Presagios y grietas (32 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—¡Ése es mi Campeón! —exclamó el Emperador cuando Igarktu le desgarró el cuello a uno de sus rivales—. Miradlo bien, amigos; el guerrero más grande de todo el Imperio.

Dio un trago a su copa, el vino se le derramó por la barbilla y goteó sobre el jubón de seda roja que vestía. Una mancha húmeda empezó a crecer en el blasón bordado con hilo de oro que lucia en el pecho. El Comandante Hovendrell no prestaba atención a la pelea y contemplaba absorto la figura de su Señor. Belvan VI tenía treinta y seis años que había dedicado en exclusiva a gozar de los placeres de la vida. Empleaba todo su tiempo en comer, beber, fornicar y dormir; si se mantenía delgado se debía únicamente a su frenética actividad sexual. El gobierno del Imperio le traía sin cuidado y estaba en manos de los Intendentes de las provincias que lo componían. En lo referente a Tierras Imperiales la tarea recaía en el llamado Consejo de Nobles, un grupo de cinco Barones que regentaban otras tantas Baronías y tomaban todas las decisiones políticas. Eran el único vestigio que quedaba del antiguo sistema feudal.

Antes de La Gran Guerra, El Continente estaba dividido en multitud de feudos independientes gobernados por casas nobles desde tiempos inmemoriales. Los sherekag arrasaron aquellos pequeños reinos uno por uno, con suma facilidad. Los estragos que durante noventa años causó la confrontación obligaron a reestructurar todo el sistema territorial y de gobierno; las tierras del Continente se unificaron y el ya anciano Comandante Belvann Dellmaher fue coronado Emperador con un consenso abrumador.

El joven Imperio se dividió en cinco provincias gobernadas por otros tantos Cónsules. Los cargos recayeron en las familias Dashtalian, en Rex-Drebanin, Hofften, en Rex-Higurn, Hemmierth, en Rex-Callantia y Góller, en Rex-Preval. Excepto estos últimos, que gobernaban de modo testimonial, el resto eran los más destacados Generales del conflicto, héroes de La Gran Guerra y hombres de la total confianza de Belvann I. El cargo de Cónsul de la provincia de Tierras Imperiales quedó en manos del mismo Emperador, que mostrando inesperadas dotes para la política dividió a su vez la provincia en cinco Baronías y cedió su gobierno a las familias nobles que habían sobrevivido a la devastación de La Gran Guerra. Belvann Dellmáher no era más que un soldado y pensó que de este modo su territorio estaría gestionado por gentes que tenían experiencia en esas lides. En el resto de provincias se instauró un sistema de sufragio que permitía al pueblo elegir a sus propios Intendentes.

El Comandante Hovendrell reflexionaba sobre la situación actual y si la habían previsto los fundadores del Imperio. Belvann VI era un hombre incapaz sumido en una vorágine de vicios y depravación. Los Barones estaban más ocupados de sus intereses particulares y los Cónsules aumentaban su poder cada día que pasaba. En ese momento, Rex-Callantia era con diferencia la provincia más rica del Imperio. La capacidad militar de Rex-Preval era una amenaza permanente, sólo atenuada por los conflictos entre los Señores de la Guerra. El Intendente Hofften, de Rex-Higurn, sentía auténtica repulsa por el Emperador y no podía descartarse un futuro intento separatista por su parte. Finalmente, el Cónsul de Rex-Drebanin era el hombre con mayor talento para gobernar que Hovendrell había visto jamás.

En sus muchos años como Comandante en Jefe de los Ejércitos Imperiales había conocido a un buen número de Cónsules y ninguno de ellos llegaba a la suela de la bota de Húguet Dashtalian; ni en capacidad, ni en inteligencia, ni en ambición. Por eso los rumores que llegaban le resultaban tan alarmantes.

—¡Ése es mi chico! —chilló Belvann cuando Igarktu atravesó con su espada el cuerpo de otro de sus oponentes.

—Ese hombre es formidable, Alteza —comentó el Barón de Vrauss—. Los provincianos de Rex-Drebanin debieron quedar impresionados cuando ensartó a su Campeón como a un trozo de carne —añadió entre risas.

—Precisamente para eso lo envié, amigo Vrauss —respondió el Emperador sin quitar ojo al combate—. De vez en cuando conviene recordar a todos mis súbditos dónde reside el mayor poder del Imperio ¡Oh, mira eso, por El Grande!

Igarktu le había rebanado la cabeza de cuajo al último de sus rivales. El público que abarrotaba el Gran Círculo de Ciudad Imperio jaleaba su nombre mientras el luchador se aproximaba con paso sosegado al palco. Cuando se situó bajo él, levantó la espada y dedicó su triunfo al monarca.

—¡Magnífico, muchacho! ¡Excepcional! —gritaba Belvann, entusiasmado.

El Comandante Hovendrell decidió abordar el tema en ese mismo instante, antes de que el Emperador se involucrase en alguna estúpida conversación.

—Alteza, necesito hablar en privado con vos. Se trata de un asunto de suma importancia que requiere vuestra inmediata atención.

—¿Es eso cierto, Hovendrell? ¿De verdad tu asunto merece más atención que el que tengo ahora entre manos? —El Emperador se reía mientras sobaba los pechos de la mujer que tenía en brazos.

—No osaría interrumpiros de no ser así, mi Señor —respondió Hovendrell sin alzar la vista del suelo.

—Vayamos entonces —dijo Belvann con voz agria—. Lo siento preciosa, mis deberes me reclaman inoportunamente, como siempre. Ve a mi carruaje y espérame allí —añadió dándole una palmada en el trasero.

La chica se marchó contoneando las caderas mientras el Emperador se mordía el puño, exasperado. Después de una exhibición de violencia como la que acababa de presenciar lo que más le apetecía era fornicar compulsivamente. Esperaba que aquel carcamal no lo entretuviese demasiado con sus sandeces.

Los dos hombres caminaron hacía la salida del Gran Círculo seguidos muy de cerca por la guardia personal del gobernante, cuatro soldados de élite que jamás se separaban de él y sobre los que Hovendrell no tenía ninguna autoridad. Pertenecían a los Gloriosos Devastadores, la fuerza de combate mejor adiestrada del Imperio.

—¿Y bien Comandante? ¿Qué asunto es ese tan grave como para permitir que mis imperiales partes ardan de pasión sin poder sofocarse?

—Señor, nos han informado de movilizaciones de tropas en Rex-Drebanin. Al parecer las guarniciones de las diferentes Intendencias se están reuniendo en los territorios de Dahaun. No sabemos con qué fin.

—¿Y se puede saber en qué afecta eso a mis ganas de follar, Hovendrell? —interrumpió Belvann a voces—. ¡Por el Grande que eres tan inoportuno como estúpido! ¡Dashtalian sabrá lo que hace! ¡Es su territorio, maldita sea!

—Majestad, precisamente eso es lo que me preocupa —prosiguió el militar sin inmutarse ante la impertinencia—. Tenemos también noticias del cese repentino de las hostilidades en Rex-Preval y hay rumores de algún tipo de pacto entre los Señores de la Guerra y el Cónsul Dashtalian.

—Bien, el viejo zorro habrá contribuido a que esos lobos rabiosos sellen la paz lo cual me complace, por supuesto, pero no me parece un asunto tan urgente como para interrumpirme cuando me dispongo a cabalgar sobre las nalgas de esa moza. ¡Pero qué voy a esperar de un vejestorio como tú, incapaz sin duda de tener una erección desde hace décadas, por El Grande!

—Alteza… también hay informes al respecto del avistamiento de ingentes tropas de sherekag en esos territorios. —A duras penas el Comandante seguía con su informe sin perder la compostura—. Los rumores de hace meses se confirman y…

—¿Y…? ¿Rumores? ¡Por todos los demonios, Hovendrell! —gritó Belvann fuera de sí—. ¡De tus malditos rumores ya se ocupará Húguet sin incordiarme con vaguedades y simplezas! Ese hombre sí que asume sus competencias y no como tú, que cada dos por tres vienes a importunarme con tus rumores, dudas, informes y demás zarandajas.

—Pero, mi Señor, deberíais considerar el peligro de… —Una vez más, el Comandante no pudo terminar su exposición.

—¡El peligro de seguir contando con un viejo chocho como Comandante en Jefe de mis ejércitos! ¡Por toda la maldita Creación! ¿Insinúas que Húguet planea algo contra mí? ¿Él, que precisamente brilla por su buen hacer entre el rebaño de estúpidos que me rodea? ¡Quítate de mi vista de inmediato!

Allí de pie, el Comandante contempló cómo el carruaje partía a gran velocidad en dirección al palacio, seguido a caballo por su silenciosa escolta. En aquel momento recordaba el frustrado intento de asesinato del que fue víctima Belvann VI días después de su coronación. Uno de los Barones, al que el monarca había humillado públicamente, intentó atravesarlo con su espada en un pleno del Consejo de Nobles.

Fue el mismo Hovendrell quien mató al ofendido atacante y ahora se planteaba si actuó correctamente al cumplir con su deber.

Algún lugar de la frontera Hiristia-Darnavel

Herdi Hérdierk vigilaba el camino agazapado entre el follaje. Llevaba un día entero escondido en los matorrales de aquella colina, viendo desfilar ante él tropas y más tropas de humanos armados para la guerra. Ya era de noche y habían transcurrido un par de horas durante las cuales no observó movimiento. Quizás era el momento de abandonar su escondrijo y reanudar su viaje.

Desde que logró evadir a los sherekag y escapar del Bosque del Lancero había caminado sin descanso en dirección a La Cantera de Hánderni. A menudo hubo de refugiarse, alarmado por el tránsito de tropas humanas que se dirigían al oeste. Lo primero que pensó fue que la matanza de Dahaun había llegado a oídos del Cónsul y éste mandaba a sus ejércitos para combatir la amenaza; pero de inmediato recordó que los enanos supervivientes fueron perseguidos tanto por aquellos salvajes como por soldados humanos de la guarnición de Dahaun. Ignoraba si la iniciativa partía del Intendente Fesserite o el anciano seguía órdenes del propio Cónsul. Fuera como fuese no pensaba volver a confiar jamás en ninguna raza que no fuese la suya propia.

Aquella movilización militar le hacía temer lo peor. Quizá La Cantera estuviera bajo asedio. La táctica de dividirlos les había servido para ejecutar a gran parte de su pueblo pero si lo que pretendían era conquistar el reino de la montaña, la ingenuidad de aquellos humanos era desmesurada. Las puertas estarían cerradas y la muralla que su propio padre edificó era infranqueable.

Algo lo distrajo de sus cavilaciones. Por el camino avanzaba con lentitud una carreta tirada por dos caballos. Conforme se iba aproximando constató que las riendas las llevaba una campesina humana; a su lado se sentaba un niño, o quizás fuera una niña, que no podía tener más de siete u ocho años.

En aquel momento sentía una animadversión absoluta hacia la raza humana. Su primera intención fue robarles el carro y utilizarlo para regresar con los suyos. Los caballos parecían jóvenes y fuertes; quizá al galope pudiese llegar a Risco Abierto antes del amanecer. Pero su mente pronto descartó la opción. Aquella pobre mujer y su hija no eran en modo alguno responsables de la desgracia que había sufrido su pueblo. No podía dejarlas sin el carro; con toda probabilidad sería su pertenencia más valiosa.

Tras meditarlo optó por una solución intermedia: se llevaría uno de los caballos. De ese modo podrían proseguir su viaje con el otro animal. Sería suficiente, ya que no parecían tener prisa. Nunca había montado un caballo pero imaginaba que no sería muy distinto de un poni, excepción hecha del tamaño. Con esta idea descendió por la pendiente de la colina y se situó en medio del camino blandiendo su pico. Cuando el carro llegó donde estaba posicionado, levantó un brazo y exclamó con decisión:

—¡Alto, humana! Necesito uno de esos animales; dámelo y podrás continuar tu viaje sin mayores contratiempos.

Las mantas que cubrían el carromato salieron volando por los aires y del vehículo descendieron de un salto los dos humanos más altos que Herdi había visto en su vida.

—Márchate, enano, o los contratiempos serás tú quien los tenga —le advirtió el más corpulento de los hombres al tiempo que desenvainaba un mandoble inmenso.

Herdi estaba confuso. La repentina aparición de los dos individuos desencajaba todas las piezas de su plan; la vista del acero desnudo lo impelía a cargar contra ellos y seguir vengando afrentas. Decidió hablar antes de actuar pero de ningún modo iba a arredrarse a esas alturas.

—Necesito un caballo para regresar con mi pueblo; debo avisarles de un serio peligro y por Gorontherk que si he de acabar con vosotros lo haré sin dudarlo —afirmó mientras apretaba con fuerza el mango de su pico.

—Esa montura te derribará en cuanto trepes sobre ella, amigo —susurró el humano más alto—. Además, con esa herida no vas a llegar muy lejos.

Señalaba con el dedo el brazo derecho de Herdi, del que volvía a manar gran cantidad de sangre. En su momento se aplicó un vendaje improvisado que no se había molestado en renovar. Ignoró el dolor durante días pero la herida había permanecido abierta y estaba visiblemente infectada. Las manchas amarillentas se alternaban con las marrones sobre el paño enrollado y sucio que la cubría. La sangre chorreaba espesa y alarmante.

—Déjame que vea esa herida. —La niña bajó del carro y caminó con decisión hacia el enano. Tenía los ojos azules y la luz de la luna se reflejaba en ellos como lo haría en las tranquilas aguas de un arroyo.

La pequeña entornó los párpados y posó sus manos sobre su robusto brazo. Un suave cosquilleo recorrió su cuerpo y la brisa nocturna se introdujo por su nariz como una bocanada de vida; la herida del brazo empezó a cerrarse y lo mismo sucedió con la que tenía en la espalda. Una paz como no había sentido desde su infancia lo embargó y fue perdiendo la consciencia hasta quedar tendido en el suelo.

—Recoged a ese pobre y subidlo a la carreta —dijo Adalma—. No pretendía hacernos daño, estoy segura.

—Pidió un caballo cuando podía haber intentado llevarse el carro —terció Willia desde la parte de atrás—. No podemos dejarlo aquí.

—No, no lo vamos a dejar aquí. —Berd alzó en volandas al enano—. Pero tampoco podemos llevarlo a su Cantera. Sería demasiado arriesgado.

—Ver lo que ha sucedido en su hogar le provocaría un sufrimiento innecesario —intervino Gia—. Llevémosle con nosotros a Rex-Higurn; allí será acogido por el pueblo de La Cantera de Sófolni y podrá informar de las desgracias acaecidas a su gente.

—Hermana, lamento ser tan poco espabilado —susurró con ironía Levrassac—, pero desconozco por completo esos sucesos tan graves de los que hablas. Como nuestro amigo no parece estar en condiciones, quizá tengas a bien explicármelos… Si no es molestia, claro está.

—Sus compañeros han sido masacrados. —La niña miraba al asesino sin poder disimular su irritación—. Regresa a La Cantera de Hánderni para alertar a su pueblo pero ignora que han sufrido idéntico destino.

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