Todo aquello tampoco servía para nada; su padre había planeado un despliegue militar sin precedentes y ni tan siquiera se molestó en consultar el asunto con el Gran Mariscal de sus ejércitos.
—Debo suponer que estás tras el asesinato del padre de mi esposa, ¿no es así? —prosiguió—. Imagino que tu rápido consentimiento a que me desposase con Valissa venía motivado por la fortuna y la flota de Lóther. Te importa un bledo el amor que sienta por mi mujer ¡Cómo puedo ser tan idiota, por toda La Creación!
El enfurecido Mariscal cogió una de las sillas, la estrelló contra la pared y la hizo pedazos. Húguet lo observaba impasible; pese a la frialdad que trataba de aparentar, aquella situación le desgarraba el alma. Sabía que no se atendría a razones de ningún tipo y no lograba reunir el valor para desmentir el tropel de acusaciones que le lanzaba.
—Te has aliado con esos salvajes prevalianos. Con los gottren… ¡Con los sherekag, por El Grande! Has permitido que una criatura surgida de los Abismos posea el cuerpo de tu hijo menor… ¡De mi propio hermano! Padre, ¿cómo un linaje tan noble puede degenerar en tales aberraciones?
—No espero que me comprendas; de todos mis hijos, tú eres el que más se parece a tu madre y ella tampoco hubiese aprobado mis actos. Es por eso que decidí no revelártelos hasta el último momento. Aún mantengo la esperanza de que tu fidelidad hacia tu padre, tu pueblo y tu rango se impongan a tus principios. Son admirables y te honran pero también son meras utopías.
—¿Fidelidad? ¿Y qué hay de mi fidelidad como esposo? —A Hígemtar se le quebraba la voz—. Valissa está destrozada por la pérdida de su padre. Día a día ve cómo la vida de su madre se apaga postrada en la cama en la que permanece desde que halló el cuerpo de su marido, degollado y cubierto de sangre. Los médicos dudan que llegue a recuperar la cordura.
Húguet se mantuvo en silencio. Prefería que su hijo vomitase todo lo que llevaba dentro antes de tomar cualquier decisión. Cuando se hubiese vaciado, sería el momento de valorar la situación.
—¿Y qué me dices de mi fidelidad al Imperio? ¿Qué me dices de los juramentos de nuestros antepasados? Juraron sobre un suelo manchado con la sangre de nuestro pueblo y con la de esos viles seres a los que combatieron… Esos, que ahora son tus aliados ¿Y mi fidelidad a mis hombres? ¿He de mandarlos a una campaña destinada al fracaso para que luchen en compañía de bestias contra los de su misma raza? ¿Eres consciente de lo que me estás pidiendo, padre?
—El Emperador es un ser despreciable, incapaz de gobernar su propia entrepierna —respondió Húguet con frialdad—. Tus hombres lucharán por su Cónsul, algo que tú no pareces dispuesto a hacer. Puedo asegurarte que nuestra campaña no fracasará y en lo referente a tu esposa…
—¡Basta! No quiero escuchar más. Nunca te apoyaré en esta demencia, padre ¡Nunca! Ya puedes asegurarte de que me maten ahora mismo; de no ser así me verás en el otro bando, si es que llegamos a encontrarnos en el campo de batalla.
Hígemtar se encaminó hacia la salida pero antes de que pudiese coger el pomo de la puerta ésta se abrió y el cuerpo gigantesco de Mough invadió el despacho; tras él iba el Capitán Estreigerd.
El Mariscal escrutó con desprecio a los recién llegados y se dio la vuelta para contemplar el rostro de su padre. Húguet le daba la espalda; permanecía con la vista fija en el cuadro de su abuelo, el Cónsul Arbbas.
Desenvainó su espada y miro a Estreigerd a los ojos.
—Nunca pensé que moriría a tus manos, Drehaen.
El Capitán no se atrevía a sostener aquella mirada acusadora. Desde niños habían sido inseparables y si en su pecho había algo parecido a un corazón, aquella fue una de las pocas veces en su vida que fue consciente de ello.
Pero el gottren no albergaba mayor aprecio por Hígemtar del que sentía por cualquier otro ser vivo, así que blandió sus dos hachas y se abalanzó sobre él sin mayores preámbulos. El ruido del combate resonó por toda la planta baja del palacio pero los guardias estaban sobre aviso y tenían orden de no intervenir. Se mantuvieron en sus puestos, ignorando el tañido repiqueteante del acero.
Cuando escucharon el grito de su Mariscal algunos bajaron la cabeza apesadumbrados. La mayoría ni se inmutó.
Puertociudad
—Por lo menos ya no tiene pesadillas —comentó con desgana Levrassac.
—Gia dice que es ahora cuando realmente descansa —respondió Willia—. Las heridas estuvieron apunto de matarlo; ha pasado los últimos días entre la vida y la muerte.
—Y aún así quería batirse conmigo y con el Pretor. Había oído que los enanos eran duros pero éste debe de estar loco.
—Claro; sólo un demente osaría desafiar al terrible Levrassac, el terror de los callejones de Vardanire. —Willia lo miró con desdén—. Ahora voy a levantarme para mojar el paño en la jofaina. No me mates, por favor.
El mercenario sonrió, inclinó la silla hacia atrás y apoyó la cabeza contra la pared.
Desde su llegada a Puertociudad, Willia y Levrassac no habían abandonado en ningún momento aquella habitación. Berd insistió en que permaneciesen en la posada mientras él buscaba un barco que los llevase hasta Rex-Higurn. El Cónsul había puesto precio a sus cabezas y la estatura de Levrassac llamaba demasiado la atención.
Mientras la prostituta cuidaba del enano, el Pretor, su esposa y la pequeña Nar se hacían pasar por una familia higurniana en busca de transporte para regresar a su hogar. De momento no lo habían conseguido.
—Espero que pueda caminar para cuando nos larguemos —dijo Levrassac—. Ya corremos suficiente riesgo dejando que nos acompañe como para tener que llevarlo a cuestas.
—Tú puedes largarte cuando te plazca, mercenario. Yo no pienso irme de aquí hasta que esté recuperado, de eso puedes estar seguro.
Willia se estaba aplicando a conciencia en cuidar a Herdi; le daba agua cuando la pedía, le ponía telas húmedas en la frente para aliviarlo y le acariciaba la mano cuando lo asaltaban las pesadillas. Las pocas veces que recuperaba la consciencia respondía a sus preguntas en la medida de lo posible; muchas de ellas eran simples delirios.
—Como quieras. Pero no creas que en Puertociudad estás a salvo, señorita Wedds. Cuando aparezca el rubio, ruega para que tu enanito esté en condiciones de empuñar un arma.
—Rogaré y la empuñaré yo misma si es preciso —zanjó Willia.
—Las…las topadoras en aquel sector… —Herdi estaba delirando de nuevo—. Necesito tres…no, cuatro… ¡Tradi!
El enano se revolviá y balbuceaba cosas inconexas mientras las gotas de sudor volvían a cubrir su rostro. Willia se sentó junto a la cabecera de la cama, lo tomó del brazo y empezó a secarle la frente susurrando palabras tranquilizadoras.
Recostado en su silla, con las piernas apoyadas sobre el respaldo de otra, Levrassac la observaba el silencio. Parecía cansada y los años que no aparentaba tener asomaban por su rizada cabellera negra en forma de canas dispersas. Seguía siendo preciosa.
La había visto recorrer las calles de Vardanire desde que era poco más que una niña, siempre coqueteando y seduciendo a comerciantes, sacerdotes y soldados. Sabía que se lo habían hecho pasar mal en muchas ocasiones pero nunca faltaba en sus labios esa sonrisa sencilla y sincera, que no mentía jamás. No enmascaraba maquinaciones tortuosas ni perseguía fines retorcidos. La sonrisa de Willia daba lo que prometía a todo aquel que pagara su precio.
Irónicamente, el fin de sus días como ejecutor a sueldo venía de la mano de la misma persona con la que se iniciaron. Quizá los Maestros tenían razón y no eran más que simples piezas en un tablero de dimensiones cósmicas, condenadas a moverse de la misma forma, una y otra vez, ejecutando maniobras insondables, avanzando hacia un destino incierto; o quizá fuera otra cosa que al asesino se le escapaba. De un modo u otro, se sentía impelido a proteger a aquella mujer y destripar a cualquiera que se atreviese a hacerle daño.
El Jefe de Brigada Levrassac se encontró por primera vez cara a cara con el mundo de los hombres cuando se trasladó a Vardanire; hasta entonces no había abandonado el Templo de la Orden más que para patrullar por las inmediaciones y cazar en los bosques cercanos. Lo adiestraron para suceder a su padre como dictaba la tradición y desde niño fue instruido en todas las artes de combate conocidas. En aquel entonces los Custodios ya estaban en franca decadencia y no eran ni una sombra de lo que antaño habían llegado a ser. La Guardia armada la componían un centenar de hombres muy bien entrenados pero en su mayoría de edades avanzadas. Los monjes eran todavía más viejos y apenas una cincuentena.
La función que desempeñaban era ya nula. Rara vez recibían visitas y su rutina se limitaba a estudiar en el caso de los monjes y a entrenarse en el caso de los guerreros. Una anciana costurera era la única mujer que vivía en el monasterio. Sus dos hijas lo abandonaron para casarse en cuanto cumplieron la mayoría de edad. Levrassac era un niño entonces, el último en nacer tras aquellos muros.
Un día se presentó el Cónsul de Rex-Drebanin con su hijo en brazos y la monotonía del Templo se vio turbada por primera vez en siglos; los Maestros verificaron que aquel niño poseía el Don y encargaron su tutela a Véller, que a sus sesenta y cinco años era el más joven de todos ellos. A uno de los Pretores le fue asignada la misión de protegerlo y eligió como acompañante a Levrassac.
La perspectiva de abandonar aquellas montañas lo sedujo de inmediato; no conocía otra cosa y el Continente era inmenso según decían. Allí sólo podía aspirar a alcanzar el rango de Pretor de un ejército caduco compuesto por dos reducidos pelotones de veteranos sin hijos que los sucedieran. Se veía a sí mismo envejecido y encorvado como los grandes abetos que rodeaban el monasterio, sin otra ocupación que mantener su espada afilada y esperar que se presentase la ocasión de usarla.
Cuando el Cónsul y su séquito partieron de regreso a Rex-Drebanin, dos jinetes los siguieron en secreto. Sus instrucciones eran infiltrarse en Vardanire sin revelar a nadie su identidad y estar a disposición de Véller en todo aquello que necesitase.
Levrassac se acomodó en un cuchitril del Distrito de Las Ratoneras, una zona conflictiva que se extendía al norte de la ciudad, justo detrás de los muros del Consulado. Se hizo pasar por un soldado de fortuna y empezó a alternar con lo más granado de la delincuencia de Rex-Drebanin. No tardo en ser testigo de la complejidad de aquel mundo que tanto había deseado conocer.
La miseria de Las Ratoneras contrastaba poderosamente con la opulencia de otras zonas de la ciudad, pero la calidad de las ropas que vestían no diferenciaba demasiado a los habitantes de aquella urbe podrida. Los hombres ricos contrataban espadachines para asesinar a sus rivales por simple competencia comercial. Los mercenarios desconocían el concepto del honor y se ensañaban con sus víctimas innecesariamente. Los guardias, encargados de hacer valer la justicia eran en muchos casos los más corruptos y crueles.
Vio a castos sacerdotes del Grande contratando los servicios de prostitutas y a hombres respetables, asiduos a las ceremonias del Culto, golpeando con salvajismo a sus propias esposas y a sus hijos. Incluso sabía de una casucha en una de las callejuelas más nauseabundas en la que vivían un par de viejas arrugadas que compraban niños recién nacidos, quién sabía para qué depravadas prácticas.
Los hombres vendían su dignidad, las mujeres vendían sus cuerpos, las madres vendían a sus hijos y todos ellos tenían constantes compradores. Levrassac conoció también a hombres honrados que perdieron sus negocios y sus vidas mientras hombres despreciables se enriquecían y prosperaban. En aquel juego de la supervivencia civilizada el que no hacia trampas terminaba perdiendo, antes o después.
La mente del joven Custodio empezó a retorcerse. Más allá de la disciplina con la que fue educado no había nada. Sus semejantes se devoraban unos a otros según los más primitivos dictámenes de la naturaleza; se escondían tras supuestos y preceptos que se esfumaban cuando aparecía el metal, bien fuera oro o acero. El que poseía uno de ellos tenía acceso al otro. Era simple; cruelmente sencillo. El oro compraba acero y el acero conseguía oro. Todo lo demás era una repugnante mentira.
Una noche, en un antro llamado
La Cabeza del Oso
, escuchó la historia que un cliente apesadumbrado le contaba al posadero. A su hija la habían apaleado y violado. La chica tenía una relación con uno de los guardias y éste la repudió, le dio una paliza y la mandó encarcelar. Dos guardias más habían abusado de ella en los calabozos. Sólo tenía quince años y en esos momentos estaba postrada en la cama, con varios huesos rotos.
Agazapado tras un ventanal, Levrassac espió a la convaleciente mientras sus hermanas la cuidaban. Apenas ocupaba la mitad de la cama; era morena, pequeña… Tenía el rostro amoratado y arrugaba la nariz cada vez que se movía debido al dolor de las magulladuras.
Días más tarde, los cadáveres de los tres guardias aparecieron en diversos puntos de la ciudad. Uno de ellos estaba con una mujer en el momento de su muerte; la encontraron arrodillada junto al cuerpo, en estado de histeria. Cuando le pidieron una descripción del asesino dijo que la Muerte había surgido de entre las sombras blandiendo una espada enorme y cubierta con su mortaja.
Levrassac puso su acero a la venta y durante más de veinte años aceptó cientos de encargos. Rara vez rechazaba alguno; cuando se informaba sobre sus víctimas, comprobaba que el individuo en cuestión era una sucia rata más que merecía la muerte. Con el tiempo se vio obligado a huir de la ciudad y se instaló en una caverna a las afueras, en la misma frontera con los territorios de Iggstin. Medía casi siete pies y pese a que solía cubrirse el rostro con la capucha de su capa su figura resultaba muy fácil de identificar. Cuando pusieron precio a su cabeza algunos incautos intentaron cobrarlo, sin obtener más compensación en metálico que el frío del acero atravesando sus cuerpos.
—¿Por qué me ayudas?
Willia interrumpió sus pensamientos con una pregunta que no era la primera vez que formulaba. El asesino se levantó de la silla y se encaminó hacia la ventana. Encorvando su largo cuerpo, asomó la cabeza y respiró la brisa del mar. Pese a la fuerte mezcla de olores que provenía de los miles de bultos que se apilaban en las dársenas del puerto, el aroma inconfundible del agua salada se imponía al resto. La naturaleza estaba siempre ahí, abarcando el mundo con sus brazos de tierra y agua. Acunando en su regazo todo lo conocido, indiferente ante la vida o la muerte, la virtud o la infamia. Aquello parecía reconfortante pero si se le daba la vuelta resultaba descorazonador.