—Será mejor que vengas conmigo —dijo Levrassac.
—Ya me extrañaba tanta generosidad. —Willia se quitó el sombrero y lo lanzó al otro extremo de la habitación—. Tengo mi propio catre y te puedes cobrar el servicio aquí mismo. Quédate a dormir, si quieres; según dices te debo tres vidas y no tienes pinta de ser fácil de contentar —añadió con malicia.
—Me basta con tu sincero agradecimiento —repuso el asesino con ironía—. Por lo demás, si quieres vivir, tendrás que venir conmigo.
—¿Pero, en qué lío se ha metido nuestra niña? —preguntó Ejun.
—Desde hace unas noches es la mujer más buscada de todo Rex-Drebanin. Estaba donde no debía, cuando no debía y con quién no debía. Que ella misma nos lo cuente, si no le importuna, por supuesto. —El asesino hizo una reverencia burlona.
—Parece que tú también estuviste allí —dijo Willia—. Infinitas gracias, mercenario, por mirar y no hacer nada.
—No insistiré más, señorita Wedds, pero si decides seguir en la ciudad no será con vida; al menos, no por mucho tiempo. El rubio te está buscando y no se detendrá hasta encontrarte. Le has dejado un bonito recuerdo en la cara y me temo que tiene intención de devolvértelo con creces.
Willia recordó entonces las palabras que escupió el Capitán Estreigerd mientras se cubría el rostro con las manos. También le vinieron a la mente otras escenas y otras historias con el mismo protagonista.
—De…de acuerdo —balbuceó—. Voy a cambiarme.
Cogió un fardo de ropa, se dirigió a su cuarto y cerró la puerta mientras su madre miraba con repugnancia los dos cadáveres.
—Por lo menos nos ayudaras a deshacernos de esta porquería ¿no? —inquirió la anciana.
—No toquéis nada —respondió el asesino—. Llamad a la Guardia, contadles lo que ha sucedido y decidles que vuestra hija se ha marchado conmigo; darán parte y os dejarán en paz. Si no lo hacéis vendrán otros a buscarla y os matarán si no reveláis su paradero.
—Ya que lo mencionas, no esperarás que te permita llevártela así, sin más. Mi Willia es la principal fuente de ingresos de esta casa y…
—Morirá si se queda en Vardanire, Heleinna; no te quepa duda. Y no puedo deciros dónde la llevo sin ponernos en peligro.
—No insinuarás que somos capaces de vender a nuestra propia hija —repuso indignada la mujer.
—No, pero en las mazmorras del consulado están convencidos de que sí. Allí trabajan un par de tipos que se dedican a demostrar esas cosas con artilugios de hierro. Espero que no tengáis ocasión de conocerlos.
Ejun tragó saliva con tanta energía que pareció que la nuez iba a atravesarle el cuello.
—Lo mejor es que no sepáis nada. Vuestra hija está involucrada en un tema peligroso.
Willia entró de nuevo en la habitación. Llevaba una blusa color canela y un jubón de cuero de manga corta, a los que por simple costumbre desabrochó los cuatro primeros botones para dejar a la vista su bonito escote. Se había puesto unos pantalones y unas botas de caza. Al cinto llevaba una daga corta y sujetaba con la mano un hatillo que pendía de su espalda.
—Cuando quieras podemos marcharnos —dijo con determinación.
Levrassac abrió la puerta y le hizo una graciosa reverencia con el brazo.
Willia se despidió de los ancianos y rechazó unas monedas que Ejun le ofrecía con su mano temblorosa.
—Despedidme de esas zorras. Y guarda eso, padre; mi protector se ocupará de mantenerme, ¿no es así? —La prostituta pronunciaba en el mismo tono las palabras «protector» y «mercenario».
Levrassac le indicó con la cabeza que saliese y Willia cruzó la puerta con su habitual contoneo de caderas. Su figura resultaba aún más provocativa con ese atuendo y no necesitaba que nadie se lo dijese. El asesino se disponía a seguirla cuando Heleinnia lo sujetó por la capa.
—Cuida de mi niña donde quiera que la lleves. Yo siempre tuve otros planes para ella, ¿sabes? —La anciana tenía los ojos llenos de lágrimas—. El maldito destino insiste en decidir por nosotros; espero que a partir de ahora sea más benevolente.
Levrassac se quedo observándola con indiferencia.
—El destino pierde mucha capacidad de decisión cuando se encuentra con esto.
Mostró su espada a los ancianos y salió por la puerta en silencio.
Ejun abrazó a su mujer y le dio un beso en la mejilla. Willia era la única hija que tenían en común; eran ya muy ancianos y sentían como si un pedazo de ambos saliese por la puerta para no volver.
—Buen mozo —dijo Heleinna—. Pero demasiado alto, ¿no te parece?
Cantera de Hánderni
—¿Kardi Húgonierk también se ha marchado? —preguntó Brani.
—Ayer por la mañana, con su esposa y sus cinco hijos —respondió Fardi—. Tali Dégierk, su cuñado Fobi y sus hijos Gudi y Vacenti acaban de partir.
El Capataz no cesaba de dar vueltas al presentimiento de que su pueblo corría peligro; casi todos se habían trasladado a Dahaun y si La Cantera sufriese un ataque apenas contaba con mil enanos adultos para defenderla.
En principio debían ser más que suficientes. El reino subterráneo que fundó su abuelo era un complejo entramado de pasillos y galerías que se internaba a través de la montaña. Dos inmensas losas de piedra con un sistema de cerrojos interiores ejercían de puertas de entrada; una vez cerradas, nada de este mundo podía atravesarlas. La muralla que las enmarcaba la levantó el padre de Herdi y se componía de bloques de granito, sumamente pesados y perfectamente ensamblados. Haría falta un asedio de meses, con decenas de catapultas lanzando proyectiles para llegar siquiera a mellar su superficie.
La Cantera de Hánderni era un fortín y sólo un demente intentaría asaltarla, pero Brani no podía dormir desde que recibió la carta póstuma de Liev Binner.
Aunque en Risco Abierto estaban a salvo, la mayor parte de su pueblo se encontraba acampado a la intemperie y apenas protegido por empalizadas de madera. Le constaba que el Intendente Fesserite era un hombre peligroso y pensar que sus enanos estaban en sus dominios le provocaba un vacío en el estomago ¿Se habría precipitado al aceptar el encargo del Cónsul? ¿Debía mandar mensajeros a Dahaun con la orden de regreso?
En ese instante estaba sentado a una mesa compartiendo una buena comida con Fardi, Grodi y Sálluster Artémir. No quería preocupar a sus compañeros así que decidió buscar consejo en el humano. Había sido íntimo de Liev y compartió con él sus últimos días.
—Amigo Sálluster, quisiera que me hablases de la situación en la que se encuentra Disingard. Liev amaba a su pueblo y siempre temió lo que sucedería cuando él abandonase la Intendencia.
—Realmente poco puedo contaros, Capataz; pese a nuestra estrecha relación, apenas hacía un par de meses que nos conocíamos y el tiempo que compartimos no lo dedicamos a hablar de política. —El joven se ruborizó y agachó la cabeza.
Los enanos se miraron entre ellos sin saber a qué se debía el azoramiento del humano. Eran seres demasiado complejos; nunca los llegarían a entender.
—Pero lo que sí puedo deciros —continuó— es que no bien se hizo pública su enfermedad, dos mercaderes se personaron en el castillo y presentaron su candidatura para sucederle en el cargo. Ambos prometían legalizar Los Juegos y otra serie de vaguedades sin importancia. A Liev le dolió mucho aquello; no se dignaron ni a interesarse por su estado de salud. —Sálluster tenía los ojos húmedos y engulló todo el vino de su copa de un único trago—. El día previo a su muerte llegó un destacamento de Vardanire en visita oficial; al frente estaba un burócrata del Consulado, un tal Felinnir Phamhard que venía a presentar sus respetos en nombre del Cónsul. Tras mantener una breve charla con Liev, que ya estaba muy débil y apenas podía hablar, Phamhard se dirigió a las dependencias de la administración y presentó también su candidatura a la Intendencia. Esa misma tarde los otros candidatos retiraron las suyas así que imagino que él será el nuevo Intendente de Disingard.
Aquello no hacía sino acrecentar la inquietud de Brani. El Cónsul en persona designaba el sucesor y nadie osaba presentar una alternativa, sin duda por miedo. El sistema de sufragio que tanto enorgullecía a los humanos no dejaba de ser un eufemismo de la ley del más fuerte. En eso no eran distintos de los sherekag o de cualquier otra raza de las consideradas salvajes.
—Liev me transmitió su preocupación por las noticias de movimientos sospechosos en Gottra Magghor.
—Eso fue el mismo día del que os hablaba. Un cazador solicitó audiencia con el Intendente y, si os soy sincero, de haber sabido lo que iba a suceder nunca le hubiese permitido verle. Liev empezó a comportarse de un modo muy extraño; deliraba y farfullaba cosas sin sentido. De repente pareció recobrar parte de sus fuerzas; no cesaba de pedir útiles de escritura…y de decirme que yo era lo que más quería en el mundo. —Su rostro enrojeció de nuevo—. Se levantó de la cama, os escribió la carta que os traje y me pidió con insistencia que me refugiase aquí. Después se volvió a acostar y en cuestión de unas horas falleció.
—¿Gottren? —preguntó Grodi—. ¿Crees que esas bestias están tramando algo? Hace siglos que los confinamos en sus montañas y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de ellos.
—¿Qué recuerdas tú de los gottren? —El Capataz por fin tenía una excusa para abordar el tema con el viejo enano.
Grodi tenía trescientos ochenta y ocho años. Combatió en La Gran Guerra a las órdenes de Hánderni el Viajero y era uno de los pocos colonizadores de Risco Abierto que quedaban.
—Eran grandes —respondió el enano mientras se rascaba la cabeza—. Muy grandes. El doble que los sherekag, quizá más. Y fuertes. Recuerdo que cercamos esas montañas en las que habitan y estuvimos semanas asediándolos. Aquel humano, el que después fue Emperador, era un militar magnífico. Esos monstruos eran terribles en el combate cuerpo a cuerpo pero no tenían ninguna organización. Rodeamos su cubil y durante días enteros los arqueros y los trabuquetes lanzaron sobre ellos una lluvia de proyectiles que les impedía siquiera asomar la cabeza. Finalmente se sometieron y juraron que jamás volverían a alzarse en armas contra los humanos o contra nosotros.
—¿Crees que quedan muchos allí arriba?
—No eran muchos entonces, apenas unos centenares. Que yo sepa son bastante longevos pero al igual que los arrapaceros, las hembras son escasas entre ellos ¿Estamos en peligro, Capataz?
Brani frunció el ceño y esquivó la mirada de Grodi. No quería preocupar a su gente y mucho menos cercenar de raíz todas las nuevas ilusiones que suponía para ellos la construcción de aquel puente; pero no se quitaba de la cabeza algo que Liev le comentó al poco de conocerse: «… el Cónsul Dashtalian se presentó con una de esas brutales criaturas como guardaespaldas; eso, amigo mío, no es un presagio nada halagador.»
—No lo creo, camaradas —repuso al fin—. Pero están pasando cosas muy extrañas en Rex-Drebanin coincidiendo con el éxodo de la mitad de nuestro pueblo. Sólo pretendo recabar información, no que nos asustes con tus historias de monstruos y batallas, viejo chiflado —agregó con una carcajada.
Fardi y Grodi se rieron con él pero Sálluster permaneció en silencio sin apartar la vista de las puertas. Al parecer, los enanos las habían mantenido abiertas durante siglos.
—Lo único que vamos a hacer —continuó Brani— es cerrar los portones cuando anochezca. No es que crea que vayan a atacarnos, pero todos estaremos más tranquilos sabiendo que los malvados monstruos de Grodi no pueden entrar a robarnos el cissordin mientras dormimos.
Los enanos volvieron a reír y Grodi amenazó en broma con darle un puñetazo al Capataz. Sálluster Artémir también sonreía mientras notaba cómo le empezaban a sudar las manos. La maldita carta le había permitido infiltrarse en aquel agujero pero también había puesto a los enanos sobre aviso. El cierre de las puertas desbarataba por completo el plan y no tenía modo de avisar a Lehelia en tan poco tiempo.
Dahaun
Herdi se resignó. No tendría más remedio que posponer el dibujo hasta el día siguiente; había decidido no acostarse sin terminarlo pero los ronquidos de Hansi estaban alcanzando unos niveles de sonoridad que le impedían concentrarse.
Antes de quitarse las botas salió de la tienda y se quedó mirando a la luna, pensativo. Al día siguiente iban a colocar la primera zapata del puente y dudaba que fuera capaz de conciliar el sueño. Constató que no era el único; en el interior de muchas de las tiendas que abarrotaban el campamento se apreciaba la luz tenue de las velas. A su alrededor, más de cinco mil enanos se preparaban para acometer el proyecto de sus vidas; era lógico que estuviesen inquietos.
En cambio, el patán de Hansi estaba durmiendo a pierna suelta y roncando como un jabalí. Era capaz de componer las melodías más curiosas con una gran variedad de ronquidos; cuando parecía que había dado con un ritmo constante bufaba, gruñía o chasqueaba la lengua y el sonido se tornaba más agudo, más grave o directamente más insoportable. En ese instante emitía una especie de zumbido que Herdi nunca había escuchado. Poco a poco fue aumentando en intensidad y el constructor se dio cuenta de que no lo producía su compañero de tienda.
La luna se estaba oscureciendo. Algo que parecía una descomunal bandada de insectos ascendía desde el Bosque del Lancero, pasaba frente al astro y empezaba a descender a gran velocidad en dirección al campamento.
—¡Nos atacan! —gritó uno de los vigías.
Acto seguido los otros veinte le imitaron.
—¡Alerta! ¡Alerta!
Una oleada de millares de flechas caía sobre el asentamiento; se clavaban en todo objeto sólido que estuviese a su alcance. A ésta la siguió otra y después, otra más. Alarmados por los gritos y las saetas que perforaban sus tiendas, los enanos salían al exterior con las herramientas en la mano para caer atravesados por aquella lluvia de muerte.
—¡No abandonéis las tiendas! —gritaba Durne la cazadora—. ¡Permaneced en las tiendas!
Pero su voz se perdía entre el caos. Todos corrían de un lado a otro sin sitio en el que guarecerse y el suelo estaba cubierto por centenares de cadáveres. Las gruesas lonas de las tiendas atenuaban el impacto pero la fuerza con la que caían los proyectiles terminó por derribarlas.
—¡A la empalizada Este! ¡Rápido! —bramó Durne hasta caer atravesada por un sinfín de flechas que se le clavaron por todo el cuerpo.