El Caudillo Chumkha sonrió con crueldad al oír el comentario. Había vencido sin dificultad a todos cuantos se le opusieron. El veterano jefe del Bosque de Houm no iba a ser una excepción.
—Forkha mantiene unificado su bosque desde antes de que tu madre maldijera a nuestra raza pariéndote, Gragkha —repuso Dehakha con desprecio—. Sabe tan bien como cualquiera de vosotros que enfrentarse a mi esposo es la muerte. Si su elección es luchar deberías mostrar más respeto. Aún te recuerdo de rodillas y gimoteando como un perro mientras ponías tu aldeucha a nuestra disposición.
Gragkha no se atrevió a replicar y los demás lugartenientes estallaron en carcajadas. Todos se habían unido a la horda voluntariamente pero él era el único que lo había hecho tras echarse atrás justo cuando iba a comenzar el duelo.
Dehakha echó un vistazo a su esposo, que seguía concentrado en afilar aquella hacha cubierta de oxido de la que no se separaba jamás. Lo contemplaba con una mezcla de excitación y envidia. Era bueno follando y muy bueno matando pero nunca se hubiese convertido en el Gran Caudillo Imbatible sin su mediación. Su capacidad para razonar era inversamente proporcional a su tamaño; la mente de un cachorro guiando un cuerpo bestial. Le acarició uno de los hombros, macizos como yunques de acero, y Chumkha alzo la vista sonriendo con estupidez.
Dehakha descendía de la sangre de Atharkha el Grande y en ella estaban presentes muchas de las virtudes que permitieron a su antepasado acaudillar a todas las tribus del Continente. En la cuarta década de La Gran Guerra los sherekag habían conquistado la práctica totalidad del oeste continental y sus huestes avanzaban hacia el este donde varios feudos ya habían sido arrasados por sus aliados gottren. La victoria era inminente pero un hecho del todo inesperado giró las tornas. De entre los humanos surgió un líder que reagrupó sus ejércitos dispersos y logró unificar todos los feudos bajo un mismo estandarte. Guiados por Bellvann Dellmaher y apoyados por el irreductible pueblo enano de Higurn, los humanos lanzaron una contraofensiva y el conflicto se prolongó durante otros cincuenta años.
Cuando Atharkha murió las viejas discrepancias entre las tribus volvieron a aparecer. Privados del liderazgo y la capacidad militar de su caudillo, los sherekag fueron al fin derrotados tras una cruenta batalla a las orillas del río Ansher. Los humanos los persiguieron por todo El Continente y aquello estuvo apunto de significar su completa extinción. Apenas unos centenares sobrevivieron y se refugiaron en zonas inhóspitas como los pantanos de Preval, las selvas Callantianas, lo más recóndito de las montañas de Higurn o los dos grandes bosques de Drebanin. Allí permanecieron durante siglos, ocultos y recobrándose de lo que ellos denominaban el Exterminio.
Los supervivientes de la casta de Atharkha se escondieron en lo más profundo del Bosque del Lancero y sus descendientes no mostraron ninguna habilidad reseñable hasta que nació Dehakha.
La hija pequeña del jefe Botharkha era tenaz, observadora y mucho más inteligente que cualquiera de sus hermanos, aunque nada de esto le servía de mucho siendo hembra. La fuerza y la violencia eran las únicas varas de medir que los sherekag conocían y en ambas facetas los machos eran muy superiores. Las guerreras no abundaban entre ellos aunque cualquiera duplicaba en fuerza y salvajismo a las tiernas hembras humanas. Según las leyendas, en La Gran Guerra Sessakha la Víbora zanjó el asedio a un castillo derrotando en combate singular a cinco oficiales humanos vestidos con armaduras.
Dehakha supo desde muy joven que el único modo de lograr sus propósitos era mediante las armas. Fortaleció sus músculos y se entrenó en todas las formas de combate que su pueblo conocía. Llegado el momento desafió a su propio padre, le cortó la cabeza y heredó de este modo su cargo.
Para conservarlo hubo de batirse con varios aspirantes envalentonados, entre ellos sus tres hermanos. Los decapitó a todos y aquello no hizo sino incrementar el respeto que empezaba a profesarle su pueblo. No tardó en desafiar y vencer a tres jefes de otras tantas tribus con lo que en menos de un año tenía quinientos guerreros a sus órdenes. A partir de entonces empezaron a recorrer el bosque en grupos; incluso se atrevían a aventurarse fuera de los lindes para asaltar a los viajeros. Aquella inmensa extensión arbórea había dejado de ser un escondite para transformarse en su hogar; cualquier humano que se internase demasiado en la espesura moría atravesado por sus flechas de pluma negra.
Dehakha estaba resuelta a unificar todas las tribus del Bosque del Lancero pero algo con lo que no contaba se interpuso. Un jefe del norte parecía determinado a lo mismo y estaba derrotando a cuantos se cruzaban en su camino. Lo llamaban El Imbatible y según decían ya tenía más de dos mil guerreros bajo su mando.
La joven Jefa viajó hasta sus dominios con intención de lanzar un desafío, pero en cuanto lo tuvo delante supo que nunca podría vencerlo. Era descomunal, mucho más grande que cualquier otro sherekag. Cuando lo vio partir en dos a un jefe rival de un solo hachazo optó por cambiar su estrategia. La excitaba la brutalidad de aquel guerrero y no tardó en seducirlo y convertirlo en su esposo.
Chumkha el Imbatible pasó a liderar una horda a la que pronto se sumaron otras tribus, bien por voluntad de sus jefes, bien por el pertinente desafío. Los planes de Dehakha se modificaron pero su objetivo final no varió un ápice.
Su esposo era una bestia sin seso que seguía a ciegas sus indicaciones. Sola nunca hubiese podido reunir un ejército semejante pero al amparo de tan aterradora figura terminó por acaudillar a todos los sherekag de Dahaun.
Fue entonces cuando apareció aquel viejo, Fesserite. Se presentó en un claro del bosque acompañado por un humano de tez oscura y mirada desafiante que enarbolaba un estandarte con dos ojos y un mapa pintados. Era el símbolo del Grande que Todo lo Ve y certificaba que su portador iba en son de paz. Tanto el dibujo como la deidad a la que representaba no significaban nada para los sherekag. Los hubiesen acribillado a flechazos de no ser por el gottren gigantesco que caminaba tras ellos encorvándose para no topar contra las ramas de los pinos. En La Gran Guerra los gottren fueron sus aliados y los vigías optaron por dar el aviso a sus jefes antes de actuar.
Dehakha irrumpió en el claro, escoltada por diez guerreros mientras otra decena se apostaba entre los arbustos con los arcos tensos y las saetas dispuestas.
—Te saludo, Dehakha, la Grande. —El anciano se dirigía a ella con el sobrenombre de su ancestro—. Soy Vlad Fesserite, Intendente de estas tierras. Vengo en nombre de Húguet Dashtalian, Cónsul de Rex-Drebanin, para ofreceros a ti y a los tuyos la posibilidad de dejar de vivir escondidos. Si tienes a bien escuchar mi propuesta verás que se presenta una ocasión inmejorable para cicatrizar las heridas del pasado.
—Me abrumas, viejo; yo lo único que puedo ofrecerte es una muerte rápida. Claro que eso hay que ganárselo.
Los guerreros prorrumpieron en carcajadas mientras su jefa observaba con interés a los visitantes. El negro tenía un aspecto peligroso pero el anciano no era más que un pellejo con unos cuantos huesos dentro. El gottren le pareció bastante atractivo; una versión más grande y probablemente más estúpida de su propio esposo.
—A mi edad morir con rapidez es lo único que la vida puede ya ofrecerme, Jefa Dehakha. Los jóvenes tenéis ambiciones, metas, proyectos… Corréis hambrientos en busca de vuestro destino. A los viejos en cambio sólo nos resta esperar inapetentes que el destino venga a por nosotros. —Fesserite sonreía—. Por desgracia, mis amigos siguen confiando en mí. Me piden consejo, me encomiendan tareas… Creo que tienen este cuerpo caduco en mayor estima que yo mismo. Si por algún infortunio me extraviase, el Cónsul revolvería toda la provincia para dar conmigo. No dudaría en examinar cada pulgada de este bosque. Es un buen muchacho; se sentiría muy apenado si algo me sucediera.
Las palabras del viejo eran suaves y conciliadoras, pero su mirada inyectaba veneno.
—Di lo que tengas que decir —le espetó Dehakha. La intrigaba aquel individuo; pese a su fragilidad rebosaba confianza. Además sabía muchas cosas, entre ellas su nombre.
—Te ruego que me perdones. Me voy por las ramas, es otra consecuencia de la edad. Reunir vuestro ejército os ha llevado un tiempo demasiado valioso como para perderlo ahora escuchando los desvaríos de un anciano.
La sherekag enmudeció. No tenía claro si la pérdida de la que hablaba Fesserite se refería a su tiempo o a su ejército pero era evidente que los humanos estaban al corriente de sus actividades. Contaba con unos cuatro mil guerreros, insuficientes para contrarrestar una ofensiva a gran escala. El bosque los guarecía pero sus enemigos los triplicaban en número. Arrasarían millas enteras con aquellas maquinas que lanzaban piedras enormes y prenderían fuego a todo lo que se interpusiera en su camino. Los perseguirían como antaño y finalmente les darían caza; todo se iría a la mierda.
—Hablas de cicatrizar heridas, humano —dijo al fin—. Las de mi pueblo llevan siglos abiertas y son muy profundas. Dudo que haya modo de cerrarlas.
—Oh, lo hay, créeme. —El viejo sonreía de nuevo—. Carne y sangre. No necesitas más.
Pocos días después, Chumkha, su esposa y una treintena de guerreros partieron hacia Rex-Preval escoltados por las tropas de Fesserite. Algunos lugartenientes se mostraron escépticos pero todos dieron su conformidad en cuanto El Imbatible le sacó las tripas a uno de ellos y obligó a otro a comérselas.
La alianza que Huguet Dashtalian les había ofrecido superaba cualquier expectativa que Dehakha pudiera tener. Le brindaba la oportunidad de unificar y liderar a todas las tribus del Continente; la única condición era marchar junto a los ejércitos del Cónsul en una ambiciosa campaña de conquista. Carne y sangre en abundancia, argumentos de sobra para convencer a su esposo.
En cuestión de meses sometieron a todas las tribus de los Pantanos de la Herida y reunieron aquella horda vociferante y ávida de batalla. Cuando se les uniese el contingente del Bosque de Houm sumarían veinte mil efectivos; y aquello no era más que el principio.
—Ahí llega ese inconsciente. —Dehakha señaló hacia el sur.
Un ejército se abría paso a través de los manglares. Avanzaban en silencio, acompañados nada más por el crujir del ramaje y el chapoteo de miles de pies sobre el barro; no se oían tambores y tampoco los habituales cánticos de guerra.
—No veo ningún estandarte —comentó Ugkha.
Miles de sherekag emergían de la espesura y cubrían poco a poco el fangal que delimitaba la explanada sobre la que esperaban apostadas las tropas de Chumkha el Imbatible. Las aves del pantano levantaban el vuelo y rompían con sus graznidos el silencio de aquella procesión de lanzas, picas y alabardas oxidadas.
—Esto es muy raro. —Dehakha hizo un gesto a su esposo y el caudillo se irguió en toda su estatura; las cabezas colgantes de su estandarte se balancearon mientras se aproximaba con expresión confundida.
—Los duplicamos en número —dijo Ugkha—. Dudo que Forkha sea tan imbécil como para atacarnos.
—Yo no veo a Forkha por ninguna parte —zanjó Dehakha.
Varias voces rugieron a la vez la misma consigna y el ejército del Bosque de Houm se detuvo a ciento cincuenta pies de distancia. Cinco guerreros se adelantaron mientras el resto permanecían donde estaban sin mover un músculo.
El pequeño grupo se encaminó hacia el promontorio en el que esperaban Chumkha y su cuerpo de mando; Dehakha observó con extrañeza que ninguno vestía los ornamentos propios de un Gran Jefe. Cuando llegaron frente al Caudillo se arrodillaron.
—Gran Caudillo Imbatible —dijo uno de ellos—. Estamos a tus órdenes.
El sherekag dejó a sus pies un fardo de pieles de lobo hacinadas y sucias. Dehakha recogió el presente, retiró las pieles y estudió durante un momento su contenido. Tras mostrarlo a sus lugartenientes se lo pasó a su esposo con una sonrisa triunfal.
Chumkha cogió el obsequio y lo levantó bien arriba para que todo su ejército pudiese verlo. Al instante, los veinte mil guerreros desplegados en la zona levantaron sus armas y corearon al unísono su nombre.
—¡Chum-kha! ¡Chum-kha! ¡Chum-kha! —repetían entre salvajes rugidos.
Lo que el coloso les mostraba era la cabeza putrefacta del Jefe Forkha.
Cantera de Hánderni
Parapetados tras una barricada de piedra y madera, Brani Hándernierk y treinta enanos esperaban a que cayese la puerta de la segunda galería. Con cada nueva embestida de los arietes los goznes se iban desencajando un poco más; en breve, la gran losa de piedra se desplomaría, pero allí estaban el Capataz y aquellos treinta valientes con la intención de retrasar todo lo posible el devastador avance de los gottren.
—Concentran el ataque en la puerta norte —comentó Fardi al tiempo que tensaba su arco—. El humano debió facilitar a esas bestias una especie de mapa.
El herrero estaba en lo cierto. Los gottren disponían de un plano que los guiaba en sus tareas de demolición por aquel entramado subterráneo. Sálluster Artémir lo había dibujado y el Teniente Rebb se lo facilitó al Gran Juggah cuando acudió a Gottra Magghor para comunicar que el ataque debía dar comienzo. La noticia fue muy bien recibida por los monstruos que llevados por el entusiasmo habían descuartizado a Rebb y a los dos soldados que lo acompañaban. El cadáver del oficial colgaba en esos momentos del techo de la caverna, justo encima de donde Juggah tenía su trono. Pronto le harían compañía los cientos de enanos que habían caído defendiendo su hogar.
Gracias a aquel sencillo croquis los asaltantes sabían por donde tenían que avanzar y los intentos de los defensores por desviarlos del centro de la montaña no daban resultado.
—Atentos —ordenó Brani.
La próxima embestida sería la definitiva; colocaron las flechas y levantaron sus arcos. Aunque la mayoría de cazadores se habían trasladado a Dahaun, por naturaleza todos ellos tenían una puntería excelente y esperaban derribar al menos a un par de monstruos.
—Dirigid los disparos al centro y a la izquierda de la puerta. Apuntad a sus cabezas.
Del centenar de gottren que asaltaron La Cantera, habían logrado acabar apenas con una docena. Aquellas abominaciones resistían lo indecible y con cada herida que les infligían su ira aumentaba y se volvían aún más peligrosos. Su punto débil estaba en el cuello pero eran tan grandes que el único modo que tenían de acceder a él era derribándolos, cosa harto complicada. Brani calculaba que al menos cuatrocientos de los suyos cayeron en el vestíbulo tratando de contener la primera ofensiva. Ahora ya estaban todos dentro y lo único que frenaba su avance era su tamaño; debían moverse por los pasillos en filas de cuatro o cinco a lo sumo.