—¡Acaban de llegar, señor! —insistía El Sabandija—. ¡Más de una docena! ¡Son blancos como la sal! ¡Son gigantescos!
Una lágrima se asomó por el rabillo del ojo del niño pero una nueva bofetada impidió que llegara a deslizarse por su mejilla.
—¿A qué esperas, bastardo? ¡Abre la puta boca de una vez! —le espetó el viejo mientras apoyaba el filo de la navaja en su cuello.
El pequeño abrió la boca con resignación. Tal vez, si Greebels quedaba contento, todavía estuviera a tiempo de conseguir esa moneda.
Islas del Oeste
—Al primero que se mueva, lo desgarro como a un pez y me como sus tripas.
Meeg lo miró con curiosidad; al parecer, además del puesto como líder de la patrulla, Kurghaa había heredado aquella frase del difunto Gaak.
El pequeño grupo se encontraba en el patio central de las ruinas que se alzaban al norte de la isla. Se agazapaban tras unos bloques derruidos a la espera de que su jefe les diese alguna orden más específica.
—Ahí está. —Kurghaa señalaba una losa de mármol gigantesca que reposaba sobre el suelo—. ¡Seguidme, escoria!
Avanzaron mirando con recelo hacia todos lados. En aquel momento hubiesen preferido estar en cualquier otra parte, lo más lejos posible de donde según Kurghaa se hallaba el origen de los temblores de tierra que asolaban la isla desde hacía unos meses.
Todo empezó con un terremoto sobrecogedor que arrasó acres de selva, provocó el derrumbamiento de algunas montañas y sepultó bajo toneladas de piedra gran parte de la Madriguera del Hueso. Streega, la anciana Madre Jefa, pereció aplastada por las rocas cuando retozaba con un joven macho en su agujero de apareamiento y aquello había desembocado en un pleito constante. Los treinta y dos miembros de su sequito se consideraban dignos de sucederla como líderes de la tribu y reclutaron partidarios para que los apoyasen mediante las armas, si fuera necesario. La tribu del Hueso era la más numerosa de la isla pero esas divisiones internas la iban a condenar a una disgregación en pequeños grupos que serían aplastados por las tribus rivales sin ninguna dificultad.
La mayoría eran incapaces de prever ese desenlace; pensaban a corto plazo y sólo los más inteligentes (los menos estúpidos) se daban cuenta de la situación real. Entre ellos se encontraba Kurghaa. Él estuvo presente cuando aquellos humanos y el gottren que los acompañaba penetraron en la cripta y desencadenaron el primer terremoto que apunto estuvo de hundir en el mar la isla al completo. De aquella patrulla sólo habían sobrevivido el propio Kurghaa y un arrapacero llamado Meeg. Los demás perecieron aplastados por las columnas del antiguo templo, que se desmoronaron en cuanto la tierra se empezó a mover.
Sobresaliendo bajo las piedras podía verse lo que quedaba de ellos en forma de osamentas putrefactas que antaño fueron brazos y piernas. Por debajo de un fragmento de capitel asomaba un cráneo con un casco abollado, tachonado con púas. Eran los restos del viejo Gaak, el cabecilla y el que los había conducido a la muerte. Kurghaa agradecía en aquel momento su inconsciencia; gracias a él iba a presentar su candidatura a líder absoluto de la tribu.
Se había propuesto descubrir lo que se ocultaba tras los movimientos de tierra; cuando lo hiciese regresaría triunfante a la Madriguera y todos quedarían impresionados por su audacia. Sin duda los jóvenes tomarían partido por él y los más viejos se echarían atrás ante tamaña exhibición de valor. Cuando fuese nombrado jefe, iniciaría una campaña de conquista del resto de las tribus y una vez las sometiese, proseguiría con las de las islas vecinas. Acabaría convirtiéndose en el Rey Kurghaa, soberano absoluto de las Islas del Oeste. Sería el arrapacero más poderoso que hubiese hollado jamás la faz del Continente y obligaría a sus súbditos a que aprendiesen a cantar sólo para glosar su magnificencia. Él ya había compuesto una estrofa: «Kurghaa, Kurghaa…» y algo más que incluyese la palabra «murga». Sonaba épico ¡Qué grande iba a ser!
Claro que también cabía la posibilidad de que tanto él como la panda de alimañas que comandaba muriesen en aquel pasadizo subterráneo… pero prefería no tomarla en consideración. Demasiadas variables para su mente, pequeña y retorcida; ya tenía suficiente trabajo planeando lo que haría cuando fuese Rey.
—¿Vamos a entrar ahí? —preguntó Meeg.
—Para eso hemos venido, basura. Lo que sea que cause los terremotos está ahí abajo.
—Pero si eso es capaz de derribar montañas…a nosotros nos triturará —balbuceó un arrapacero jorobado.
Los demás asintieron el comentario de su compañero. Meeg les había contado la historia; los humanos, el gottren, lo que sucedió cuando bajaron por aquellas escaleras…
—Las montañas no pueden esconderse entre las sombras ni caminar con el sigilo que podemos hacerlo nosotros, estúpidos —replicó Kurghaa—. ¿Desde cuándo un vashniss tiene miedo a adentrarse en la oscuridad?
—No sé desde cuándo pero yo no voy a entrar ahí —afirmó con rotundidad otro de sus esbirros. El resto no tardó en sumarse a la negativa.
—¡Está bien, cobardes montones de mierda! —exclamó Kurghaa, indignado—. Vosotros quedaos aquí fuera y aseguraos de que nadie se acerque a la entrada. Meeg y yo bajaremos ya que somos los únicos con valor suficiente.
Sin mediar palabra cogió al susodicho por el brazo y lo arrastró con él al interior de la cripta. Meeg se preguntaba si en realidad tenía el valor suficiente o por el contrario también era un cobarde montón de mierda pero se internaron en la oscuridad del pasadizo sin que tuviese tiempo de llegar a ninguna conclusión.
Avanzaban pegados a las paredes, sin hacer el menor ruido. Eran digitígrados por su herencia corrupta y además veían en la oscuridad, como cualquier Erk. Su pequeño tamaño y sus cuerpos flacos y retorcidos les permitían ser prácticamente indetectables. En La Gran Guerra desempeñaron valiosas tareas de infiltración pero el posterior exterminio que sufrieron agudizó aún más su naturaleza cobarde; habían olvidado que al amparo de las sombras eran con toda probabilidad los seres más letales de La Creación.
Conforme bajaban escalones un asfixiante olor pútrido iba impregnando el ambiente. Su raza no destacaba por la higiene y pocas cosas existían más apestosas que sus Madrigueras, pero aquel hedor imposible de describir los obligaba a taparse las narices con los pliegues de sus ropas. Cuando terminaron las escaleras el techo del pasadizo se elevaba hasta casi perderse de vista. Bajo una capa de terrones desmenuzados y fragmentos de roca había un camino de baldosas idénticas a las del templo, que se prolongaba hacia delante hasta fundirse con las sombras.
Con cada paso que daban, el techo se iba elevando más y aquella pestilencia insoportable se acrecentaba. Llegó un punto en el que las baldosas del suelo desaparecieron y los arrapaceros miraron a su alrededor sobrecogidos. Estaban en medio de la nada, en una caverna subterránea que parecía abarcar la isla al completo. A lo lejos se escuchaba un sonido gorgoteante; algo así como los fuelles de una fragua de proporciones inmedibles.
—Kurghaa, soy un cobarde montón de mierda —admitió Meeg—. Quiero salir de aquí…
El cabecilla sacó su cuchillo y apoyó el filo en el gaznate de su compinche.
—No nos iremos sin saber qué demonios hay ahí —susurró amenazador.
Los dos seres prosiguieron su avance hasta llegar a una bifurcación que se internaba hacia su derecha. Aquel gorgoteo inquietante parecía provenir de allí. El hedor se había solidificado y tuvieron la sensación de estar cubiertos por alguna sustancia invisible, húmeda y pegajosa. Caminaron un buen trecho hasta encontrarse frente a un muro de rocas negras que les cortaba el paso. Sobre él, a más de noventa pies, una abertura dejaba escapar aquel sonido estremecedor acompañado por ráfagas de peste indescifrable.
—Ya no podemos seguir —masculló Meeg—. Volvamos; podremos contar que hemos encontrado una pared…Y que aquí dentro apesta…Y…
Kurghaa no prestaba atención a sus gimoteos y palpaba la superficie del muro en busca de alguna rendija o algo que revelase la existencia de un cerrojo.
—Está húmedo; nunca había visto piedras como éstas —comentó mientras daba golpecitos sobre las rocas con la empuñadura del cuchillo.
El sonido cesó de repente dando paso a un silencio sepulcral. Tras unos instantes en los que sólo pudieron escuchar su propia respiración, una voz horripilante restalló como un trueno contra las paredes de la caverna.
—Mis hijos vienen a visitarme ¡Oh, sí!
El muro comenzó a elevarse dejando al descubierto una sala amplísima surcada por una serie de murallas curvas de piedra negra que formaban algo similar a un laberinto. Los arrapaceros se quedaron donde estaban, temblando de miedo y abrazados el uno al otro. Sus cerebros les ordenaban huir de inmediato pero sus piernas eran incapaces de reaccionar. Aquellas murallas empezaban a moverse en todas direcciones, primero con lentitud y después a gran velocidad. Unas se elevaban, otras se escoraban a derecha e izquierda y otras nuevas brotaban del suelo. Todas ellas se retorcían, componiendo un espectáculo desquiciante que impresionaba y aterrorizaba a la vez.
Del fondo de la galería surgía una forma gigantesca que se aproximaba; cuando alcanzó su posición constataron que lo que les habían parecido paredes y murallas no eran tales sino que formaban parte del cuello de aquella monstruosidad.
Una cabeza descomunal se alzaba frente a ellos. La presidía un rostro con rasgos de reptil flanqueado por dos orejas membranosas como alas de murciélago, muy parecidas a las suyas. Las cuencas donde debieron estar sus ojos eran dos masas de oscuridad impenetrable. Tras sus fauces, un ejército de dientes negros y afilados se desplegaba alrededor de aquella boca demencial. Cuando habló, su lengua viscosa, roja como la sangre, empezó a retorcerse y una bocanada de olor nauseabundo emergió de su garganta.
—Sólo son mestizos —se lamentó con una voz grave y desgarrada; los arrapaceros se taparon los oídos en un acto reflejo—. Débiles bastardos… Quizás mi estirpe esté en verdad extinta… Quizás los humanos tenían razón ¡Oh, sí!
Alzó la cabeza y su cuello serpenteó hacia atrás para dejar espacio al otro horror que emergía en aquel momento de las profundidades de la galería. Era muy similar pero su boca se asemejaba al pico torcido de un ave de presa.
—Mis hijos ya no existen. —Su voz sonaba agrietada y marchita como la de una vieja—. Estas criaturas patéticas son todo lo que queda…Pagarán por ello… ¡Oh, sí! ¡Lo pagarán!
La abominación se fue elevando hasta que ambas cabezas quedaron situadas al mismo nivel, balanceándose mientras sus cuellos se entrelazaban. Los arrapaceros pudieron ver entonces que las dos pertenecían a un mismo cuerpo; una oscura montaña de escamas de la que brotaban cuatro patas torcidas, rematadas por garras de afiladas uñas negras. Un cepo unido a una cadena herrumbrosa, blanca en otro tiempo, atenazaba una de ellas y mantenía al leviatán preso en aquella mazmorra gigantesca.
El monstruo empezó a mover su corpachón y provocó uno de aquellos terremotos que asolaban la isla desde hacía meses. Arrastraba su cola inacabable, que se deslizaba por el suelo haciéndolo vibrar. Las orejas y narices de los arrapaceros palpitaban de modo vertiginoso.
—Pronto los humanos me llamarán ¡Oh, sí! —gruñó la cabeza de reptil—. Me permitirán ver después de miles de años y entonces destruiré para ellos.
—Quizás no cumplan su promesa…Quizás pretendan engañarme —gimió la otra cabeza—. Quizás piensen que Zighslaag es su sirviente…Son ingenuos esos seres… ¡Oh, sí!… Ingenuos y ambiciosos.
—Por ahora esperaré —añadió la cabeza de reptil—. No tengo prisa… No puedo tenerla…Tarde o temprano ese humano estará de nuevo en mi presencia… ¡Oh, sí!
—Y entonces morirá… Entonces todos morirán —concluyó la voz marchita mientras un torrente de babas goteaba por su pico de buitre.
Zighslaag empezó a reírse con sus dos voces al unísono y los arrapaceros sintieron que una lanza afilada les atravesaba los oídos de una parte a otra de la cabeza, aunque en realidad ya estaban muy lejos de allí. A mitad del extraño monólogo dialogado, Meeg echó a correr en dirección a la salida y Kurghaa no tardó en imitarle; en ese instante ascendían por las escaleras a toda prisa. Una vez salieron al exterior siguieron corriendo sin detenerse siquiera al pasar junto a sus compañeros, que vigilaban la entrada a la cripta desde una distancia más que prudencial.
No pensaban aminorar la velocidad hasta llegar a la Madriguera. Allí estarían a salvo… quizás.
Consulado Imperial, Vardanire
—¿Realmente esperabas que te brindase mi apoyo en esta locura, padre? —rugió Hígemtar.
—Eres el Gran Mariscal de los ejércitos de Rex-Drebanin. Y mi hijo mayor —respondió Húguet Dashtalian—. Por ambos motivos me debes obediencia pero ahora me dirijo a ti como mi futuro heredero; el encargado de guiar a nuestro pueblo cuando yo muera.
Estaban reunidos en el pequeño despacho que el Cónsul destinaba a las audiencias. Húguet había puesto a su hijo al corriente del plan y éste se mostraba en total desacuerdo, tal como supuso desde un principio.
—¿Tu heredero? No sólo ofendes mi honor con tu propuesta sino que directamente me insultas ¡Me consideras un auténtico estúpido! —exclamó encolerizado el militar—. ¿Tu heredero? ¡Ja! Imagino que ésa es la razón por la cual soy el último al que se informa de esta monstruosidad. Hasta mi hermana pequeña conoce los detalles de tus maquinaciones, padre. Muchos de mis propios hombres saben más que yo ¡Por el Grande que es gracioso! ¡Repugnantemente gracioso!
Hígemtar caminaba de un lado a otro con el rostro desencajado por la cólera. Sin poder contenerse, golpeó con el puño una de las estanterías y decenas de libros se desparramaron por el suelo. Se sentía un monigote, uno más de los muchos que manipulaba su padre. Estaba escandalizado por la ignominia pero lo más doloroso era ver cómo sus esfuerzos por ser un digno heredero del cargo seguían siendo estériles.
Húguet siempre había menoscabado sus aptitudes. Valor y habilidad con las armas eran nimiedades comparados con la sutil inteligencia de Lehelia o con ese maldito poder que parecía albergar su hermano pequeño. Hígemtar sabía que Lehelia sería la heredera y lo asumía con resignación; se conformaba con el cargo de Gran Mariscal ya que era consciente de que su carácter lo incapacitaba para moverse con eficacia en el turbio terreno de la política. En cambio estaba orgulloso de sus dotes de mando y había convertido la Guardia del Consulado en una fuerza de combate bastante aceptable. Entrenaban sin descanso y mostraban una actitud mucho más marcial que antaño. Vardanire tenía una caballería muy competente, una infantería disciplinada y la puntería de sus arqueros mejoraba día a día merced a la preparación exhaustiva a la que eran sometidos.