Con un crujido seco los goznes de hierro salieron disparados y tras ellos la puerta de piedra, que cayó al suelo con estrépito. Cuatro gottren irrumpieron gritando y dándose empujones.
—¡Ahora! —Brani soltó la cuerda y vio cómo la flecha se dirigía hacia la cabeza de una de las bestias para clavarse con firmeza en su garganta.
Decenas de flechas escoltaron a la del Capataz y todas ellas acertaron en el blanco. Tres de los cuatro monstruos cayeron atravesados por los proyectiles, que les perforaron implacablemente los ojos y el cuello. El cuarto dio dos pasos atrás y abandonó la galería.
—¡Sí! —gritaron varios enanos.
Brani les indicó con la mano que no se moviesen. Dudaba que los gottren fueran tan estúpidos como para permitirles una segunda oleada de flechas pero decidió esperar a ver lo que sucedía. Se oían gritos y golpes; al parecer discutían entre ellos una vez más.
De repente, las voces se fundieron en un único y terrorífico alarido y la base desencajada de uno de los montacargas atravesó la puerta. Pegado a ella, el gottren que la sujetaba avanzaba hacía la trinchera asomando de tanto en tanto la cabeza tras su improvisado escudo. Varios se hacinaban tras él, formando una fila desordenada y atropellándose unos a otros entre imprecaciones y bramidos.
—¡Atrás! —gritó Brani.
Los enanos corrieron hacía la puerta abierta que daba acceso a la siguiente galería. Una vez la hubieron atravesado, el Capataz gritó de nuevo:
—¡Ahora, Regi! ¡Córtalas!
Regi seccionó de un hachazo dos maromas que pendían de sendas poleas de hierro macizo incrustadas en la pared. Los extremos superiores ascendieron a toda velocidad para desaparecer serpenteando por una rendija del techo. Al instante, se escuchó un traqueteo y las paredes empezaron a temblar. Bajo el falso techado de los laterales del pasillo, dos puertas corredizas se abrieron como bocas gigantescas y vomitaron toneladas de bloques de granito que se precipitaron sobre el suelo como un granizo mortífero. El gottren que se cubría con la base del montacargas trató de guarecerse bajo ella y pereció aplastado por la avalancha de roca. Dos de sus compañeros corrieron idéntica suerte y los restantes retrocedieron entre gritos y empellones.
Los enanos contemplaban inmóviles el muro deslavazado de treinta pies de altura que sellaba por completo la galería. Procedentes del otro lado se escuchaban los vozarrones de sus enemigos. El sonido de las piedras estrellándose contra el suelo les indicó que habían empezado a abrirse paso.
—¿Cuánto tiempo crees que los contendrá? —preguntó Brani.
—No lo sé —respondió Fardi—. Poco, en cualquier caso.
—Gorontherk bendiga cada cabello de tu barba. —Brani rodeó a su amigo con el brazo—. Y de la barba de ese adoquín testarudo de Herdi.
Cuando medio siglo atrás cesó su relación comercial con los humanos, los enanos se encontraron con que acumulaban a diario una inmensa cantidad de piedra que no les era de ninguna utilidad. Centenares de rocas enormes y bloques tallados de granito y mármol abarrotaban zanjas y pasillos, dificultando mucho sus tareas. Herdi y Fardi diseñaron un peculiar sistema de almacenaje consistente en una estructura de acero a modo de canalización que recorría todas las galerías de La Cantera. Los montacargas subían la piedra, que se acumulaba en hileras en los laterales de los pasillos. Un ingenioso sistema giratorio manejado mediante poleas les permitía disponer de ella allí donde la necesitasen. Les llevó once años concluir la tarea, pero las constantes excavaciones y el flujo incesante de piedra motivaron que el uso final de aquellas compuertas fuese nulo. Los albañiles y forjadores más ancianos calificaron aquello de «veleidad inútil» y «despilfarro de tiempo y material».
—Vamos —dijo el Capataz—. Ahí abajo necesitan tiempo y hemos de procurarles todo el que sea posible.
Los restantes supervivientes se refugiaban en la sexta galería, donde Radi Gurmierk y otros Maestros Excavadores intentaban abrir un paso a través de la ladera de la montaña. Una tarea que apenas tenían unas horas para realizar y que en condiciones normales y con la planificación habitual hubiera durado semanas.
Según calcularon, la galería que estaban terminando daba justo a la ladera oeste de Risco Abierto; sólo hubieron de mover unos pies la gigantesca máquina perforadora y habilitar la zona para iniciar la nueva excavación. De haber estado trabajando en otro lugar no hubiesen tenido ninguna opción de abandonar la montaña.
Ilusionados como estaban con la construcción de su reino y con la confianza que les daba el largo periodo de paz, los enanos postergaron durante siglos la apertura de una salida de emergencia. Esa paz había llegado a su fin sin previo aviso y su única meta en aquel instante era abandonar su reino con vida.
La mano de obra era otro inconveniente a sumar. Del poco más de medio millar que quedaban la mitad eran niños, los mayores de los cuales no superaban los once o doce años. Todos los jóvenes con barba se marcharon a participar en la construcción del puente de Dahaun y fueron aniquilados por los sherekag del Bosque del Lancero.
Los enanos desconocían el trágico fin que corrieron sus amigos y parientes; se alegraban de no se encontrasen allí, atrapados entre el avance de aquellas monstruosidades y las toneladas de roca que habían llamado hogar durante más de trescientos años.
Pero el Capataz empezaba a temer que no había puente alguno que construir y que tras aquella ignominia estaba la mano del Cónsul. Ignoraba si perseguía hacerse con los recursos de La Cantera o su único objetivo era eliminar al pueblo enano. Poco importaban las razones y Brani Hándernierk se juró a sí mismo que, de salir con vida de aquella encerrona, cercenaría la cabeza de Húguet Dashtalian con su propia hacha.
Distrito de las Ratoneras, Vardanire
—Además, tras el asesinato de Meleister la flota pesquera de Juttne no ha vuelto a salir a laborar —comentó un hombre delgado con orejas de soplillo—. Según me han dicho, los soldados no permiten a los pescadores acceder a los barcos y los más grandes han zarpado no se sabe hacia dónde, apenas con la tripulación indispensable.
—Nosotros nos topamos ayer con un destacamento de la guarnición de Shoala —añadió un salteador llamado Garnáper—. De la guarnición de verdad, nada de milicianos. Eran varios centenares y la mitad montaban caballos de guerra; el propio Intendente Blaydering los comandaba.
—Mi primo Zef trabaja en los establos del Consulado y dice que hace unos días encontraron muerto a ese viejo monje calvo —terció Tamey, el muchacho que servía las mesas—. Se dice que fue el propio Porcius quien lo mató —añadió en voz baja.
—Vamos, vamos —intervino el Honesto Blama—. Estamos en Vardanire; aquí pasa de todo a todas horas. Vosotros menos que nadie deberíais sorprenderos.
Al posadero empezaban a incomodarle mucho las tertulias agoreras que se celebraban desde hacía varios días en su establecimiento. Extraños asesinatos, avistamientos de gottren cruzando el Yinstul, rumores de movilización militar en todo Rex-Drebanin y otras habladurías parecidas hacían que se respirase un ambiente de inquietud y tensión. Por una parte suponía beneficios adicionales, ya que sus clientes bebían más de lo habitual, pero por otra le crispaba los nervios. Cuando se aproximaba una catástrofe las ratas eran las primeras que se apercibían y sus clientes no eran otra cosa que las ratas más sucias de todo el territorio.
—¿Y qué me decís de lo de Óvler y el Gordo? —continuó el hombre de las orejas grandes—. ¿Quién contrataría a esa pareja de salvajes para acabar con una simple puta?
—Se dice que a la hija pequeña de Ejun se la follaba Meleister a menudo —respondió Garnáper.
—Y luego aparece Levrassac, los mata y se la lleva con él —añadió Tamey—. Realmente es todo muy extraño.
—¡Aquí lo único extraño es la razón por la que te pago, haragán! —Blama le dio una colleja—. ¡Recoge aquella mesa y deja de parlotear como una comadre!
—De todos modos, es lo que afirma el viejo Ejun. —El orejudo seguía con sus especulaciones—. Lo que denunció a la guardia, más exactamente. A saber qué es lo que en realidad sucedió.
—Yo pienso como Riggins —apostilló Garnáper—. En todo esto hay gato encerrado.
—No pretenderás que creamos que fue el propio Ejun quien destripó a Óvler y le corto la cabeza a Jiggs. —El Honesto Blama se había hartado de presagios, ratas y gatos, estuvieran o no encerrados—. Y ya de paso, que él y su mujer están reclutando soldados y gottren para declararle la guerra al bastardo que tienen por casero. Por El Grande, tantas estupideces van a acabar con mi estómago.
Se encaminaba hacia la despensa en busca de un purgante cuando la puerta se abrió. Seis soldados armados con alabardas accedieron al local, se alinearon en dos filas enfrentadas y se quedaron en posición de firmes. Fue en ese instante cuando el Capitán Estreigerd entró en
La Cabeza del Oso
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Todos notaron un nudo en la garganta. Aquel hombre ya era famoso por su crueldad cuando no era más que un simple soldado; se contaban historias terribles sobre el trato que recibían los infelices que tenían la desgracia de ser apresados por él. Cuando lo ascendieron a Capitán los delincuentes de Vardanire respiraron aliviados; eso significaba que dejaba las calles. La presencia de Estreigerd en aquella taberna producía el efecto equivalente a la visita sorpresa de un zorro a un gallinero.
—Estoy buscando a un hombre —declaró el Capitán—. Corpulento, de estatura elevada. Se llama Berd Bahéried y es el padre de ese luchador al que apodaban El Segador. Supongo que si alguno de vosotros conoce su paradero me lo dirá inmediatamente —añadió con su sonrisa perfecta.
Miró uno por uno a todos los que estaban en la taberna hasta que sus fríos ojos azules se posaron sobre unos ojillos huidizos que pestañeaban con nerviosismo.
—Creo que tú lo conoces ¿Me equivoco, posadero?
El Honesto Blama pensó que había llegado su fin. Se imaginó a sí mismo cargado de cadenas, sufriendo todo tipo de torturas y colgando de una cuerda entre los abucheos de la multitud. Vio los rostros de los respetables ciudadanos con los que compartía asiento en Los Juegos que se reían de él y lo señalaban con el dedo mientras el verdugo le ponía la soga al cuello. Incluso imaginó al botarate de Tamey detrás del mostrador ejerciendo de nuevo posadero. Este último pensamiento fue el que le dio las fuerzas suficientes para responder.
—¡Yo no! Es decir…sí. Quiero decir…Sé quién es, pero no…no tengo el… —tartamudeó. Estreigerd le impidió continuar.
—Os vieron charlando en el Gran Círculo —comentó mientras observaba con detenimiento la cabeza de oso que pendía sobre la chimenea—. Parece ser que incluso le dabas palmaditas en el hombro.
Blama estuvo apunto de desmayarse pero su instinto de supervivencia tomó las riendas de la situación y habló por él.
—No…no es lo que pensáis señor. Yo…yo soy un gran aficionado a Los Juegos. Un experto si me permitís la observación; no me he perdido una sola jornada desde que empezaron a celebrarse hace nueve años. Es decir… en una ocasión me tuve que desplazar a Ciudad Imperio y no pude… —Al darse cuenta de que el Capitán empezaba a perder la paciencia, Blama acortó su discurso de inmediato—. Me dirigí a aquel hombre para felicitarlo por lo buen luchador que era su hijo. Nunca había hablado con él antes y os juro por mi negocio, por mi vida y por la de todos los aquí presentes que no he vuelto a verle jamás. De haber sido así, gustoso os diría cuanto quisierais saber pero sintiéndolo mucho no puedo ayudaros; aunque reitero que me encantaría poder hacerlo porque…
—Basta —sentenció Estreigerd—. El Cónsul ofrece una recompensa de doscientas monedas al que informe del paradero de ese hombre; yo ofrezco otra un poco distinta al que conociéndolo, no lo revele.
El Capitán empezó a pasearse por el local mientras observaba con indiferencia la decoración. Cuando llegó donde se sentaba Riggins desenvainó su espada y apoyó el filo sobre una de sus orejas.
—Cualquier cosa que oigáis sobre ese Berd acudiréis a comunicarla de inmediato al cuartel del Distrito. Os juro por El Grande que Todo lo Ve que como me entere de que alguien oculta algo, le obligaré a comerse sus propios ojos. —Dicho esto efectuó un rápido giro de muñeca y el acero hendió la oreja de Riggins, que aulló de dolor.
—Ah, lo olvidaba. También estamos buscando a una mujer; una puta llamada Willia Wedds. Creemos que va acompañada de un conocido vuestro, ese al que llaman Levrassac. Os conmino a seguir idénticas instrucciones en caso de disponer de información sobre ellos.
Tras decir esto, el Capitán hizo una señal a sus hombres y todos abandonaron la taberna sin molestarse en cerrar la puerta.
El Honesto Blama se dejó caer sobre un taburete y emitió un bufido prolongado. Aquel hombre era capaz de helar la sangre de los mismísimos Demonios del Vil.
—¿Cómo tienes esa oreja, Riggins? —preguntó Garnáper mientras se ajustaba el cinturón; el salteador era el único de los presentes que se ganaba la vida con las armas y estaba más acostumbrado a lidiar con ese tipo de situaciones. Aunque Estreigerd lo intimidaba se había topado con tipos más peligrosos; sin ir más lejos el propio Levrassac.
—En su sitio —respondió Riggins, que se palpaba con el dedo la pequeña herida—. Pero ese bastardo ha hecho que me mee encima.
—Al parecer, alguien le ha acariciado al rubio su preciosa carita. Esa cicatriz que luce es una de las cosas más hermosas que he visto últimamente. —Garnáper sonreía con crueldad.
—¡Apuesto a que se la hizo Levrassac! —exclamó el joven Tamey.
—Levrassac le hubiese rebanado el pescuezo sin más —matizó Riggins—. Yo apostaría más bien por la zorra.
—Sea quien sea, nuestro bello Capitán anda malhumorado; eso no es una buena noticia —continuó Garnáper—. Creo que no me dejaré ver por aquí en una temporada.
—¿Quién es ese amigo tuyo al que buscan, Blama? —preguntó Riggins.
El posadero se había levantado del taburete y recogía unos vasos en actitud ausente.
—No es mi amigo, por todos los demonios —repuso, enfurecido—. No le he visto más que una vez en mi vida ¡Cómo vuelvas a llamarlo así yo mismo te rebanaré esos estandartes que tienes por orejas!
—Dicen que ese segador intentó matar al Intendente de Dahaun —intervino Tamey—. Lo encerraron en la Fortaleza Prisión; debe de haberse fugado.