Una pantera hembra se agazapaba bajo el saliente de una colina; protegía con el cuerpo a cuatro cachorros que maullaban desconcertados. El suelo se agrietaba a su alrededor salpicado por una lluvia de tierra y rocas desmenuzadas.
El felino optó por desgarrar de un zarpazo el vientre de uno de ellos. Dos dejaron de maullar, irguieron sus pequeñas orejas y miraron inquisitivos cómo su madre se abalanzaba sobre el cuarto. A éste le arrancó la cabeza de un mordisco.
Distrito de los Segadores, Vardanire
El muchacho se había inscrito en La Competición sin decir nada a sus padres, pero Berd lo supo desde el mismo instante en que firmó la solicitud. De hecho ya llevaba un tiempo temiendo que sucediese.
Leith era un chico responsable y tenía un gran corazón, pero fruto por un lado de su juventud y por otro de su imponente físico, también era vanidoso y pendenciero. Con poco más de diecisiete años, sin que Berd conociese los motivos, se enzarzó en una pelea con dos hombres de más edad; uno de ellos terminó con varias costillas rotas y el otro quedó desfigurado para siempre merced a los puñetazos que su hijo le había propinado. Tuvo que ir a buscarlo a los calabozos del Distrito y para su sorpresa, el chico presentaba un ojo ligeramente amoratado como única secuela del incidente.
Pasó todo un año destinando la mayor parte de su jornal a pagar la multa que le impusieron y Berd sabía que eso lo había marcado. Sostenía que aquellos tipos se merecían la paliza y no entendía que tuviese que estar un año entero trabajando para ellos. Poco tiempo después empezó a hacer comentarios sobre La Competición y el dinero que percibían los luchadores.
Tras calcular que venciendo en un solo combate ganaba más que trabajando tres semanas en el campo, se decidió a inscribirse. Los reclutadores quedaron muy impresionados con sus prestaciones y estaba convencido de que lo harían debutar pronto. Superó todas las pruebas con mucha facilidad y pudo escuchar cómo un tipo de fino bigotillo comentaba con un anciano corpulento que estaban ante el próximo Campeón. Volvía a su casa pensando en todo esto cuando advirtió que su padre lo estaba esperando con las manos apoyadas en el dintel de la puerta.
—¿Dónde has ido al terminar la jornada? No te he visto en la taberna.
—Me he acercado a los establos para ver los caballos —mintió—. Hay un ejemplar nuevo, una hermosa yegua que han traído de Tierras Imperiales y…
—Te han visto en el Gran Círculo.
—Bueno…Después di un paseo por allí.
—Te han visto haciendo las pruebas.
El chico ya no supo que responder y agachó la cabeza, avergonzado.
—Hijo, ya eres todo un hombre. Tu madre y yo sabemos que pronto llegará el día en que nos dejarás y formarás tu propia familia. Te he tenido en mis brazos cuando abultabas lo mismo que un conejo y te he visto crecer fuerte como un roble. Siempre he estado orgulloso de ti pero me decepcionas con tu comportamiento. Me decepcionas mucho.
Leith escuchaba intrigado las palabras de su padre. Percibía en ellas un tono diferente. Le estaba hablando como a un igual por primera vez en su corta vida y aquello lo desconcertaba.
—Un hombre no esconde sus decisiones, hijo —prosiguió Berd—. Las asume, las argumenta y las defiende si es necesario.
—Yo…lo siento, padre…
—¡No me interrumpas!
El muchacho reparó entonces en que Berd era casi tan alto como él. Se fijó en sus manos, grandes y encallecidas, en la anchura de sus hombros y en su cuello, grueso y musculoso como el de un caballo. No lo hacía con admiración como cuando era niño; en esta ocasión su padre le daba miedo.
—Quieres luchar. Quieres ganarte la vida peleando por dinero ¡Y ni siquiera tienes el valor para decírselo a tu propio padre!
Berd parecía fuera de sí. Su rostro se contraía en una mueca salvaje y sus ojos azules brillaban amenazadores. Cogió a Leith por un brazo y con una fuerza prodigiosa lo lanzó dentro de la casa. El chico cayó al suelo, incapaz de mantener el equilibrio; el segador cruzó la puerta y la cerró tras de sí.
—Quieres ser luchador. —Parecía más calmado pero sus ojos seguían brillando con intensidad; sujetó a su hijo por las solapas del jubón y lo levantó del suelo como si fuese un fardo de paja—. Tu madre ha ido a casa de los Feinnier y tardará un buen rato en volver. Luchemos.
Dicho esto le propinó un empujón que lo lanzó al patio y lo derribó de nuevo.
—Levántate.
Berd se aproximaba apretando los dientes y los puños. Con un vigor impensable en un hombre de su edad, agarró al chico por la nuca y lo lanzó al otro extremo del patio. Leith se precipitó hacia delante y cayó de bruces junto al pozo. Sin osar incorporarse, contempló la maciza figura de su adversario. Estaba asustado y confundido ¿Qué pretendía su padre? ¿Qué le pegase?
—¿No eres luchador? ¡Pues lucha, maldita sea!
Berd se lanzó sobre él como un felino salvaje. En apenas un parpadeo dejó caer las rodillas sobre sus hombros, le puso el antebrazo bajo la garganta y asió su muñeca izquierda, retorciéndola con fuerza. Leith gritó de dolor y trató de zafarse con la mano que tenía libre pero los dedos de su padre eran barrotes de acero. Berd mantuvo la presión unos instantes. Finalmente lo soltó y se incorporó dándole la espalda.
—¿Esto es lo que piensas hacer en tu Círculo? ¿Gimotear como un bebé? —exclamó con crueldad. El apacible segador se había transformado en un ser despiadado y violento. Cualquiera se hubiese sorprendido al mirar su cinto y no ver la vaina de una espada balanceándose.
—Eres… mi padre —respondió Leith con la mano a la garganta—. Nunca lucharé contigo.
Berd se dio la vuelta y se quedó observándolo con detenimiento. Tendido en el suelo lo miraba con la misma expresión que cuando de pequeño recibía alguna reprimenda que consideraba injusta; una mirada sin atisbo de odio o rencor, que denotaba sólo la más profunda tristeza.
Sintió en su interior una mezcla de alivio y preocupación. Leith no era un asesino; de haberlo sido hubiese intentado agredirle y en ningún momento lo había hecho. Eso tranquilizaba su alma pero sabía que, sin ese instinto, sería una víctima más de las carnicerías que cada semana se perpetraban en el Gran Círculo.
—¿Sigues queriendo combatir?
—Sí —respondió el muchacho con determinación.
—Entonces tendrás que luchar conmigo, hijo —afirmó Berd con una sonrisa triste—. Tu viejo padre aún puede enseñarte algunas cosas.
Le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse.
—La parte más complicada del asunto será evitar que se entere tu madre.
Distrito de las Ratoneras, Vardanire
El Honesto Blama contemplaba con tristeza el paisaje. La pelea de la noche anterior había sido especialmente violenta y el posadero no veía el modo de recomponer su establecimiento en un tiempo razonable. La mayoría de las jarras de hierro sobrevivieron al altercado pero dudaba que pudiese reunir media docena de vasos en condiciones. La enorme cabeza de oso que daba nombre a la taberna había terminado en las brasas durante la riña; un escandaloso muchacho la descolgó para estampársela en su propia cabeza al Gordo Jiggs.
Como resultado, el oso y el mozo terminaron encajados en el hogar de la chimenea. El camorrista pudo huir con el trasero en llamas pero el plantígrado había permanecido allí chamuscándose durante toda la noche.
Blama buscó donde sentarse pero no encontró ningún taburete que se sostuviera en pie. Cuatro de las pesadas mesas de roble estaban volcadas y el suelo presentaba un mosaico patético de recipientes rotos, trozos de comida aplastados, platos volcados, jirones de ropa y manchas de los más variados líquidos, entre ellos la sangre.
Por un momento sintió nostalgia de la época en la que su padre regentaba
La Cabeza del Oso
. Entonces no era más que un jovenzuelo ingenuo, que servía mesas y pasaba la escoba cuando el local cerraba sus puertas. La calaña de sus clientes no había variado un ápice pero lo que antes eran disputas que se resolvían a puñetazos o con alguna daga de por medio, había degenerado en auténticos combates armados. Rara era la semana en la que no tenía un par de noches conflictivas. En contadas ocasiones los clientes resolvían sus disputas en el descampado que había tras la taberna pero lo habitual era que alguno desenvainara y lanzase una estocada dentro del mismo local. La mayoría de las veces eso ponía fin a la trifulca pero si no tenía tanta suerte, como la noche anterior, veía su negocio transformado en un pequeño campo de batalla. Los muertos y los desperfectos se incrementaban y nadie quería hacerse cargo, por supuesto. En más de una ocasión, él mismo tuvo que cavar las tumbas.
Su calculador cerebro ya empezaba a considerar lo que cobraría si ofreciese un servicio adicional de sepultura cuando la puerta se abrió y el viejo Ejun Wedds entró dando voces.
—¡Blama! ¿Dónde estás, viejo odre agujereado?
—Estoy aquí, imbécil —replicó el tabernero con un gruñido—. Y ahórrame tus alaridos; lo último que necesito ahora es un dolor de cabeza.
—¡Por las sagradas pelotas del Grande! Lo único que ha quedado en pie has sido tú ¿Levrassac otra vez?
—Mucho peor: una manada de jodidos aspirantes. Llegaron ya borrachos y tras la primera ronda estaban dando voces y retando a todo lo que se moviese ¡Esos niñatos mal nacidos no llegaron ni a pagar las consumiciones! —se quejó Blama mientras recogía del suelo un vaso que parecía intacto.
—¿Muertos?
—Tres; el resto huyó, aunque uno perdió un brazo y probablemente haya muerto también. Justo en esa mesa estaban cenando Óvler y el Gordo Jiggs. Todo se hubiera resuelto a puñetazos si a uno de esos jóvenes bastardos no se le hubiese ocurrido desenvainar.
—Bueno, de peores has salido, Honesto Blama. —Ejun le dio una sonora palmada en la espalda—. Además, yo en tu lugar me daría prisa en recomponer este tugurio. Traigo magníficas noticias.
—¿Tu mujer esta preñada de nuevo?
La esposa de Ejun había sido en su juventud una de las prostitutas más populares de la ciudad. El viejo pasó por alto la pulla y continuó su exposición con entusiasmo.
—El Cónsul ha invitado al mismísimo Emperador a la boda de su hijo. Al parecer no va a poder asistir y ni te imaginas lo que le ha ofrecido para compensar su ausencia.
—Vamos, suéltalo ya, maldito carcamal —gruñó el posadero. Lo conocía desde hacía muchos años y conforme envejecía, su percepción de la realidad era más infantil. El disparate más absurdo podía ser motivo de júbilo para aquel saco de huesos.
—¡Igarktu! ¡Igarktu participará en Los Juegos!
Blama no daba crédito a lo que escuchaba. Permaneció unos instantes de pie, mirando fijamente a su viejo compinche que apretaba los puños y sonreía como un niño.
—¿Igarktu luchando en Vardanire? Valiente estupidez.
—¡Y con el título en juego! Te aseguro que es cierto, Blama. Anoche mi hija Willia le hizo un servicio a un guardia del Consulado; esos idiotas sueltan la lengua más de la cuenta cuando follan bien, ya sabes. Hace dos días salió un destacamento hacia Paso de Tiro para recibir al Campeón y escoltarlo hasta Vardanire.
Durante años, Ejun Wedds se había ganado muy bien la vida como alcahuete. Siempre tenía la oreja apuntando en la dirección adecuada para averiguar que ruta seguiría un mercader, el número de hombres que compondrían su escolta y la cantidad de monedas que llevaría consigo. Su pequeño negocio terminó por situarlo como la sabandija número uno de Vardanire al casarse con Heleinna, una afamada meretriz que había decidido retirarse y ceder el testigo a sus seis hijas. Las muchachas, aunque de diferentes padres, eran todas muy hermosas y agraciadas. Entre sus clientes se contaban miembros de la guardia, mercaderes, sacerdotes y en general hombres de la parte limpia de la ciudad. Ellas eran la principal fuente de chismorreos de Ejun, al que solían consultar los peores rufianes y salteadores de la zona.
Por desgracia ya hacía mucho que sus hijas perdieron la juventud y por ende el atractivo. Sólo Willia, la más joven, podía acceder a clientes algo más distinguidos que los borrachos, rateros, mercenarios y demás fauna del Distrito de las Ratoneras. Contaba ya treinta y ocho años pero su esbelto talle y sus voluptuosos senos seguían siendo un reclamo irresistible para la mayoría de los hombres.
La noticia parecía ser cierta y Blama no cabía en sí por la emoción. Igarktu, el invicto Campeón de Campeones, iba a participar en los Juegos que se celebrarían en tres días con motivo de la boda del hijo mayor del Cónsul.
—El Campeón aquí… Es…es extraordinario, viejo chacal.
Como todo hombre que se tuviese por tal, el posadero era un fanático de Los Juegos. Tenía un asiento reservado en una zona muy bien situada del Gran Círculo pero, al contrario que otros conocidos suyos, él no lo alquilaba jamás. Cada semana acudía fielmente al recinto y presenciaba desde la primera pelea sin armas hasta el último y sangriento combate armado. Los Juegos ocupaban una jornada entera; empezaban poco después de la salida del sol y concluían a la puesta, con lo que podía volver a ocuparse de su negocio justo en el momento de mayor afluencia de clientes. De haberse celebrado sesiones nocturnas, el Honesto Blama se hubiese visto en serios apuros para mantener su modo de sustento.
—Supongo que cerrará la jornada y se enfrentará a Vérrac —especuló Ejun—. ¿Te imaginas? Vérrac derrotando al mismísimo Igarktu. Y aquí, en su ciudad.
—Yo no apostaría por Vérrac si fuese tú, amigo mío. —Aunque nunca en su vida había empuñado algo más contundente que un cuchillo de cocina, Blama se consideraba a sí mismo el mayor experto de Rex-Drebanin en combates de La Competición—. Igarktu ha derrotado a luchadores de todo El Continente. En muchas ocasiones ha combatido contra dos y hasta tres adversarios a la vez. Ese mastodonte de Vérrac apenas ha librado quince o dieciséis peleas serias y no tiene técnica alguna de combate más allá de la fuerza bruta. Igarktu lo despacharía con suma facilidad.
—Bueno, quizá Vérrac y otro más. Dahenge, Klúsker… Bah, que más da ¡Abre una botella de ese vino callantiano que escondes y bebamos a la salud del Campeón!
El posadero sacó una botella de debajo del mostrador y la descorchó. Debía ponerse manos a la obra cuanto antes. La boda del hijo del Cónsul era un acontecimiento que atraería a Vardanire a lo más granado de la sociedad de Rex-Drebanin. Junto a ellos acudirían todos los ladrones y bandidos de la zona, dispuestos a pescar algunas bolsas bien repletas. Muchas de las monedas de esas bolsas terminarían en el Distrito de las Ratoneras, bien en el zurrón del posadero de
La Cabeza del Oso
o bien en el escote de alguna de las muchas rameras. Eso sería en apenas tres días.