Urdhon
Tras las murallas, rostros adustos. Fuera de ellas, árboles negros. Cientos de estrellas en el firmamento y leguas de nieve gris en derredor..
Sobre la empalizada, los arqueros intercambiaron miradas que buscaban esperanza y sólo encontraban angustia. Apostados frente al portón principal, treinta jinetes trataban de tranquilizar a sus monturas; se revolvían entre relinchos y bufidos que apenas rompían aquel silencio descorazonador. El último trineo abandonó el fortín por el pórtico trasero guiado por una anciana encorvada y un niño de apenas tres pies de alto; la portezuela de madera se cerró con un crujido mudo.
Uno de los arqueros dio el aviso pero ni él mismo pudo escuchar su voz. Al constatarlo, saltó de su torreta y aterrizó sobre el suelo haciendo gestos con las manos. La manivela de madera empezó a girar y el portón se fue abriendo; a través de él se veía un horizonte demencial. El color ceniza del suelo se fundía con las tinieblas que se elevaban por encima de las copas de los pinos hasta el mismo cielo. La oscuridad se difuminaba hasta desaparecer en la bóveda celeste cubierta de pequeños destellos y dominada por la luna llena. Aquella noche la distancia entre el cielo y el suelo era mayor que nunca; por el contrario, la que había entre la muerte y la vida se había esfumado.
Todos pudieron ver al guerrero que corría hacia el fuerte; sus piernas se hundían en la nieve hasta más arriba del tobillo y de vez en cuando giraba el cuello y miraba tras de sí. Su tez albina brillaba entre toda aquella oscuridad y le confería un aspecto casi fantasmal. Cruzó el portón con el terror desfigurando sus rasgos y de inmediato las puertas empezaron a cerrarse. El líder de los jinetes miró a los ojos al recién llegado y éste asintió tragando saliva.
Antes de que la puerta se cerrase del todo, los urdhonianos pudieron ver el estandarte blanco recortándose entre las formas oscuras. El que clavaron la noche anterior ya no podía verse, ni tan siquiera a la luz del día. Las tinieblas seguían avanzando y cuando absorbieran aquella última señal llegaría el momento de luchar. De qué modo o contra quién era algo que los valientes Hombres del hielo desconocían. Apenas cincuenta se habían quedado a defender su hogar con acero, fuego y su propia carne; era cuanto tenían y todos sabían que no era suficiente.
Tres noches atrás avistaron el primer lobo, grande como un buey y negro como el carbón. Varios se internaron en la espesura para darle caza y todavía no habían vuelto. Cuando amaneció, el bosque que circundaba el fuerte era una masa oscura en la que apenas se distinguían los troncos de los pinos y la silueta tenue de alguna rama. Algunos guerreros salieron a explorar; ellos tampoco habían regresado. Esa noche los lobos estuvieron aullando hasta que el sol volvió a salir tras la muralla negra que ascendía hasta el cielo. Con las primeras luces muchos se marcharon y una nueva expedición se encaminó hacia el bosque para no regresar; al mediodía ya estaban organizando la evacuación, que había concluido hacía apenas unos instantes.
El pueblo de Fuerte Frodhen huía hacia al sur mientras el Jefe Viheren y cincuenta de sus guerreros se disponían a enfrentar aquello que los obligaba a huir; a las bestias negras cuyos aullidos habían sustituido al sonido del viento. Podían ver sus ojos rojos corriendo de un lado a otro; algunas se atrevían a acercarse a la empalizada y corrían a refugiarse en la oscuridad en cuanto disparaban la primera flecha. Fierd acertó en el lomo de una de ellas que trastabilló pero siguió corriendo. A su paso, en sitios concretos, la nieve gris se tornó aún más gris. Saber que dentro de aquellos seres había sangre fue lo que impelió a Viheren y sus cincuenta a hacerles frente. No esperaban correr mejor suerte que sus compañeros pero por cada bestia muerta, al menos uno de ellos sería vengado. Iban a matar todas las que pudiesen antes de caer.
Un vigía prendió fuego al blandón. Era la señal; el estandarte blanco había desaparecido mientras el guerrero que lo había clavado todavía resollaba por la carrera. Viheren encendió su propia antorcha y miro a su alrededor. Los ojos de sus guerreros transmitían miedo pero los de los caballos proyectaban pánico. Eran animales fuertes de pellejo grueso y velludo, acostumbrados a la caza del oso; correrían a la batalla y una vez allí ya nada importaría demasiado.
El Jefe Viheren alzó su antorcha y los treinta jinetes prendieron las suyas y lo secundaron. Los de la empalizada tensaron sus arcos y el portón empezó a abrirse de nuevo. En aquel instante las tinieblas ya cubrían una parte de la luna y apenas habría cincuenta pasos de distancia entre ellas y Fuerte Frodhen.
Con un grito que nadie pudo escuchar, Viheren espoleó a su caballo que galopó enloquecido hacia la masa negra. Los jinetes restantes cargaron con las largas picas bajo un brazo y enarbolando con el otro las antorchas, dispuestos a atravesar y quemar cuanto les saliera al paso. Todos portaban machete y maza de guerra al cinto y un escudo a la espalda. Los arqueros dispararon una oleada que flechas que de inmediato desaparecieron en la negrura y la fila de fuego se fue apagando conforme ésta engullía a los jinetes. No sucedió nada más.
Algunos saltaron de la empalizada y corrieron tras ellos empuñando maza y escudo. Los restantes no fueron tan valientes.
Puertofango
—¡Nos estás insultando a todos, Barr! —gritó Hikus Bádmork.
Skráver tiró de la brida de su caballo y dio media vuelta; estaba empezando a perder la paciencia. Era previsible que surgiesen discrepancias, pero apenas hacia unos instantes que los ejércitos de los Señores de la Guerra se habían congregado y aquel idiota ya estaba generando conflictos.
Por primera vez la provincia al completo se unía con un fin común. Diez mil guerreros acampaban frente a aquella playa embarrada dispuestos a embarcarse en una campaña de conquista. La flota que había de transportarlos a las costas de Rex-Higurn cubría por completo la línea del horizonte. El mar estaba totalmente salpicado de botes que se dirigían a tierra para transportar las tropas a las cincuenta y tres carracas de mercancías, cuarenta y siete galeras y varias decenas de esquifes pesqueros. Ninguna de las embarcaciones podía vadear Puertofango y la tarea de embarque iba a llevar como mínimo una jornada completa.
A los ejércitos prevalianos había que sumar los centenares de caballos, la desmontada maquinaria de guerra, las municiones, las provisiones y sobre todo la horda de sherekag que esperaba en los límites de los pantanos. Desde su posición, los Señores de la Guerra podían ver los estandartes; los tambores de guerra y los cánticos salvajes resonaban en toda la costa.
Skráver Barr se disponía a reunirse con el Caudillo Chumkha para organizar el traslado de las tropas a los barcos. La razón dictaba que las gigantescas carracas debían transportar a los sherekag y los humanos ocuparían las galeras. A Hikus Bádmork le parecía un insulto que sus hombres tuviesen que remar mientras aquellas bestias viajaban cómodamente. Skráver estaba considerando la posibilidad de matarlo y acabar con todos sus soldados si osaban interferir pero pronto descartó la idea. Aquella alianza entre Señoríos se sostenía con pinzas y su primera acción como Comandante no podía ser destripar a uno de los Señores.
Aunque las protestas de Bádmork eran pataletas, sin otro fin que dejar clara su autonomía como Señor de sus propios territorios, Skráver debía poner en común con el resto la conveniencia de distribuir las tropas de aquel modo, que era el único posible. Sólo en una mente tan diminuta como la del Señor de Bádmork podía caber la idea de que los sherekag viajaran remando hasta Rex-Higurn; aquello era una completa estupidez.
El joven Comandante cabalgó hasta donde se encontraban apostados los Señores y detuvo su montura justo frente a Hikus. Levantó el visor con forma de pico de cuervo de su yelmo y se dirigió a sus aliados con voz firme.
—Las instrucciones de Dashtalian indican que nosotros debemos viajar en las galeras. —Skráver miró uno por uno a los Señores—. Así está estipulado y así lo esperan los sherekag. Bádmork lo considera una ofensa y no seré yo quien cuestione su sentido del honor; decidamos pues entre todos lo más conveniente, pero en caso de optar por una alternativa distinta, propongo que sea el propio Hikus quien se lo comunique a nuestros aliados.
Dicho esto señaló con el dedo hacia una explanada de tierra que se extendía frente a los lindes de la zona pantanosa. Allí esperaba una avanzadilla sherekag y entre ellos sobresalía una figura que portaba un casco adornado con dos grandes cuernos de toro. Sostenía un estandarte negro del que pendían lo que parecían ser cabezas cercenadas. El más alto de sus acompañantes le llegaba a la altura de los hombros.
—Mis hombres son guerreros, no pescadores y mucho menos galeotes —protestó Hikus Bádmork—. Ya es bastante denigrante combatir junto a esos como para, encima…
—Tus hombres harán lo que tú les digas, Bádmork —interrumpió Dágar Khumtaierr—. En cambio esas bestias dudo que sepan utilizar un remo para otra cosa que no sea golpearse con él unos a otros.
—Es absurdo seguir discutiendo —apostilló Gérimar Vóltzkerr—. No vengas si no quieres Bádmork. Vuélvete a tu castillo con tu honor y tus lloriqueos de mierda.
—Al menos mi castillo sigue siendo mío, no la letrina de los Barr —repuso el Señor de Bádmork.
—Tu castillo sería ahora mismo la letrina de los Mindváisser y se limpiarían el culo con tu cabeza de no ser por esos sherekag —intervino secamente Féllor Drávenark.
Hikus Bádmork desenvainó su espada y de inmediato los mil guerreros de su Señorío lo imitaron. El ofuscado Señor buscó con la mirada a Hoggsen y Cabeza de Piedra; ellos no eran vasallos encubiertos de los Barr y el insulto que había proferido Drávenark los aludía directamente.
—No esperes que te apoye en este despropósito, Hikus —afirmó Cúlthar Hoggsen—. Di mi palabra al Cónsul Dashtalian y en ella va mi honor. El tuyo por lo visto se limita a proteger el espinazo de tu tropa de mozas negándote a que se lo lastimen remando.
Los Señores de la Guerra estallaron en carcajadas mientras Skráver Barr observaba atentamente cómo se desarrollaban los acontecimientos. El propio Bádmork se había colocado en una posición de la que no le iba a resultar fácil salir. En Rex-Preval no se desenvainaba una espada delante de diez mil hombres si no se estaba dispuesto a usarla. Desde la distancia se podían escuchar las risas de los sherekag, que se habían apercibido de la situación.
Los guerreros de Bádmork permanecían con el acero desnudo a la espera de lo que hiciese su Señor. Eran hombres que vivían para el combate como todos los prevalianos y no les asustaba morir luchando. La mayoría no recordaba el nombre de sus esposas a las que sólo visitaban de vez en cuando para dejarlas preñadas; desconocían el número de hijos que tenían y para ellos no había más familia que sus compañeros de armas. Su hogar se repartía entre los barracones del castillo, las tiendas de los campamentos y el campo de batalla. Si Hikus ordenaba que atacasen lo harían sin variar un ápice su entereza, aunque aquello implicara una muerte segura.
Pero en el fondo, todos los humanos presentes en la playa de Puertofango se sintieron aliviados cuando el Señor de Barr tomó de nuevo las riendas de la situación. El que más, el propio Bádmork.
—Estamos poniéndonos en evidencia delante de esos salvajes; no empeoremos la situación con una matanza innecesaria. Propongo que se envaine de nuevo el acero y continuemos según lo previsto. No es hoy el día ni es éste el lugar en que esos valientes deban morir. No habrá honor para nadie en una lucha de mil contra diez mil, ni siquiera para tus hombres, Hikus, ya que morirán por tu traición al Cónsul Dashtalian.
Bádmork sabía que la razón asistía al joven Comandante y le estaba dando la oportunidad de solventar la situación suicida en la que él mismo se había metido. Mirando con altivez a todos, el Señor de la Guerra envainó su espada y con un gesto ordenó a sus hombres que hiciesen lo mismo.
—Te sigo, Barr. Mis guerreros demostrarán su bravura donde deben hacerlo. He cometido un error dejando que simples palabras nublen mi juicio. Palabras baratas dichas por cobardes que se amparan en el número para…
El gigantesco Señor de Hoggsen espoleó su caballo de guerra, se situó junto a Hikus y le propinó una palmada en la espalda que hizo que se le cerrase el visor del casco.
—¡Por el vidente prepucio del Grande que no escucho más palabras que las tuyas, Bádmork! —bramó entre carcajadas—. Deja ya de parlotear cómo una comadre y guarda fuerzas; apuesto a que no aguantas remando ni una tercera parte de lo que yo.
—Te vas a tragar tus bravatas, Cúlthar —respondió Hikus levantándose la visera de nuevo—. ¡Van mil monedas contra todos vosotros a que caéis desmayados mientras yo sigo remando con la punta de mi polla!
Mientras los Señores efectuaban sus apuestas entre risas, desafíos y palabras soeces, Skráver Barr cabalgaba hacía la avanzadilla del Caudillo Chumkha escoltado por dos de sus guerreros. El joven pensaba en cómo habrían solventado aquella incidencia su padre o su tío Hégar. Sin duda la playa de Puertofango estaría cubierta de cadáveres y sus tropas habrían sufrido numerosas bajas antes incluso de embarcar.
Conforme se iba aproximando a los sherekag los observaba con mayor interés. Sus voces roncas y sus gritos eran propios de animales pero ahora que los tenía cerca no apreciaba diferencias notables entre aquellos seres y los humanos.
En general eran un poco más corpulentos, llevaban las uñas largas y la mayoría iban descalzos. No tenían apenas vello en el cuerpo ni en la cara y muchos se afeitaban el cráneo; otras cabezas las coronaban coletas anudadas a lo que parecían huesos, estaban cubiertas de trenzas o simplemente no se veían, embozadas en yelmos abollados o enterradas bajo una mata de pelo ensortijado y sucio. Se adornaban con aros en las orejas, en la nariz y en otras partes del cuerpo como los pezones, las cejas o los labios. Algunos estaban obesos pero todos tenían una constitución recia, con piernas y brazos musculosos, pecho amplio y cuello ancho incrustado entre dos hombros firmes y abultados. Entre ellos podían verse unas pocas hembras y su aspecto era igual de amenazador. Una de ellas era más grande que muchos de los machos y remataba su cabellera, enredada en una especie de moño, con un palo en el que había ensartado varias manos seccionadas.