En alguna ocasión le pidieron cosas extravagantes pero en general eran hombres débiles, de poco aguante y gustos conservadores. Además, la mayoría se inclinaban por los jóvenes musculosos y los que preferían a las mujeres eran escasos. Cuando una prostituta daba con uno, a poco que jugase bien sus cartas tenía un cliente garantizado para mucho tiempo. Aquellos hipócritas hacían voto de castidad y se cuidaban mucho de que sus depravaciones se hicieran públicas; solían tener una única amante y la agasajaban con costosos regalos para comprar su discreción. El mamarracho que la esperaba en la cama con expresión hambrienta era nada menos que un Reverendo.
Willia sonrió para sus adentros; era su noche de suerte. O lo habría sido de no ser por la sombra que cubrió la ventana y oscureció toda la habitación.
El Reverendo soltó un chillido y se cubrió con las sabanas mirando con terror la altísima figura que se alzaba frente a ellos.
—¡No! —exclamó Willia—. No… por favor, Levrassac, éste no…
El intruso se llevo un dedo a la boca para indicarle que se callase y se aproximó al religioso sin aparente prisa; echó atrás la capucha de su capa y dejó al descubierto un rostro de pómulos afilados enmarcado por una mandíbula firme y una frente surcada de arriba abajo por una vena que palpitaba como si tuviese vida propia.
—Si os estáis quieto no os va a doler demasiado, Reverendo. —Susurraba más que hablar y su tono helaba la sangre.
—Pero…Pero… ¿Qué vais a hacer, en nombre del Grande? —El Reverendo escupía cada palabra como si fuese la última que iba a pronunciar—. ¿Sa…sabéis quién soy? Pedid lo que queráis y se os concederá de inmediato pero no me matéis, por favor. —El hombre rompió a llorar—. ¡No me matéis! —repitió.
—Lo que pido son tres mil monedas, Eminencia, pero lamento deciros que se os han adelantado. —Levrassac desenvainó la espada que pendía de su cinto.
Kolian tragó saliva y reconsideró la situación. Iba a morir irremisiblemente si no mantenía la calma y actuaba con inteligencia. De inmediato recuperó la compostura, alzó la cabeza y mirando fijamente al asesino, le espetó con voz firme:
—Si me matas la ira del Grande que Todo lo Ve caerá sobre ti. Quedarás maldito para el resto de tu execrable existencia.
Aquellas palabras pronunciadas con determinación sí que fueron las últimas. Levrassac atravesó el gaznate del Reverendo de una estocada; la punta de la espada se abrió paso a través de la fofa papada del clérigo para reaparecer cubierta de sangre por su rasurada nuca. El asesino se inclinó hasta que su rostro quedó situado frente al de Kolian, que lo miraba con los ojos fuera de sus orbitas.
—Ahora que estáis con él decidle que, si osa acercarse a mí, le pasará lo mismo que a vos —sentenció. Y con sumo cuidado extrajo la espada del cuerpo del Reverendo que empapó la cama de sangre al desplomarse.
Willia se tapaba la boca horrorizada y Levrassac se agachó para recoger un vestido arrugado que lanzó a sus pies con indiferencia.
—Vístete. Si sigo mirando sé que vas a cobrarme.
La prostituta empezó a vestirse con premura. Su cabeza bullía con ideas que se atropellaban unas a otras y le impedían pensar con claridad. ¿Qué iba a hacer ahora? Los criados del Reverendo la trajeron hasta allí y seguro que recordaban su rostro a la perfección. En cuanto se descubriese el cuerpo mandarían a la Guardia en su busca, la encontrarían y decretarían su muerte por ahorcamiento sin tan siquiera un juicio previo. Era una puta que vivía en el Distrito de las Ratoneras; no merecía ser juzgada. Lo más probable era que la torturaran para que revelase el nombre de su cómplice. Nadie podría creer que una mujer de su tamaño fuera capaz de atravesar a un hombre de un espadazo. Eso contando que Levrassac no acabara con ella allí mismo. Para colmo, ni siquiera había cobrado por el servicio.
Dejó el vestido a medio abrochar, se llevó ambas manos al rostro y empezó a llorar.
—Los criados están muertos —dijo Levrassac—. Nadie sabe que has estado aquí.
Como si leyese su mente con una claridad de la que ella carecía en esos momentos, el asesino deslizó su mano en el interior de una pequeña bolsa que llevaba a la cintura, extrajo un puñado de monedas y las dejó sobre el aparador.
—Ahí tienes el equivalente a una noche de trabajo y un poco más por las molestias —añadió sin mirarla. Se cubrió de nuevo el rostro con la capucha, cruzó el cuarto de una zancada y desapareció tan sigilosamente como había aparecido.
Willia se enjugó las lágrimas y miró el dinero. Sorbió por la nariz, terminó de abrocharse el vestido y dejó caer las monedas en el interior de su escote. Salió de la habitación y bajó las escaleras a toda prisa. Al pasar frente al salón principal intuyó en el suelo lo que parecía un charco de sangre y cerró los ojos sin querer ver más.
Cautelosa como una ardilla, abrió la pesada puerta y asomó la cabeza. No se veía a nadie. Se cubrió con su mantón, salió a la calle y empezó a caminar con paso rápido. Apenas había avanzado cuando cambió de opinión y se puso a correr. Y ya no se detuvo hasta que, totalmente extenuada, llegó a la puerta de su casa.
Algún lugar de la frontera Vardanire-Disingard
—Te digo que es un estúpido, Régel; ha salido a la familia de mi mujer. Imagina que mi cuñado no fue capaz de ensillar un caballo hasta después de casarse, el maldito inútil. Mi hijo lleva la incompetencia en la sangre.
—¡Bah! No te preocupes tanto, Dúller. El muchacho es fuerte como un buey, seguro que… Pero… ¿qué demonios es ese resplandor?
Los dos milicianos se miraron sorprendidos y detuvieron sus caballos. El llamado Régel alzó un brazo y ordenó el alto al resto de sus hombres; se habían adelantado más de la cuenta y aquel sitio era tan bueno como cualquier otro para esperar al carruaje. Además, le asaltaba la curiosidad ante la pintoresca escena de la que estaban siendo testigos.
—Por El Grande… ¡Son enanos! —exclamó un soldado de la segunda fila.
Atravesando la estepa se aproximaba un grupo de siete enanos vestidos con armaduras. Uno de ellos portaba un gran estandarte y montaba un poni peludo mientras el resto iba a pie, desfilando al modo marcial. Marcaban el paso con firmeza y llevaban al hombro grandes hachas de guerra, tan pulidas y brillantes como el resto de su equipamiento. Los yelmos les cubrían por completo la cabeza y sólo quedaban a la vista sus barbas hasta la cintura. El jinete adornaba su casco con dos enormes cuernos de ciervo. Régel se llevó la mano al vientre sin poder contener la risa.
—¡Fijaos, amigos! Los tejones nos han declarado la guerra.
Todos rieron al unísono. Los enanos vivían al oeste y rara vez eran vistos tan lejos de su montaña; de hecho ninguno de los milicianos de la compañía se había topado jamás con miembro alguno de aquella raza.
Continuaron haciendo bromas mientras el pequeño grupo acorazado se aproximaba a su posición. Cuando los alcanzaron, el jinete levantó el estandarte y todos se detuvieron firmes, en idéntica pose. Uno de ellos se dirigió con paso seguro hacia los milicianos y cuando estuvo frente a ellos, se dio un golpe en la coraza con su puño enguantado.
—Os saludo, humanos —dijo con voz solemne—. Soy Fardi Tródinerk, Primer Capitán de la Guardia de Brani Hándernierk, Gran Capataz de la Cantera de Hánderni. Celebro que estéis de tan buen humor, señal de que vuestro viaje está siendo grato.
—¿Cómo dices, enano? —le interrumpió Régel.
—Os decía que soy Fardi Tródinerk, Primer Capitán de…
—Un momento, amigo. No te oigo desde aquí arriba.
Régel volvió a interrumpirle al tiempo que con la mano le hacía un gesto de confusión. Desmontó con exagerada parsimonia y se acercó remoloneando al enano, que le llegaba a la altura del pecho. Una vez frente a él, se quedó observándolo con detenimiento.
—Veamos… ¡Ya lo tengo! —Chasqueó los dedos y a uno de los milicianos se le escapó una risita.
Régel se fue encorvando lentamente; cuando ambas cabezas quedaron a la misma altura, se llevó la mano a la oreja y le espetó a su desconcertado interlocutor:
—Así está mucho mejor. Repíteme ahora qué es lo que querías, amiguito.
El pelotón al completo estalló en una sonora carcajada. Se daban palmadas entre ellos y señalaban con guasa al grupo de enanos. Régel se agachaba y se incorporaba sacando la lengua, lo cual provocaba que las risas fueran en aumento.
Fardi Tródinerk miró al jinete que portaba el estandarte y éste le hizo un leve gesto con la cabeza. Antes de que Régel supiese que estaba sucediendo, el capitán enano soltó el hacha y le agarró los testículos con tal fuerza que, aunque abrió la boca todo lo que su mandíbula se lo permitía, no logró emitir sonido alguno. Sin dejar de sujetarlos, asió con la otra mano el jubón del miliciano y de un solo impulso lo lanzó hacia una enorme roca al borde del camino.
Régel vio la piedra aproximarse a gran velocidad para impactar contra su rostro. Tras unos segundos en los que el mundo pareció resquebrajarse, cayó al suelo de bruces. Fue entonces cuando logró articular un gemido de dolor que hizo estremecer a sus mudos compañeros.
En ese mismo instante, un carruaje tirado por dos caballos irrumpió en medio de la escena y el conductor lo detuvo a escasa distancia del magullado miliciano. Una de las puertas se abrió y un hombre delgado vestido con caros ropajes descendió a toda prisa. Tenía el cabello corto y sembrado de canas brillantes. Una barbita igualmente recortada y canosa pendía de su barbilla.
—¡Basta ya, por El Grande! —exclamó—. Sargento Régel, ¿qué está sucediendo aquí?
El sargento seguía tendido boca abajo; en la roca se apreciaban pequeñas salpicaduras de sangre y podían verse un buen número de dientes desperdigados a su alrededor. Por toda respuesta, se llevó las manos a la entrepierna y profirió otro espeluznante quejido. Una muela descendió rebotando por su jubón para reunirse sobre el suelo con sus compañeras.
Los ojos del hombre del carruaje apuntaron hacia los milicianos, pero ninguno sostuvo su escrutinio y mucho menos se atrevió a responder.
El enano del yelmo astado espoleó con suavidad al poni, que trotó hasta situarse justo frente al humano. Ambos se observaron durante unos segundos hasta que, visiblemente consternado, el recién llegado habló.
—Soy Liev Binner, Intendente de Disingard. Permitidme que os presente las más sentidas disculpas de mi parte y de la de mis hombres. Asumo que, sea cual sea la causa del incidente, el estado en el que ha quedado mi sargento contribuirá en buena medida a subsanar la ofensa.
—Tened por seguro que ese impertinente no está sino recogiendo el fruto de su atrevimiento —respondió el enano.
Régel se había incorporado y trataba de recuperar sus dientes del suelo. Esta vez fueron los enanos los que rieron a carcajadas.
—Vuestras palabras denotan que no sois merecedor de tan indignos subordinados —continuó—. Tanto mi Capitán como yo mismo aceptamos de buen grado vuestras disculpas y consideramos zanjado el incidente.
Liev Binner estudió el formidable estandarte que blandía su interlocutor. Era un telar del tamaño de un hombre, adornado por gruesas maromas de esparto teñidas del color de la madera barnizada. Sobre la tela, de un tono similar pero algo más oscuro, se veía la silueta de un enano bordada con hilo dorado. Empuñaba con ambas manos un martillo, en disposición de dejarlo caer sobre una roca tejida con el mismo material. Coronando la cabeza de la figura, con grandes letras de trazo sencillo, podía leerse «Rex-Drebanin». Una ocupaba todo el lado derecho del tapiz. El intendente volvió a hender con la mirada los ojos de cada uno de sus hombres y finalmente ordenó con voz firme:
—¡Soldados de Disingard! ¡Saludad con los honores que merece al Gran Capataz de La Cantera de Hánderni!
Con un entusiasmo que revelaba su alivio, los soldados levantaron los escudos y gritaron al unísono:
—¡Larga vida al Honorable!
El Capataz inclinó la cabeza en señal de reconocimiento. Sus enanos lo imitaron, incluido Fardi que no parecía del todo satisfecho. Dos patadas en las costillas de aquel fantoche no hubiesen estado de más.
—¿Puedo preguntaros vuestro nombre? —inquirió el Intendente—. Hace mucho que no nos llegan noticias de Risco Abierto. Sé que el Capataz Volgi falleció, pero no tengo el placer de conocer a su indudablemente digno sucesor.
—Soy Brani Hándernierk, segundo de los hijos del Gran Volgi.
En verdad, las relaciones de su pueblo con el resto de Rex-Drebanin habían sido prácticamente nulas desde que Brani Hándernierk heredó su cargo. Pese a su modesto nombre, La Cantera de Hánderni no era sino un pequeño reino excavado bajo las montañas de Risco Abierto. En él habitaban más de mil familias de mineros, albañiles, tallistas, carpinteros, curtidores, herreros y toda suerte de oficios artesanales.
Antaño, abastecían de piedra y carbón mineral a los cercanos territorios de Hiristia, Darnavel, Juttne o Disingard y sus habilidosos herreros fabricaban por encargo armaduras y armas que sólo podían permitirse los ciudadanos más acaudalados. Si bien era extraño ver enanos en las ciudades, la afluencia de carromatos que recorrían las rutas que llevaban a Risco Abierto era constante. Cada semana, decenas de constructores visitaban las montañas en busca de granito, caliza, pizarra o mármol y los más reconocidos joyeros, venidos incluso de Bádervin o Gressite, acudían con regularidad para adquirir gemas, talladas o por tallar.
Pero durante los noventa y seis años transcurridos desde que Volgi Hándernierk falleciese, apenas habían tenido visitas. De la última hacía ya más de cuatro décadas, que habían pasado sin que tuviesen más que escuetas noticias de lo que sucedía en el resto del Continente.
—¿A dónde os dirigís, noble Brani? —preguntó el Intendente Binner—. Por vuestro atuendo se diría que os disponéis a librar un cruento combate.
En verdad, el acorazado aspecto de los enanos se antojaba excesivo fuera de un campo de batalla. Se habían aplicado en pulir las armas y armaduras con su rigurosidad habitual. Como resultado emitían un resplandor que deslumbraba a todos cuantos les rodeaban y resultaba bastante molesto. A primera vista podían resultar un tanto cómicos aquellos hombrecillos cubiertos de metal, pero bastaba con fijarse en las afiladas hachas y en las manos que las blandían para constatar por qué la infantería enana fue pieza clave del ejército de La Coalición durante La Gran Guerra.