—Cáscaras vacías. —Fardi miraba a su alrededor con desprecio—. Quisiera ver si todo esto es capaz de mantenerse en pie cien o doscientos años más.
Los enanos estaban considerados los mejores constructores de todo El Continente. De hecho, los gigantescos torreones del Consulado los levantaron Maestros Albañiles de Higurn, mucho antes de La Gran Guerra y de que Hánderni el Viajero limpiase de arrapaceros las montañas de Risco Abierto. Databan de la época en la que se construyó el gran puente que atravesaba el Mar de la Herida y eran muy anteriores al Imperio.
Herdi Hérdierk sólo tenía noventa y tres años pero podía jactarse de ser el mejor albañil de toda La Cantera. Pertenecía a una familia de prestigiosos constructores y su padre, Herdi el Viejo, fue quien levantó la muralla que protegía la entrada al pequeño reino bajo las montañas.
El joven sentía un poco de envidia de lo que se alzaba a su alrededor. Los enanos eran pragmáticos hasta el extremo. Poco tenían que ver sus sobrias edificaciones de ángulos rectos y carentes de ornamento con los hermosos palacetes repletos de arcos, columnas cilíndricas y elaborada decoración que levantaban aquellos humanos. Era una realidad incuestionable que en su pueblo no abundaba la imaginación; consistencia y equilibrio eran las premisas que seguían en todos sus trabajos y otras consideraciones, como la belleza o la armonía, no merecían invertir un segundo de su valioso tiempo. Tenían fama de ser duros como rocas y sus molleras eran el ejemplo más evidente.
Herdi era un poco diferente a los demás en ese aspecto. En aquel momento lamentaba no haber traído el macuto donde guardaba sus enseres de dibujo, aunque hubiese resultado indecoroso desfilar con él al hombro, siendo como era parte de la guardia del Capataz. Pese a la incomodidad de la armadura y a la interferencia en su trabajo que suponía aquel viaje, el enano sonreía. Empezaba a estar muy satisfecho de su visita a Vardanire.
Brani Hándernierk montaba su poni ondeando el estandarte de La Cantera con orgullo. Cabalgaba junto al carruaje del Intendente Binner, flanqueado a la derecha por sus seis compañeros que formaban una especie de muro de contención acorazado. Liev Binner iba charlando con él, asomado a la ventana del coche. Durante el viaje se habían hecho grandes amigos. El humano lo había puesto al corriente de cómo iban las cosas en la provincia y para su sorpresa, la situación parecía preocupante.
Las cuatro últimas Estaciones de las Lluvias pasaron de largo por Rex-Drebanin. La sequía empezaba a ser acuciante y muchas de las aldeas se estaban quedando desiertas. Los campesinos emigraban a las grandes ciudades en busca de sustento para sus familias y, en opinión de Liev, aquello se iba a traducir en serios desequilibrios que conducirían a una situación de miseria. Los comerciantes se estaban enriqueciendo de un modo desproporcionado con la importación de productos de primera necesidad directamente de Rex-Callantia y Tierras Imperiales; las rutas de comercio marítimo con Rex-Higurn se habían consolidado debido a que los ataques de los piratas urdhonianos eran ya poco frecuentes; al parecer, algo estaba sucediendo más allá de las Aguas del Norte que mantenía ocupados a los Hombres del hielo.
Además, corrían rumores de que un clan sherekag se estaba reagrupando en Rex-Preval, la provincia vecina. Su Cónsul había pedido instrucciones al mismísimo Emperador, que convocó al Congreso para evaluar la situación. Habían pasado meses desde aquello y no parecía que fuese una amenaza seria, aunque Liev Binner no las tenía todas consigo. Bastaba con abrir un poco los ojos para constatar que se avecinaban tiempos difíciles.
—Disingard se extiende a la orilla del Yinstul. Por el momento, el río nos proporciona agua suficiente para regar los campos y las Aguas del Sur buena pesca para las aldeas costeras. Pero casi a diario he de mediar en conflictos entre labradores por cuestiones de regadío y tengo una seria disputa desde hace meses con el Intendente de Juttne; sus pesqueros invaden mi territorio cada vez con más frecuencia. Para añadir un poco de incertidumbre, una cuadrilla de cazadores vino a informarme hace tres días de que habían observado movimientos extraños en Gottra Magghor.
A Brani le resultó intrigante aquel comentario. Gottra Magghor era una cordillera montañosa que se alzaba al sureste de Rex-Drebanin, justo en los límites de Disingard. Según se decía, en ella sólo habitaban lobos y gottren.
—Los gottren llevan sin molestarnos desde que se sometieron a Belvann I en La Gran Guerra —prosiguió Liev—. Pero cuando sopla el mal viento destapa toda la putrefacción que encuentra a su paso y el hedor termina impregnándolo todo. En la última Asamblea de Intendentes, el Cónsul Dashtalian se presentó con una de esas brutales criaturas como guardaespaldas; eso, amigo mío, no es un presagio nada halagador.
Los ciudadanos de Vardanire cedían el paso a la comitiva, mientras hacían comentarios entre ellos y señalaban a los enanos sin ocultar su sorpresa. Los milicianos que la encabezaban blandían las lanzas pavoneándose ante las damas que se iban encontrando. El Sargento Régel sonrió con galantería a un grupo de jovencitas que caminaban cogidas de la mano; la horrorizada reacción de las mozas le recordó que, tras su escarceo con el enano Fardi no estaría en situación de sonreír durante mucho tiempo.
—Dijiste que corrían tiempos complicados en Rex-Drebanin, amigo Liev —comentó el Capataz—. Y por las barbas de Gorontherk que no veo más que mármol y pomposidad por dónde pasamos.
—Oh, no te dejes engañar por ese viejo zorro del Cónsul Dashtalian —dijo Liev con una media sonrisa—. La Calle Principal, que es por dónde transitamos, lleva directamente al Consulado y es la zona rica de Vardanire. De este modo el Cónsul se asegura de que sus visitas quedan impresionadas por la magnificencia de su ciudad. Lo que hay en las calles paralelas te aseguro que es bien distinto y la zona que está tras el palacio, lo que llaman el Distrito de las Ratoneras, es pura cochambre.
Liev le explicaba a Brani lo que se iban encontrando conforme avanzaban; conocía muy bien Vardanire ya que en su juventud residió allí durante algún tiempo. Estudiaba ciencias médicas en la Escuela del Anciano Dalvir, el apotecario más prestigioso de todo El Continente. Aquello no significaba mucho para Brani; los enanos eran inmunes a todas las enfermedades conocidas y sus huesos eran muy resistentes. En La Cantera no había habido jamás un solo médico; cualquiera de ellos podía entablillar un hueso quebrado, desinfectar heridas con cissordin o incluso asistir un parto. Vivían una media de cuatrocientos años y sólo morían por accidente o por vejez.
—A tu izquierda tienes el Templo del Grande que Todo lo Ve y un poco más adelante está el edificio de Cambio de Moneda. —Liev señalaba con la mano en cada dirección—. A la derecha están los joyeros, los armeros y los sastres y después La Posada de la Prosperidad, que es donde nos hospedaremos. Ah, y esa construcción que ves al fondo es el Gran Círculo.
El Intendente no pudo ocultar su repulsa al referirse al edificio dónde acontecían Los Juegos. Durante el viaje había descrito con detalle lo que él calificaba como «la prueba definitiva de que la raza humana es incapaz de convivir pacíficamente».
Esas jornadas de luchas con público se venían celebrando desde hacía nueve años en las ciudades más importantes del Imperio. En su concepción eran peleas sin armas, pero en cuestión de meses se habían transformado en sangrientos espectáculos donde los luchadores portaban desde espadas cortas hasta enormes hachas de guerra. Aunque los combates no eran a muerte las mutilaciones sí eran muy habituales.
Liev pensaba que el público asistente a aquellas exhibiciones de barbarie se iba a limitar a un centenar de brutos sin seso, pero su popularidad fue en aumento y se habían convertido en la principal fuente de diversión de los ciudadanos. Se creó algo llamado La Competición y un día a la semana las ciudades se paralizaban y todo giraba en torno a los combates que se celebraban en los Grandes Círculos. Algunos luchadores ganaban verdaderas fortunas y los más populares eran auténticos ídolos. Alrededor de La Competición orbitaba todo un entramado de apuestas que generaba unos beneficios exorbitados y los luchadores más capaces estaban al servicio de mercaderes y hombres de negocios que los cuidaban como si fuesen caballos Imperiales. Los gestores del Gran Circulo pagaban a los propietarios para disponer de ellos y solían enfrentarlos a pobres infelices que combatían gratis. La máxima de La Competición era que sólo los ganadores cobraban por luchar.
—¿Quieres decir que sólo uno de los dos que salen a combatir recibe compensación?
El mero hecho de que dos miembros del mismo pueblo luchasen sin más motivo que unas monedas le resultaba incomprensible. Pero que uno de ellos lo hiciese a cambio de nada era algo que el Capataz no podía creer.
—Así es —respondió Liev—. Y lo peor de todo es que no faltan lo que llaman aspirantes. En la sesión matinal se siguen celebrando peleas sin armas. No generan tantos beneficios pero tienen bastante aceptación. Los contendientes ganan mucho menos dinero pero en todo caso son pequeñas fortunas para un ciudadano común. Como resultado, la mayor parte de nuestros jóvenes más fuertes participa en La Competición; les basta salir vencedores en un combate para convertirse en los héroes de sus vecinos. Además, cubren los gastos de su familia durante una temporada. Tarde o temprano todos terminan cogiendo un arma y probando suerte en la sesión de tarde.
Brani recordaba estas palabras al pasar junto a un grupo de jóvenes corpulentos que iban corriendo mientras charlaban animadamente. Cuando repararon en los enanos y en sus brillantes armaduras un chico muy alto gritó algo y todos prosiguieron al trote entre carcajadas. El Capataz hizo un gesto a su escolta para que no lo tuviesen en cuenta.
La comitiva se detuvo frente a La Posada de la Prosperidad, un inmenso edificio de cinco pisos de altura que ocupaba toda una manzana. La entrada era un hervidero de carros, criados, bultos y humanos vestidos con ropas ostentosas, a rebosar de anillos, collares y pendientes. La posada solía albergar huéspedes de elevada posición y en los sótanos había una dependencia común habilitada con camastros de paja que estaba destinada a los criados y a los clientes más modestos. Allí dormirían los quince milicianos y la escolta del Capataz.
Un sirviente acompañó a los hombres al sótano y los enanos miraron confundidos a su líder. Brani tomó del hombro a Fardi y a Herdi.
—Amigos, el Intendente Binner dice que es peligroso acampar a la intemperie. Al parecer abundan los salteadores. Vamos a hospedarnos aquí y dormiremos abajo. Adelantaos; yo os acompañaré en breve.
Los enanos bajaron por la escalera refunfuñando y Liev le dio una palmada en el hombro al turbado Capataz.
—No debes preocuparte por ese patán de Régel ni por el resto de mis hombres —le aseguró—. Después de ver cómo las gasta tu Capitán ninguno se atreverá a contrariarlos lo más mínimo. En realidad esos infelices no son soldados. Régel tiene un puesto de hortalizas en el mercado de Disingard y los demás son simples labradores. Como ya te comenté, la maldita Competición se lleva a nuestros mejores jóvenes y apenas cuento con un par de centenares de soldados profesionales, que cobran un sueldo muy generoso por cierto. Prefiero traer conmigo a estos botarates; creo que un buen número de ellos es suficiente disuasión para los salteadores.
—¿Realmente no puedes disponer de hombres más cualificados que estos? —inquirió Brani.
Sus enanos tampoco eran soldados. Fardi, por ejemplo, era herrero. Pero al contrario que los bravucones milicianos, todos eran valientes, disciplinados y manejaban el hacha con suma soltura. En La Cantera no existía un ejército como tal; no había problema que no se solucionase con un buen puñetazo y después un trago de cissordin. Los enanos no eran pendencieros, pero si muy orgullosos y se ofendían con facilidad. Aunque discutían constantemente entre ellos, pocas veces se peleaban. Y hacía siglos que el último arrapacero de Risco Abierto había salido huyendo espantado.
—Ya te dije que en Disingard no tenemos Juegos, amigo mío. Mientras yo sea el Intendente, jamás los habrá. Una de las consecuencias de mi resolución es que cada vez más hombres jóvenes emigran a Juttne, Darnavel o aquí, a Vardanire. Me temo que mis amados conciudadanos pondrán fin a varias generaciones de Binner en la Intendencia en cuanto aparezca cualquiera que prometa construirles un Gran Círculo. En dos años son las elecciones y no espero ganarlas. Sólo me resta conocer el nombre de mi sucesor.
—Por lo que me cuentas, quizá sea alguien más cercano a ti de lo que crees. El Sargento Régel, por ejemplo.
Liev miró al enano con expresión confundida. De inmediato ambos empezaron a reír para terminar llamando la atención de todos los clientes de la posada con sus carcajadas. En ese instante, un sujeto que vestía un fastuoso abrigo de piel de jabalí se acercó a ellos con una sonrisa en el rostro.
—¡Mi buen amigo Liev Binner! —exclamó con una voz ampulosa, rebosante de afectación. Sus ropas desprendían un fuerte olor a perfume y llevaba un anillo enorme en cada uno de los dedos de ambas manos.
Liev le dedicó a Brani una mueca de disgusto, se dio la vuelta con los brazos abiertos y sus labios compusieron una sonrisa igual de aparatosa que la del hombre del abrigo.
—¡Rodl Ragantire! ¡Dichosos los ojos, viejo truhán!
Los dos hombres se fundieron en el abrazo más falso que Brani Hándernierk había visto en sus doscientos treinta y seis años de vida.
—Te presento al Capataz Brani Hándernierk, de la Cantera de Hánderni —exclamó Liev con un entusiasmo exacerbado.
—¡Oh! Es todo un honor. —La dentadura de aquel individuo era tan blanca que no podía ser sino postiza.
—Lo mismo digo —respondió el enano sin mucho entusiasmo.
—Éste es mi viejo amigo el Intendente de Bádervin —anunció Liev Binner en un tono cantarín y empalagoso, que descolocaba por completo a Brani—. Su familia lleva tanto tiempo en la Intendencia como la mía ¡Ya sabes lo que dicen de la mala hierba!
Los dos Intendentes se rieron al unísono con una risa histérica que parecía destinada a que la escuchasen todos los presentes. Ragantire sacó un pañuelo de seda amarillo chillón y empezó a secarse las lágrimas de los ojos con calculada parsimonia.
—Oh, amigo Liev, que grato reencuentro —declamó entre risas—. Hemos reservado una mesa en el salón principal para esta noche; espero que no faltes.