maestro Véller que se trasladó a Vardanire donde permanecía desde entonces.
—Dama Lehelia, como ya os dije, no creo que Porcius percibiese el orbe sino más bien al contrario —replicó Véller—. Vuestro hermano alberga un gran poder pero no muestra el más mínimo interés por comprenderlo.
—Esto último no os lo discutiré, Maestro. Y no hace falta que os diga que contamos con vuestra experiencia y vuestras dotes para reconducir el infantil carácter de mi hermano; de hecho, hace más de veinte años que gozáis de la confianza de mi padre en lo que se refiere a la esa tarea —apostilló Lehelia con una sonrisa ambigua.
El anciano inclinó la cabeza con respeto. Trataba de mostrar agradecimiento para disimular su enojo ante el hiriente comentario. No lo consiguió en absoluto; el tono rojizo que adquirieron sus orejas lo delataba.
Sus progresos habían sido casi nulos hasta que llegaron los sueños. Porcius empezó a tenerlos hacía un par de años y durante una buena temporada se estuvo despertando noche tras noche entre gritos de terror; en ellos unas voces le decían que debía ir a las tierras heladas de Urdhon. Véller le dio varios tipos de infusiones, trató de enseñarle técnicas para relajarse y llegó a pasar noches en vela junto a su cama, sin obtener resultados. La situación llegó a oídos de Húguet, que decidió hacer un viaje oficial a Urdhon con sus dos hijos menores y un pequeño destacamento. El viejo maestro los acompañó, intrigado por la inesperada reacción del Cónsul.
Urdhon estaba más allá de las Aguas del Norte, una tierra totalmente cubierta por la nieve en la que la Estación del Frío era eterna. Según la Existencia Documentada eran los únicos territorios conocidos que no sucumbieron a la Devastación. Allí las Fuerzas Primordiales estaban presentes de un modo más acusado que en el resto del Continente.
El Gran Jefe Umard recibió con todos los honores al Cónsul de Rex-Drebanin y permanecieron como invitados suyos durante un tiempo; Húguet estuvo exponiendo sus brillantes ideas para reforzar los lazos entre ambos pueblos y llegó incluso a trabar amistad con el gigantesco líder urdhoniano. Mientras, alegando mucho interés por conocer aquellas tierras y su cultura, sus hijos, el Maestro Véller y un ambicioso Capitán recién ascendido viajaron durante semanas, escoltados por dos guerreros de la guardia del Gran Jefe.
—Podéis estar seguros de que destino todo el tiempo que me ha sido concedido a la formación de Porcius —repuso el anciano con gravedad—. Pero, aunque basta con abrir la puerta de la jaula para que el ruiseñor escape volando, no se puede pretender que vuelva a entrar simplemente dejándola abierta. Ya no hay marcha atrás y todos hemos de compartir esa responsabilidad.
Sus ojos proyectaban una mirada cargada de reproche, que Lehelia prefirió evitar y Huguet Dashtalian sostuvo sin inmutarse.
Lo encontraron muy al norte, en una caverna oculta a la vista de todos bajo la ladera de una montaña; estaba encajado en un hueco sobre lo que parecía un altar cubierto de escarcha. Véller podía sentir el poder que emanaba del objeto. Advirtió a todos que actuasen con cautela pero Porcius se abalanzó sobre el altar y tomó entre sus manos el orbe, que de inmediato emitió un destello de luz rojiza. Lo que sucedió después el anciano prefería no recordarlo. Se repetía noche tras noche en sus pesadillas.
—Comparto vuestra opinión, Maestro —reconoció Húguet Dashtalian—. Lo acontecido en el hallazgo de esa esfera no debe ser tomado con ligereza; pero ya ha transcurrido un tiempo considerable y no parece que debamos alarmarnos, ¿no lo creéis así?
Véller no cayó en la trampa. Húguet quería oír de su boca lo que era ese objeto y las fuerzas que operaban tras él. No lo sabía con seguridad pero, de confirmarse sus sospechas, jamás se lo hubiese revelado. No se fiaba de los hombres poderosos y mucho menos si eran tan inteligentes como el Cónsul de Rex-Drebanin.
—La medida del tiempo no es la misma para todos los seres como bien sabéis; es pronto aún para elucubrar sobre lo que haya o no de acaecer. Me veo obligado a insistir en que Porcius debe seguir con sus estudios y tomárselos mucho más en serio; ahora está en posesión de un artefacto imbuido de Fuerzas Primordiales y no existe mortal, Dotado o no, capaz de dominarlas.
—Tomo buena nota de vuestros consejos y se lo haré saber a mi hijo en cuanto se digne a aparecer —repuso Húguet con determinación—. Ahora podéis retiraros, Maestro. Ya os he incordiado bastante con mi paternal curiosidad.
El anciano inclinó la cabeza saludando al Cónsul y a Lehelia, que permanecía de pie en un rincón y jugueteaba con un mechón de su cabello. Tras abandonar el despacho, reflexionó sobre la conversación. Era evidente que Húguet y su hija sabían cosas que él desconocía y cuya trascendencia no podía valorar.
Con paso cansado, subió las escaleras y se dirigió a su pequeño estudio. Una vez en el interior y tras cerrar con llave la puerta, se sentó en el catre y se quedó mirando el horizonte a través de la ventana. El sol se estaba poniendo y hasta que desapareciese por completo tendría unos instantes de paz. Una vez se ocultase, llegaría la oscuridad y con ella, las pesadillas.
El anillo que adornaba su índice derecho le recordó que aquel asunto estaba ya en otras manos; el pensamiento no le proporcionó consuelo alguno.
Gottra Magghor
El soldado se sentía como un insecto en un plato de guisado; temía que en cualquier momento alguien reparase en su presencia y lo aplastase con un dedo por su osadía.
La gigantesca caverna que los gottren llamaban hogar presentaba un aspecto muy poco tranquilizador. Por todas partes ardían hogueras y la total ausencia de ventilación producía una humareda asfixiante que olía a indescifrable basura.
Aquellas bestias echaban al fuego todo lo que no les era de utilidad. A las osamentas de los animales que devoraban había que añadir trozos de ropa sucia, excrementos, útiles de madera rotos e incluso pequeñas criaturas vivas como ratas o lagartijas, que los gottren lanzaban a la hoguera por el simple divertimento de verlas retorcerse hasta morir calcinadas. Las paredes estaban repletas de pinturas realizadas con lo que al soldado le pareció sangre. En ellas, siluetas grotescas representaban a los gottren llevando a cabo las acciones más aberrantes. También aparecían otras figuras más pequeñas con la cabeza y los miembros mutilados. La torpeza pictórica de aquellos artistas monstruosos impedía identificar a las víctimas. Podían ser animales, humanos, enanos… Eran más pequeños y morían; no se podía sacar otra conclusión de aquellos murales espantosos.
La decoración del techo era aún más inquietante. Por todas partes pendían esqueletos o fragmentos de los mismos pertenecientes, esta vez sí, a humanos y enanos de variados tamaños y en diversos estados de putrefacción. La mayoría de los trofeos debían llevar allí siglos y por alguna razón no se habían descompuesto del todo. El soldado constató que, aunque los gottren habían jurado dejar en paz a los humanos, si alguno demasiado audaz o demasiado estúpido se atrevía a adentrarse en sus dominios, la suerte que corría era evidente. Lo confirmaba un cadáver que no podía llevar allí colgando más de unas semanas; todavía conservaba un ojo.
Ante tan desalentador panorama optó por mantener la vista centrada en su Teniente y en Mough, el gottren que estaba, en principio, a las órdenes del Cónsul. Los dos se encontraban frente a un montón de piedras enormes dispuestas una encima de otra a modo de tosco asiento. Sobre él reposaba la figura brutal de Juggah, el Gran Caudillo de los gottren.
Aunque al parecer era muy viejo, ya que él mismo fue quien negoció la rendición ante Belvann I el Conquistador, el tamaño de sus músculos y la crueldad esculpida en su rostro no sugerían que se sintiese muy afectado por los achaques de la edad.; a su lado Mough parecía un niño y el Teniente Rebb poco más que un conejo.
—Talian es un mentiroso —gruñó el monstruo con una voz que al soldado le pareció por un instante un desprendimiento de rocas—. Miente siempre. Engaña a Mough, pero a mí no me engaña.
—Poderoso Juggah. —El Teniente Rebb hacía gala de unos arrestos considerables—, ni mi señor ni yo osaríamos engañarte. El plan está ya en marcha y por supuesto contamos con tus invencibles guerreros para llevarlo a cabo. Como ya te he dicho, si el Cónsul me ha enviado es precisamente para…
—¡Hablar!¡Los humanos vienen aquí a hablar conmigo! ¡Hablar, hablar, hablar!¡Los gottren no necesitan hablar! ¡Los gottren necesitan matar! —Esto último lo dijo poniéndose en pie y levantando el puño con tanta energía que aplastó contra el techo un esqueleto que pendía sobre él, convirtiéndolo en polvo.
A su alrededor se escuchó el rugido de decenas de gottren muy satisfechos con lo que su líder pregonaba.
—Dile a Talian que la próxima vez que envíe humanos aquí, si sólo van a hablar Juggah les arrancará sus cabezas y las arrojará al fuego. —Dicho esto se dejó caer de nuevo sobre su trono.
El soldado notó como le temblaban las piernas sólo para terminar constatando que realmente le temblaba todo el cuerpo. El Teniente Rebb decidió emplear una táctica un poco más sutil para razonar con aquel salvaje, que no parecía comprender nada de lo que intentaba decirle. Contar con aquellos monstruos como aliados era una ventaja incalculable pero tratar con ellos también era exasperante, además de muy peligroso.
—Mough, dile al poderoso Juggah que la próxima vez que el Cónsul Dashtalian envíe humanos aquí será porque habrá llegado la hora de que los gottren empiecen a matar —argumentó, casi deletreando cada palabra.
—¡Gran Juggah! ¡Los gottren empezaran a matar a todos pronto! —exclamó alegremente Mough.
Por toda respuesta obtuvieron un sonoro ronquido que retumbó en la caverna como si las paredes se estuviesen resquebrajando. El viejo gottren se había quedado dormido; hablar lo agotaba en exceso por lo avanzado de su edad pero sobre todo por la falta de costumbre.
El soldado y su teniente abandonaron la cueva acompañados por Mough, que miraba a sus congéneres con gesto amenazador; aquellos humanos estaban bajo su protección y nadie, salvo el Gran Juggha, los podía tocar. Cuando por fin salieron a la superficie, el Teniente Rebb aspiró todo el aire que pudo y lo soltó entrecerrando los ojos.
—Has tenido suerte —le dijo a su subalterno—. Esta vez se ha quedado dormido muy pronto. Aunque no lo parezca, la vieja bestia no está para muchos trotes.
—¿A qué se refiere, Teniente? —El soldado había pasado un poco de miedo pero tras abandonar aquel lugar nauseabundo y respirar aire puro se sentía relajado y optimista.
—Las reuniones con Juggah acostumbran a terminar con mi escolta colgando del techo de la caverna. Si te fijaste, por ahí andaba lo que queda del sargento Snáher. Al parecer, todavía conserva un ojo.
El soldado se llevó la mano al estomago y vomitó hasta que no le quedó una sola gota de bilis en el cuerpo.
Cantera de Hánderni
Mi muy estimado Brani Hándernierk, Gran Capataz de la Cantera de Hánderni:
No me voy a andar con rodeos, amigo mío. Me han asesinado.
Hace tres días empecé a sentirme mal y estoy seguro de que cuando leas esta carta ya estaré muerto. Le he encargado a mi amado Sálluster que te la entregue en mano; sólo espero que cuando conozcas los detalles que aquí te expongo estés a tiempo de obrar en consecuencia.
Antes de nada, mi estimado amigo, quisiera comentarte algo referente a las habladurías que seguramente te habrán llegado sobre mi persona. Quiero hacer constar que son ciertas. Amo a Sálluster; antes que a él amé a Hatzell Bertie y antes que a Hatzell amé a otros. Lo que algunos califican de estigma yo lo considero un privilegio que me enorgullece.
Cuando Hatzell fue asesinado pensé que me habían asesinado a mí también, tal fue el dolor que me causo saber que no iba a volver a verle jamás. No sólo perdí a un aliado político; perdí al único ser humano que me hacía albergar alguna esperanza de que nuestra raza pudiera sobreponerse a la iniquidad. Perdí al hombre que me hacía sentir vivo y cuya sonrisa hacía que me sintiese amado.