Presagios y grietas (18 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—¡Intrusos, Señor! ¡Huid! —gritó a través del hueco de la escalera.

El cuchillo que había cercenado la garganta de Jarlan voló por los aires y se clavó en su hombro derecho. Trest dejó escapar un grito que sonó infantil y desvalido.

Durante su etapa cómo luchador había sufrido heridas por tajos de mandoble y demoledores golpes de maza, pero la sensación de tener seis pulgadas de acero alojadas en su cuerpo, sin intención de abandonarlo, era nueva para él. Constató que el dolor no era insoportable siempre y cuando no intentase mover el brazo; siempre y cuando no intentase mover ni un solo músculo. Sus reflejos impidieron que el cuchillo le atravesara el cuello pero tenía el brazo derecho inmovilizado, le temblaban las piernas y respiraba dolor. Aquellos tipos eran asesinos profesionales aunque ignoraba si nivel dos, tres o catorce.

Consciente de que iba a morir, decidió tomar la iniciativa. Cambió la espada de mano y pasó a sujetar el cuchillo con su derecha de modo testimonial. Reunió las fuerzas que le quedaban y efectuó un barrido desde arriba en dirección a la cabeza del hombre corpulento que se aproximaba sonriente.

El golpe era técnicamente perfecto pero extremadamente lento y con su brazo débil. El asaltante irguió la hoja de su espada y bloqueó sin dificultad el ataque; se abalanzó sobre Trest, lo arrolló con el hombro y estrelló su cuerpo contra la pared. Sin disminuir la presión sobre el debilitado guardaespaldas lo obligó a soltar el cuchillo y le propinó un tremendo puñetazo en el oído. El chico perdió el conocimiento y se desplomó sobre el suelo. El asesino sonrió con crueldad, blandió su acero con ambas manos y le atravesó el tórax de una estocada.

En el piso de arriba, Willia seguía azotando el trasero de Lóther. Últimamente la mandaba llamar con frecuencia y la prostituta estaba encantada. Le pagaba grandes sumas y lo único que tenía que hacer era pegarle con aquella fusta hasta que dijera basta. Después la penetraba y se corría en apenas unos segundos para de inmediato dejar caer toda su humanidad sobre la cama, extasiado y feliz.

Cada latigazo era para ella un desahogo indescriptible. Imaginaba que el culo de Lóther era todo aquello que aborrecía y la había hecho sufrir a lo largo de sus veinticinco años como prostituta. La lista era larga y podía estar toda la noche flagelando con saña aquel trasero.

De improviso, la puerta se volvió a abrir y Lóther vociferó encolerizado:

—¡Por el Grande! ¡Voy a ordenar que cuelguen vuestros pellejos del mástil de uno de mis barcos!

El grito de Willia sirvió para que Lóther reparase en que esta vez no se trataba de sus celosos guardaespaldas. Dos individuos que no había visto jamás atravesaban la habitación; tras sus pasos quedaba en el suelo un reguero de gotas de sangre procedente de su acero desenvainado.

Por su mente cruzó en ese instante la imagen de su anciano padre; le enseñaba cómo extraer correctamente un anzuelo de la boca de un esturión. Esta escena dejó paso a otras que se sucedían a gran velocidad para terminar con su hija cogida del brazo de Hígemtar Dashtalian y la ciudad de Vardanire aclamándolos a ambos. Ésta era probablemente la explicación a la sonrisa que esbozaba cuando su esposa lo encontró tendido sobre la cama, empapado en sangre y con el cuello abierto.

—Mira Óvler, es nada menos que la pequeña Willia —comentó el individuo más corpulento.

La prostituta conocía perfectamente a los intrusos. El tipo de cabello largo y lacio, con poblados bigotes y cubierto de tatuajes se llamaba Óvler y manejaba los cuchillos como si fuesen sus propias pelotas. El barrigudo con cara de queso era el Gordo Jiggs, perenne socio del anterior. Los dos eran asesinos mercenarios del Distrito de las Ratoneras y a los dos los había rechazado en repetidas ocasiones. Ella no era como sus hermanas, por el momento; no pensaba acostarse jamás con escoria como aquella, por mucho que pagasen.

—Es aún mejor de lo que habíamos imaginado, ¿eh Jiggs? —dijo Óvler mientras observaba con detenimiento el cuerpo desnudo de la mujer.

Willia se levantó de la cama cubriéndose con una de las sabanas y se alejó cuanto pudo del cadáver de Lóther. En los rostros de los asesinos se podía leer lo que iba a suceder.

—Socio, si no te importa yo seré el primero. —El Gordo Jiggs se estaba desabrochando el cinturón—. No podemos dejar testigos, muñeca, pero si te portas bien a lo mejor puedo convencer al viejo Óvler y no te rebana tu bonito pescuezo.

Sabía que la iban a matar de todos modos y, según le contaron algunas compañeras, a Óvler le excitaba pegar a las mujeres. Debía ser cuidadosa en sus próximos movimientos; contra todo pronóstico podía escapar con vida de aquella situación.

Lóther Meleister era consciente del peligro que entrañaba que su mujer llegase a descubrir sus devaneos. Con buen criterio, mandó construir un túnel que comunicaba la parte trasera de la casa con sus habitaciones. Tras la cabecera de la cama se ocultaba una trampilla por la que Willia entraba y salía constantemente. Si podía deslizarse debajo con la suficiente rapidez, lograría llegar a la calle antes de que aquellos salvajes supiesen lo que había sucedido.

El Gordo Jiggs se había bajado los pantalones y enarbolaba su cuchillo con una mano mientras se tocaba el flácido y diminuto miembro con la otra. Óvler esperaba de brazos cruzados cubriendo la puerta; bajo sus bigotes asomaba una sonrisa cruel.

Willia no estaba segura de si era el momento o se estaba precipitando pero decidió actuar. Se lanzó bajo la cama y desapareció de la vista de sus atacantes; empujó la trampilla, se introdujo por ella y ya se veía a salvo cuando el Gordo Jiggs volcó la cama a un lado, se tiró al suelo y la cogió por un tobillo.

—¡Vaya, la ratita se quiere ir a su agujero! —exclamó mientras tiraba de ella.

Willia le dio varias patadas pero su pequeño pie se estrellaba contra los gruesos mofletes del asesino sin causarle daño aparente. De pronto recordó lo que había sujetado en la mano durante todo el tiempo y, como si todavía estuviese encamada con Lóther, le propinó un tremendo golpe en la cara con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. La fusta de madera se estrelló contra la porcina nariz de Jiggs, que aulló de dolor y la soltó para llevarse las manos al rostro.

Sin perder más tiempo, Willia se escurrió por el agujero consciente de que ninguno de los dos hombres cabía por él; quizá la esperarían a la salida, suponiendo que dedujesen donde estaba, pero eso no le importaba en aquel instante. Descendía a toda prisa, corriendo agazapada por el pasadizo mientras se le escapaban las lágrimas. Al llegar al otro extremo, que daba a la despensa, se encontró con el cadáver degollado de una criada tirado sobre unos cajones de berberechos. En el recibidor, el cuerpo sin vida de Blemer el mayordomo se recostaba contra una pared salpicada de chorretones rojos. Del piso de arriba llegaban los gritos de Óvler y Jiggs. Al parecer estaban discutiendo entre ellos.

Llegó hasta la puerta de entrada intentando hacer el menor ruido posible, la entreabrió y asomó la cabeza con cautela para cerciorarse de que no había nadie. La oscuridad era casi absoluta y la luna apenas se intuía en el firmamento como una hebra plateada, lejana y tenue. Si conseguía llegar a los callejones de la zona Este podría escabullirse entre las mercancías apiladas y llegar hasta su casa. Se envolvió como pudo con la sabana que la medio cubría y empezó a correr mirando en todas direcciones.

De repente alguien la sujeto por brazo y tiró de ella hacia atrás. Fue a parar al suelo, desde donde contempló aterrorizada la figura de su captor. Pese a la capucha que cubría la cabellera rubia y difuminaba sus bellas facciones, la prostituta reconoció aquella sonrisa cínica y el salvaje brillo azulado de los ojos del Capitán Estreigerd.

—Hasta aquí has llegado, mujer —sentenció mientras desenvainaba su espada.

Pero Willia no había llegado hasta allí para quedarse. En un acto reflejo, le descargó una patada en la entrepierna y acertó sin duda en el blanco. Estreigerd dejó escapar un gemido y encorvó el cuerpo, inmovilizado por el dolor.

—Te mataré, zorra… Te voy a descuartizar… —Una expresión de furia incontrolable le deformaba el rostro; en aquel momento nadie hubiese podido calificarlo de bello.

Pudo haber huido en ese mismo instante pero al ver al monstruo en posición de inferioridad algo en su interior obró por ella. Levantó la fusta y lo golpeó en la cara con todas sus fuerzas. Estreigerd profirió un aullido desgarrador.

—Esto es por Gedra, cerdo.

Por un instante el quejido del soldado le insufló energías y Willia se sintió fuerte; cuando el frío de la noche atravesó los pliegues de la sabana que la envolvía se estremeció de terror. Soltó la fusta y empezó a correr todo lo rápido que se lo permitían sus pies descalzos hasta perderse en la negrura de las calles.

Arrodillado en el suelo, el Capitán Estreigerd se cubría el rostro con la mano. Notaba que se le adherían al guante pequeños trozos de piel y una gota de sangre se filtró por un pespunte, humedeciéndole la palma de la mano.

—¡Juro que te despellejaré viva, puerca!

Transcurridos unos segundos, el eco repitió con sorna las últimas sílabas. Arriba, en su butaca del cielo, la luna esbozaba una sonrisa burlona.

El Gran Círculo, Vardanire

El Gran Círculo de Vardanire tenía un aforo aproximado de ochenta mil espectadores. Si bien no solía llenarse por completo durante los combates matinales, lo habitual era que al menos dos terceras partes estuviesen cubiertas. A lo largo del día la afluencia de público se iba incrementando hasta alcanzar fácilmente los setenta y cinco mil asistentes poco antes de la última lucha vespertina.

Un sinfín de vendedores recorrían las cien filas de gradas distribuidas en tres pisos. Conforme se iba ascendiendo por el edificio, los espectadores tenían ocasión de adquirir desde higos secos, pasas y almendras peladas hasta valiosos abalorios, vestidos de materiales caros, pociones para los más variados fines y prácticamente todo cuanto pudiera imaginarse. En las últimas localidades, donde se hacinaban los ciudadanos del más bajo estrato social, era donde se cerraban los negocios que reportaban mayores beneficios. Rameras, mercenarios y alcahuetes ofrecían sus servicios. Personajes de aspecto sospechoso trataban con venenos, elixires, productos exóticos y toda clase de mercancía robada. Se rumoreaba que un par de viejas que se sentaban en lo más alto de la zona norte vendían a un precio desorbitado niños recién nacidos.

Antes de cada combate, los voceros recorrían el graderío dando la última oportunidad a los asistentes de efectuar sus apuestas y cada cinco filas, un miembro de la Guardia del Consulado se lucraba con los sobornos por mirar en otra dirección mientras se efectuaban los trapicheos.

Aquel ambiente asfixiaba a Berd; a su alrededor lo único que veía eran constantes exhibiciones de todo aquello que detestaba. La crueldad, la violencia, la depravación y los más bajos instintos de los que su raza podía hacer gala no faltaban a su cita semanal en el Gran Círculo; y no podía dejar de pensar que, en aquella ocasión, el motivo de tal acumulación de vileza era ver cómo su hijo mataba a un hombre.

Un tipo grueso de incipiente calva y bien vestido se abría paso a través de los espectadores. Se dirigía hacia donde Berd compartía asiento con dos de sus vecinos. Por fin llegó y les tendió la mano entre jadeos.

—Soy el Señor de Blama y he venido hasta aquí sólo para saludar al padre del futuro Campeón —dijo el Honesto Blama mientras se secaba el sudor de la frente—. Por lo que veo el muchacho es tu viva imagen, buen amigo —añadió dando una suave palmada en uno de los macizos hombros del segador.

Berd ya estaba acostumbrado a aquellas muestras de afecto por parte de desconocidos. Leitherial el Segador era un ídolo para los ciudadanos de Vardanire y el combate que se iba a celebrar en breve supondría su definitivo ascenso a las esferas más altas de la mitología popular. No se atrevía a pensar que pudiera ser de otro modo ya que eso significaría que Leith iba a morir aquel día.

—Los pronósticos se inclinan favorablemente hacia tu hijo —comentó Blama con el tono petulante que adoptaba cuando hablaba de lucha—. Yo mismo he apostado una importante suma. El combate será largo pero al final, la fuerza y el vigor de la juventud se impondrán. Leitherial posee unos reflejos, una rapidez y una técnica excelentes. Me atrevería a afirmar que son herencia de familia.

Berd esbozó una sonrisa de compromiso mientras mantenía la vista fija en el suelo. Había llegado a la conclusión de que lo mejor era asumir los halagos con cortesía; de ese modo los aduladores se daban antes por satisfechos y lo dejaban en paz. En esta ocasión funcionó.

—Ahora os dejo, amigos míos. He de volver a cruzar esta jungla humana para regresar a mi asiento, en la cuarta fila. —Blama matizó con orgullo la zona en la que se acomodaba—. Ha sido un gran placer para mí conversar contigo, Bard. A la conclusión del combate espero poder invitaros a ti y al Campeón a una copa del mejor vino, si es que el resto de sus admiradores lo permite —añadió con una sonrisa complaciente.

Y tras despedirse, comenzó su torpe descenso a través de la maraña de espectadores.

—Éste te ha llamado «Bard» —comentó Résbert, un enjuto segador al que Berd conocía desde hacía más de quince años.

—Si se esfuman rápido pueden llamarme como quieran —gruñó Berd cruzándose de brazos. En breve empezaría el combate y estaba más nervioso que nunca.

El Mariscal Hígemtar Dashtalian presidía Los Juegos acompañado por su joven esposa y su hermano menor. Llamaba la atención la ausencia del Cónsul estando en juego el título de Campeón de la provincia. Según decían se hallaba de visita diplomática en el vecino Rex-Preval, acompañado por la Dama Lehelia.

A una señal de Hígemtar, el Maestro de Ceremonias Tarharied procedió a las presentaciones.

—¡Ciudadanos de Vardanire! ¡En esta jornada gloriosa, el mismo Cónsul ha cedido su asiento al Grande que Todo lo Ve para que sea testigo directo del grandioso espectáculo que nos espera! —El hombrecillo hizo una pequeña pausa para deleitarse con los alaridos apasionados del público—. ¡En este día contemplaremos la forja de una leyenda! ¡Dos guerreros, cuyos nombres son ya temidos incluso más allá de las Aguas del Sur, compiten por saber cuál de ellos se asemeja más a un dios! ¡Hombres, tomad buena nota de vuestras infinitas carencias! ¡Mujeres, contened vuestros instintos con recato!

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