Presagios y grietas (25 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—Por cierto, noble Vlad, tengo entendido que atentaron contra tu vida recientemente. Doy gracias al Grande por que se quedase en un intento frustrado.

Fesserite se mantuvo en silencio; todavía se estremecía al recordar la figura de Berd. De no haberse rendido por propia voluntad, aquel hombre hubiese acabado con todos los guardias y guardaespaldas para terminar atravesando su frágil cuerpo con una espada. No estaría tranquilo hasta que lo viese colgando de una soga. Además, pensaba ordenar a Dahenge que se retirase de La Competición; no quería separarse de él ni por un segundo.

—Ese sujeto será ejecutado mañana —dijo al fin—. He dado instrucciones para que su cuerpo sea empalado bajo el cadalso y permanezca allí durante dos días. Quiero que todo el que albergue deseos de intentar algo contra mí contemple el destino que le espera.

La mirada del anciano estaba tan cargada de crueldad que Ragantire perdió el apetito en el acto.

Distrito de los Segadores, Vardanire

La lechuza se posó sobre una rama de la encina y silbó; señalaba con la cabeza un montículo cercano. Gia fue ascendiendo por las rocas hasta dar con una pequeña abertura por la que salía humo. Con precaución, asomó la cabeza y analizó lo que veía. En el centro de la caverna había una hoguera encendida sobre la que se estaba asando lo que parecía un venado. Una mujer se sentaba en cuclillas frente a la lumbre y daba vueltas a la carne con una manivela de madera. Al fondo, un colchón de paja y algunos útiles como cacerolas y baldes. Un poco más a la izquierda, una lanza recostada contra la pared; a su lado un arco, un carcaj repleto de flechas y varios cuchillos que pendían sujetos a un pequeño tronco clavado en la roca.

Al fin localizó la entrada; se encontraba justo al otro extremo, oculta entre unos matorrales. De un salto se encaramó en lo alto del promontorio y empezó a descender por el otro lado. Aterrizó sin hacer ruido justo delante de las matas que cubrían la entrada y se detuvo por unos instantes para mirar el cielo.

Una nube de forma caprichosa cubría la luna y se deslizaba poco a poco hacia el oeste. Allí, en algún lugar, se estaba vertiendo mucha sangre.

Se disponía a entrar en la cueva cuando notó algo frío y cortante bajo su barbilla.

—No des un solo paso si quieres conservar esa cabecita donde está.

Levantó la vista de nuevo y contempló el rostro de un humano de elevada estatura que la miraba con curiosidad. Cuando el hombre reparó en la lechuza blanca que revoloteaba sobre ellos, retiró la espada y la envainó.

—Esto sí que es toda una sorpresa. —Levrassac esbozó una sonrisa torcida.

12. Que cada cual piense lo que quiera

Dahaun

—Buenas noches, humano.

Sálluster Artémir respondió al saludo con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Durante su estancia en La Cantera había adquirido la costumbre de pasear al anochecer por el enorme vestíbulo; ninguno de los guardias que vigilaban la entrada se sorprendió al verle por allí.

Anticipándose a los hechos, el Capataz había ordenado cerrar las puertas durante la noche y en aquel momento el acceso al reino de los enanos era totalmente imposible. Seis cerrojos del tamaño de carretas se distribuían a lo largo y ancho de los inmensos portones. Ni el ariete más colosal que pudiera imaginarse lograría atravesar aquellas toneladas de piedra.

Acostumbrado a lidiar con la fuerza mediante el ingenio, Sálluster había encontrado una alternativa. Era un joven con la mente muy despejada y sin escrúpulo alguno para lograr sus objetivos. Provenía de una humilde familia de pastores y desde muy pequeño tuvo claras las cosas que no quería de la vida. Con poco más de trece años se marchó de su casa y empezó a valerse del encanto de su rostro aniñado para abrirse camino en la maravillosa y corrupta ciudad de Vardanire. Se prostituyó durante unos meses, en los que alternó con ciudadanos respetables y gentuza, por igual. La vida le guiñó un ojo cuando logró seducir a la viuda de un joyero, una mujer madura que no tenía ninguna intención de volver a casarse pero sí necesidades que cubrir; tras varios encuentros con aquel chico dulce de rostro adorable, decidió tomarlo como aprendiz a cambio de sus favores sexuales. Un día se presentó en la tienda Porcius Dashtalian, el mismísimo hijo menor del Cónsul y en cuanto cruzó la mirada con él supo que su suerte no lo abandonaba. Durante los meses que fueron amantes visitó varias veces el Consulado y tuvo la ocasión de conocer a la Dama Lehelia con la que congenió de inmediato.

Sálluster fue enviado a Disingard con unas instrucciones muy concretas. Seducir a Binner fue más sencillo de lo esperado y envenenar cuanto comía no le costó lo más mínimo. En cambio, escuchar sus monólogos moralizantes sobre la vida, el amor y la pérdida de la dignidad de la raza humana resultó ser una tortura insoportable; aquel viejo parlanchín era tan gazmoño como ingenuo.

Terminó por acompañar al Intendente a todas partes, incluida La Cantera de Hánderni. Los enanos se mostraban muy solícitos con él y accedían encantados cuando les pedía que le mostrasen tal o cuál zona. Llegó a conocer con bastante exactitud los recovecos de aquel agujero subterráneo; incluso dibujó un plano que hizo llegar a Lehelia mediante un mensajero. De no haber logrado infiltrarse con tanta habilidad el ataque que se produciría esa misma noche sería totalmente inútil. Ni la fuerza de los gottren podría traspasar aquellas puertas. Él les iba a proporcionar una entrada y esperaba que el hecho fuese tenido en cuenta cuando lo recompensasen por su trabajo.

En uno de los laterales de la muralla, se ubicaba una compuerta de hierro cubierta de polvo que había permanecido cerrada durante décadas. Antaño, los enanos la utilizaban para extraer mediante un montacargas la piedra que vendían a los humanos. Cuando cesaron sus relaciones comerciales dejó de serles útil y a veces ni siquiera recordaban que estaba allí.

Cuando se cercioró de que los vigilantes no se apercibían, ascendió por la escalera de madera hasta llegar a la cornisa en la que estaba el cerrojo. Era un pestillo de hierro amarillento del tamaño de una de sus piernas. Sin perder más tiempo se arremangó la camisa, sujetó la manivela del cierre y tiró de ella. En su primer intento no logró desplazarla ni una sola pulgada; la naturaleza lo había dotado de una inteligencia notable pero su fuerza era bastante escasa. Volvió a intentarlo una vez más, con idéntico resultado. No tardó en ocurrírsele otra idea. Apoyando la espalda contra la pared empezó a empujar el cerrojo con las piernas; apretaba los dientes y se esforzaba al máximo pero el grueso trozo de metal seguía sin ceder.

Ya estaba pensando en desistir cuando la manivela se desplazó hacia la izquierda con un crujido seco. El joyero cayó sobre sus posaderas y emitió un aullido de dolor. Por suerte, la patrulla se hallaba en ese momento al otro extremo del recibidor; los enanos bromeaban y reían y no se habían percatado de nada.

Frotándose el trasero, Sálluster se dispuso a abrir. Los gottren ya debían estar fuera, desconcertados al ver que la entrada estaba sellada. Tiró de la argolla y la portezuela metálica corrió poco más de media pulgada; ya no quiso avanzar más. Por mucho que lo intentó fue incapaz moverla. Los brazos le dolían, tenía las manos despellejadas y repletas de cortes; era evidente que no iba a conseguir nada. Frustrado, pegó el oído a la pequeña abertura y pudo distinguir unos vozarrones horrendos que provenían del exterior. Los asaltantes habían llegado y no sabían qué hacer.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí! ¡Por aquí! —susurró.

No se atrevía a hablar más alto por miedo a alertar a los enanos. Las bestias discutían entre ellas y no oían el débil aviso. Siguió insistiendo hasta que finalmente exclamó a gritos:

—¡Por aquí, estúpidos!

El parloteo cesó y Sálluster se hizo a un lado. La compuerta salió despedida por los aires, impactó en el suelo y rebotó varias veces hasta estrellarse con violencia contra la columnata que circundaba el vestíbulo. El estruendo alertó a los guardias y a todos los enanos de La Cantera.

La cabeza de un gottren se asomó por el hueco y dos manazas enormes la siguieron. El monstruo se encaramó a la cornisa y se puso en pie mirando con salvajismo a su alrededor. Había logrado entrar y rugió con fuerza para celebrarlo.

Sálluster estaba pegado a la pared sin apartar los ojos del recién llegado; el tamaño y el terrorífico aspecto de la criatura lo habían impresionado.

—¡Vamos, no os retraséis! ¡Los guardias vendrán enseguida! —se atrevió a decir. Hacía gestos de apremio mientras señalaba nervioso hacia el pasillo central.

El monstruo lo agarró por la camisa y lo levantó con una mano. Tras observarlo con curiosidad, rodeó su cintura con unos dedos gigantescos y de un golpe seco partió su cuerpo por la mitad. Soltando una risa estúpida lanzó los dos pedazos al suelo.

Sálluster miraba atónito cómo la otra parte de su cuerpo se convulsionaba a varios pies de distancia; un caudal de sangre manaba de su cintura mientras sus piernas se movían frenéticamente. Trató de levantar la cabeza y se atragantó con el líquido espeso que le subía a borbotones por la garganta. Finalmente tosió con fuerza y expiró.

En ese instante llegaron los cinco guardias, que contemplaron con horror la escena. La compuerta de hierro estaba incrustada entre dos columnas que empezaban a fracturarse y un poco más adelante yacían los restos descuartizados del humano. En medio de la sala, una criatura monstruosa blandía una cimitarra del tamaño de un hombre. Invocando a Gorontherk, los enanos se abalanzaron sobre el intruso mientras por el hueco abierto en la pared otro de ellos asomaba su cabeza deforme.

El gottren sonrió con crueldad al ver acercarse a los pequeños guerreros y efectuó un barrido con su espada. Los enanos se agacharon para esquivar el ataque y golpearon con sus hachas las piernas del gigante, que rugió de dolor pero se mantuvo en pie. De una patada derribó a dos de ellos y con un tajo de su cimitarra le cortó un brazo a un tercero; por poco no mutiló a un cuarto que se lanzó en plancha y logró eludir el golpe en el último momento.

—¡Jadi! —gritó el quinto enano—. ¡No, por Gorontherk!

—Da la alarma, Ebi —dijo su compañero con el rostro desfigurado por el dolor—. ¡Corre!

Tres gottren estaban ya en el vestíbulo y otro acababa de encaramarse a la cornisa.

Ebi corrió hasta el fondo de la sala, cogió una maza de cabeza acolchada y golpeó con ella el inmenso gong que pendía del techo. El tañido metálico ensordeció a todos y se expandió rebotando contra las paredes de las galerías que formaban el entramado de La Cantera. En ese instante decenas de enanos ya estaban accediendo al vestíbulo equipados con hachas, mazas, lanzas y espadas cortas. Entre ellos estaba el Capataz Brani, que no daba crédito a lo que veía.

—¡A muerte! —gritaba—. ¡Por Gorontherk! ¡Por La Cantera!

—¡Por La Cantera! —lo secundaron todos mientras corrían hacia sus enemigos.

Ya eran siete y otro más se estaba abriendo paso por el agujero.

El Capataz desgarró el vientre de uno de los monstruos con un hachazo demoledor. Un chorretón rojo le salpicó la cara cuando retiro su acero y pudo entrever los intestinos de la bestia a través de la brecha sangrante. El gottren se limitó a rugir con una mueca de dolor y dejó caer su maza sobre él.

Brani logró eludir el mazazo pero quedó tendido en el suelo, a merced de su enemigo. Cuando éste se disponía a descargar un segundo golpe, el viejo Grodi saltó desde una cornisa, aterrizó sobre los hombros del gottren y le incrustó el filo de su hacha en el tórax.

—¡Por Gorontherk!

La bestia volvió a gruñir, agarró al enano con su manaza y lo arrojó contra el suelo con una fuerza descomunal. Tres guerreros más se abalanzaron sobre él y Brani aprovechó para incorporarse y correr hacía donde yacía el cuerpo de su amigo. No se movía y un hilo de sangre se deslizaba por la comisura de sus labios.

—¡Grodi!

—Ese montón de basura me… me ha reventado por dentro —masculló el viejo enano.

—Grodi… —sollozó el Capataz sosteniendo entre sus manos temblorosas una de las del caído.

—No son…fáciles de matar, ya lo has visto. —Tosió—. Pero caen… Te aseguro que caen. —Tosió de nuevo—. Estos son mis… monstruos, jovencito; ahora vigila que no nos roben el…cissordin. —Tras toser una última vez, Grodi murió.

Brani permanecía arrodillado frente al cadáver; sus ojos humedecidos miraban cuanto le rodeaba sin conseguir ver nada. En su mente resonaban las palabras de su padre, de Liev y de Húguet Dashtalian. Recordaba el rostro del Cónsul y advertía en sus facciones matices extraños. Le pareció escuchar la risa gutural de Vlad Fesserite, incisiva, repleta de crueldad. Por un instante pensó en Herdi, en su hermana Berele, en Dinale, en todos sus amigos que marcharon a Dahaun… Entonces decidió no pensar más y recogió su hacha del suelo.

—¡Matadlos! ¡Acabad con ellos por Gorontherk, por la Gran Muralla y por todos los Abismos del Vil! —rugió mientras se abalanzaba sobre el enemigo más cercano.

En aquel momento había dieciocho gottren en La Cantera y uno más estaba entrando. Provenientes del exterior podían oírse los gritos de apremio de los ciento doce restantes.

Fortaleza Prisión, Vardanire

Berd miraba las paredes de su celda mientras sostenía entre las manos las cadenas que lo atenazaban. En un primer momento pensó en quitarse la vida para evitarle a su esposa la vergüenza de verlo ahorcado pero había descartado la opción.

Fuley le dijo entre burlas que el Intendente Fesserite había ordenado empalar su cuerpo y mantenerlo un par de días a la vista de todos. De cualquier modo le esperaba la más cruel humillación pública; además, tenía un motivo de mayor peso para aguantar con vida hasta el final. Esa misma mañana, cuando su esposa acudió a visitarle, el infame carcelero estuvo todo el rato molestando. No cesaba de hacer insinuaciones groseras y se burlaba de la suerte que iba a correr. Cuando Adalma ya se marchaba intentó propasarse con ella. La mujer se revolvió como una fiera y le propinó un fenomenal puñetazo en el ojo que se había traducido en un moretón del tamaño de un bistec. De no ser por la intervención de su compañero aquel desgraciado la hubiese atravesado con su espada. Tras el incidente, Fuley le juró al segador que iría a su casa, violaría a su mujer y le rajaría la cara con un cuchillo ardiendo. Berd iba a matarlo en cuanto lo tuviese a su alcance.

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