«La estupidez de mis hombres carece de límites», concluyó resignado Liev Binner.
—Al contrario, Intendente —respondió Brani—. Estas armaduras pertenecen a nuestras familias desde tiempos inmemoriales y las llevamos con un fin ceremonial. Nos dirigimos a Vardanire con motivo de los esponsales del hijo del Cónsul.
—¡Oh! ¿Habéis sido invitado? —Liev no podía ocultar su sorpresa.
—Así es —repuso el enano con un deje de recelo. El Intendente parecía un hombre de honor pero recordaba perfectamente el mezquino carácter de los humanos. Su padre lo había instruido muy bien sobre aquella curiosa raza que siendo la más joven había terminado por ser la más numerosa y la que gobernaba El Continente.
«Prestadles ayuda si la merecen, pues así consta en nuestros tratados. Haced negocios y aprended sus costumbres, si lo deseáis. Pero nunca, bajo ningún concepto, confiéis en ellos del todo. Los humanos no son un pueblo. Son un conjunto de individuos tan distintos entre sí como una liebre y una serpiente.»
—Os he ofendido y lo siento —se disculpó Binner como si le leyese la mente—. Ruego me perdonéis una vez más pero me resulta curioso que el Cónsul Dashtalian os invite a la boda de su hijo. Durante décadas ha prescindido de vos y los vuestros en las Asambleas. En los treinta y cinco años que llevo en la Intendencia, nunca el pueblo de La Cantera ha estado presente en la toma de las decisiones que han afectado a nuestra provincia. Me consta en cambio que vuestro padre era un habitual. Por lo visto llegó a forjar una buena amistad con mi abuelo merced a la coincidencia de sus posturas.
—¿Sois nieto de Thierd Binner?
—En efecto. Veo que habéis oído hablar de él.
Cuando Brani y sus hermanos eran jóvenes conocieron a Thierd Binner. El Capataz Volgi siempre lo recibía con una gran sonrisa y se refería a él indistintamente como «mi buen amigo» o como «grandísimo hijo de una cabra», ambas expresiones dichas siempre con efusividad y aprecio.
—El Cónsul no interfiere en lo que acontezca en nuestro reino; no veo razón para que nosotros obremos de modo distinto en lo que concierna al resto de la provincia. Y vuestro abuelo fue un gran hombre, al que tuve el honor de conocer.
—Os envidio por ambas cosas. Murió siendo yo muy niño y apenas le recuerdo. Amigo, hacedme el honor de compartir mi carruaje ya que también compartimos destino. Al igual que el resto de Intendentes de Rex-Drebanin, estoy invitado a la ceremonia. Será un placer para mí escuchar las nuevas de vuestro pueblo y poneros al corriente de cuál es la situación en el nuestro.
Brani descendió del poni y se despojó del yelmo. Fardi se le acercó con expresión desconfiada.
—Quizá no deberías aceptar el ofrecimiento, Brani. No tenemos deseo alguno de compartir viaje con esa chusma. —Señaló con la cabeza a los milicianos, que se mantenían en silencio con una expresión bovina en sus rostros.
—Capitán, tú y tus guerreros caminareis al lado del carruaje —ordenó el Capataz, mientras le cedía el estandarte y la brida de su montura—. Y tenéis mi permiso para proceder como creáis oportuno si alguno de estos humanos decide comportarse de un modo inadecuado —añadió con tono socarrón.
—¡También contáis con el mío, Capitán! —Liev Binner habló en voz bien alta para que todos sus hombres se apercibieran de la situación.
Tras dedicar una mirada de desprecio a los milicianos, Fardi se reunió con sus compañeros llevando al poni de la brida y manteniendo bien erguido el estandarte. Todos permanecieron firmes, a la espera de órdenes.
—Bien hecho, Fardi —comentó un enano de barba rubia—. Esos mentecatos no olvidarán lo que implica ofender al pueblo de La Cantera.
—Dicen que Vardanire es una de las ciudades más grandes del Continente, Herdi. Espero que no todos sus habitantes sean mentecatos.
A una orden del Intendente, la comitiva se puso en movimiento. El sargento Régel iba en cabeza y desde su posición saludó a los enanos con un gesto de disculpa. Su sonrisa dejaba a la vista un diente amarillento y solitario.
Pantanos de La Herida, Rex-Preval
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
Vramkha no podía ver cuántos de los suyos estaban vitoreando. A juzgar por lo que oía, debían de ser todos. El combate se había resuelto mucho antes de lo esperado; una victoria rápida, salvaje y rotunda.
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
Entre el clamor le pareció distinguir la atronadora voz de Noggkha; su esposa era capaz de gritar mucho más fuerte que cualquier macho. Si estaba excitada como en ese momento, se dejaba oír por encima del trueno más ensordecedor de la tormenta más implacable. Había optado por llevársela lejos del poblado cada vez que se la follaba, harto de las miradas sarcásticas y las chanzas en voz baja de sus guerreros.
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
El griterío aumentaba en intensidad y Vramkha ya no podía identificar voz alguna. Querían la cabeza; no cesarían de bramar hasta que la tuviesen.
El gigantesco guerrero había resultado ser un rival formidable. Muy fuerte, más fuerte que Messkha el Desollador, que Spromkha Dosmuertes o que cualquier otro al que Vramkha se hubiese enfrentado. Manejaba aquella hacha descomunal como si fuese la rama seca de un árbol y cada uno de sus golpes era más contundente que el anterior.
El Imbatible, lo llamaban.
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
Sus guerreros se impacientaban.
Intentó limpiarse la sangre que se deslizaba por su frente y se le metía en los ojos pero fue incapaz. De repente lo recordó y volvió el rostro hacia su derecha.
Allí estaba. Seguía sosteniendo la espada con fuerza.
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
Tendría que hacerlo con la izquierda… aunque quizá no fuese necesario.
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!».
Vramkha levantó la vista para constatarlo: no iba a ser necesario.
Una enorme figura se erguía sobre él y el filo ensangrentado de un hacha monstruosa descendía hacia su…
«¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cab…!».
Distrito de los Artesanos, Vardanire
El mercenario embistió una última vez. Pasados unos instantes se incorporó y se encaminó hacia la jofaina de cobre para lavarse. Cuando hubo terminado empezó a vestirse.
Willia seguía tumbada en la cama, tratando por todos los medios de disimular sus temblores. Dainar sabía muy bien lo que hacía pero nunca terminaba; era de los pocos clientes con los que no solía fingir. Se hubiese terminado ella misma pero se lo impedía el orgullo así que cruzó las piernas y exhaló aire poco a poco. Después se recostó en el catre del modo más sensual que sabía, en un intento de excitar de nuevo al asesino. No lo consiguió.
—¿Puedo vestirme?
—Haz lo que te plazca.
Dainar se había sentado en la cama para ponerse las botas; todavía tenía el torso desnudo y Willia intentó una última argucia. Se le abrazó apretando los pechos contra su espalda y le lamió el cuello. Él la apartó de un manotazo y se levantó para ponerse el perpunte. La prostituta se echó a reír.
—Hoy tienes mucha prisa, Dainar el Muerto —dijo al tiempo que se incorporaba; se paseó por la habitación antes de empezar a vestirse pero el mercenario ni la miró—. ¿Puedo saber a qué se debe?
Al escuchar la pregunta se dio la vuelta y se quedó observándola con su único ojo; tenía por costumbre quitarse el otro cuando follaba. Willia había llegado a la conclusión de que lo excitaba la reacción de las mujeres ante aquella cuenca oscura y hueca. Ella misma se sintió un poco confusa la primera vez pero tras varios servicios ya ni se fijaba. En realidad, aquel agujero era lo menos terrible de Dainar el Muerto.
—Sé a qué se dedica tu familia, puta. Y aunque no lo supiese, te he traído aquí a joder, no a conversar. —Sacó unas monedas de una bolsita de piel y las lanzó sobre la cama—. Coge tu dinero y márchate.
Willia se cubrió con el camisón de lino pero antes de ponerse el vestido recogió las monedas. La ceñida prenda realzaba sus formas y no era la primera vez que un cliente cambiaba de opinión y se abalanzaba sobre ella cuando ya parecía satisfecho. En ocasiones se lo arrancaban pero su madre era una experta en zurcir desgarrones. Aquel camisón tenía unos cuantos y no podía permitirse comprar otro.
Dainar se había colocado la cota de malla y se estaba anudando el cinto, espada incluida. Aquello había terminado.
—Sé que te gusta cómo trabajo —dijo zalamera—. ¿Por qué entonces eres tan brusco conmigo? Tus hombres son mucho más locuaces y…
El mercenario cruzó la habitación de un paso, la cogió del cuello con una mano y la estampó contra la pared. Willia notaba las uñas clavándose en su piel y empezaba a hervirle la cabeza. Dainar se había colocado el diamante que sustituía a su ojo perdido; su mirada sólo transmitía muerte.
—Dime qué sabes.
—Volvéis… a… Tierras Imperiales… —Apenas podía hablar—. No…sé…más.
El asesino escrutaba sus ojos con el suyo y el diamante reflejaba el rostro enrojecido de la prostituta en centenares de pequeñas imágenes distorsionadas. Cuando concluyó que no sabía nada más la soltó y se desentendió de ella por completo.
Willia se llevaba las manos a la garganta; de un momento a otro tosería y recuperaría el ritmo de su respiración. Era la primera vez que se comportaba con ella de un modo violento; se limitaba a follarla, con bastante habilidad por cierto, pero su comportamiento era frío y distante. Hacía honor a su apodo.
Cuando llegaron las toses Dainar ya se había prendido el broche de la capa y estaba en el umbral de la puerta.
—Eres bonita y lo haces bien pero sí algún día tengo un incidente por tu culpa, os mataré a ti, a tus hermanas y a ese pellejo que llamas padre. —Dicho esto se marchó con la larga capa y la melena negra ondeando a su espalda.
Odiaba a los mercenarios. El Muerto era el único con el que no le resultaba repugnante joder, pero aquello cambiaba las cosas. Otras veces la habían abofeteado y dado algún puñetazo; un prevaliano borracho llegó a amenazarla con un cuchillo y algunos se habían marchado sin pagarle pero nunca hasta entonces había temido por su vida. Se puso el vestido, se ajustó el escote y abandonó la posada con expresión taciturna. Decidió encaminarse a los alrededores del templo; quizá tuviese suerte y encontrase algún sacerdote con ganas de divertirse.
En ese instante recordó el cuerpo trinchado del Reverendo Kolian y la invadió la ira. Malditos mercenarios.
Consulado Imperial, Vardanire
El anciano mojó la pluma en el tintero y la sostuvo en el aire durante unos instantes. Tras meditarlo, cambió de opinión y la limpió con un pañuelo manchado. Tomó en sus manos el pergamino y lo releyó línea por línea. Satisfecho, acercó el escrito a la vela y lo mantuvo cerca de la lumbre. Cuando la tinta se hubo secado lo fue enrollando hasta formar un cilindro que anudó con un cordel de fibras de lino.
Se incorporó, caminó hacia la ventana y abrió el pórtico. Permaneció un instante mirando el cielo con gesto grave. Las estrellas y la luna llena hacían lo que podían, pero el firmamento seguía siendo una masa de negrura infinita que se cernía amenazadora sobre la tierra. Intentó desterrar de su mente tan funestas conclusiones pero no lo consiguió.
Apesadumbrado, levantó su brazo derecho y movió la mano hasta que la luz de la luna se reflejó en la pequeña gema engarzada en su anillo. La joya emitió un leve destello de luz verde. Luego otro, un poco más intenso.
El hombre bajó el brazo, lo apoyó sobre el alféizar interior de la ventana y esperó.
Al poco, distinguió una silueta alada que se recortaba sobre la luna. La figura se fue aproximando hasta tornarse una lechuza de color blanco marfil que se posó con elegancia en la cornisa del ventanal. El ave plegó sus alas, giró la cabeza y se quedó mirando al hombre triste.
—Las peores noticias, pequeña amiga.
El anciano acercó el pergamino a la lechuza que lo cogió con una de sus garras.
—Ve.
El ave movió la cabeza hacía la derecha y después hacia la izquierda, sin apartar la vista del hombre triste. Cuando lo consideró oportuno levantó el vuelo.
Sobrevoló el Distrito de las Ratoneras y el de los Segadores, para luego abandonar Vardanire a gran velocidad. De súbito, dio un brusco giro hacia el Sur y empezó a planear sobre un grupo de viajeros acampados a unas millas de distancia. Los observó con interés. Humanos y enanos viajando juntos. Inaudito. Tras dar un par de vueltas sobre ellos y una vez satisfecha su curiosidad, emitió un graznido y emprendió el vuelo hacia las Aguas del Este.
El anciano siguió al ave con la mirada hasta que la claridad de la luna la engulló. Con paso cansado se dirigió al camastro y se dejó caer sobre él.
—Que Aelinnie nos asista a todos —murmuró.
Sabía de antemano que esa noche tampoco podría conciliar el sueño.
Vardanire
La mayoría de visitantes recordaban durante el resto de sus vidas la primera vez que cruzaban las puertas de Vardanire.
En el centro de las altas murallas de granito gris, un majestuoso arco de medio punto enmarcaba dos portones de roble blanco de unas dimensiones a todas luces exageradas. Herdi calculó que treinta hombres alineados con los brazos en cruz podrían atravesarla al mismo tiempo y aún así, sobraría espacio a ambos extremos. El enano observó las tareas de enlucido de las dovelas por parte de un grupo de tallistas encaramados en andamios que le parecieron bastante firmes. Se ocupaban de que cada una de las nueve letras en relieve que componían el nombre de la ciudad resultaran legibles para todos los que transitaban ochenta pies más abajo.
Al cruzar los muros lo primero que se veía en el horizonte era el Consulado Imperial, flanqueado por dos torreones descomunales, de una altura que Herdi calculó entre doscientos noventa y cinco y trescientos pies. Una amplia avenida embaldosada conducía desde las puertas de la ciudad hasta el Palacio del Cónsul; a ambos lados de la calle se alzaban estilizados edificios con fachadas alicatadas de mármol y engalanadas con elaborados frisos, relieves de yeso pintados y mosaicos de cuarzo. Casi todos tenían un pequeño jardín cercando el patio, con alguna fuente y una o varias estatuas también de mármol.
—Los larguiruchos tienen más talento para construir de lo que esperaba —comentó Herdi con admiración.
—Tu padre te daría un buen pescozón si te escuchase hablar así, joven Hérdierk —repuso el viejo Grodi.