Cinco guarniciones ocupaban Paso de Tiro y toda la demarcación estaba sembrada de cuarteles con altos torreones habilitados con ballestas y catapultas, en los que montaban guardia los mejores arqueros del Continente. Era un suicidio intentar una ofensiva por aquel flanco.
—Rex-Callantia es su objetivo entonces —comentó la Emperatriz.
—Eso parece. De un modo u otro es un alzamiento contra Imperio; hace tiempo que me temía algo así pero nunca pensé que la traición germinase en Rex-Drebanin. El Cónsul Dashtalian es un hombre sabio y vuestro esposo lo tiene en gran estima.
—No oponerse abiertamente a las estupideces de Belvann es una prueba tan grande de sabiduría como el levantarse en armas contra su gobierno. La figura del Emperador es la razón que mantiene unido El Continente y mi esposo ha contribuido con todas sus fuerzas a transformarla en poco más que una excusa trivial; debemos actuar cuanto antes.
—El Consejo se hará cargo de la situación de inmediato. Vuestro marido no tendrá más remedio que movilizar a los Gloriosos y asistir a Rex-Callantia.
—Mi idea es otra, Comandante. La iniciativa de Húguet puede ser muy provechosa para los intereses de todos, si nos movemos en la dirección adecuada.
El viejo soldado tardó unos instantes en responder pero lo hizo con determinación.
—Alteza… a todos, incluida vos, nos obliga el juramento de obediencia al Emperador. Apoyar cualquier atentado contra la estirpe de Belvann I el Conquistador es alta traición y un acto de total irresponsabilidad. La estructura del Imperio se resquebrajaría y daría al traste con trescientos años de paz y estabilidad.
—Cualquier caballerizo está más capacitado que mi esposo para gobernar. —La Emperatriz miraba fijamente al anciano—. Además, en mi vientre está la garantía de que el linaje de Los Conquistadores no va a desaparecer. Simplemente hay que extirpar el miembro gangrenado para evitar que la infección se extienda.
Hovendrell no pudo disimular su sorpresa ante la revelación. Un heredero estaba en camino, al fin. Si pudiesen proporcionarle el entorno adecuado para que creciese fuerte y noble, la estirpe de Belvann I podría rebrotar de lo más profundo de la tierra en la que la habían enterrado sus descendientes.
—La noticia es… grandiosa, Alteza.
—Espero tu apoyo cuando me dirija al Consejo, Hovendrell. Y quiero que un mensajero parta hoy mismo hacia Vardanire.
La Emperatriz puso en las manos del Comandante un pergamino lacrado, dio dos fuertes palmadas y cuatro guardias entraron a la habitación dispuestos a escoltarla hasta el salón del Consejo. Hovendrell los siguió dándose golpecitos en la barbilla con el pergamino. Sonrió al pensar que, quizás, antes de morir pudiera ver a un auténtico Emperador sentado en el trono.
Puertofango
—¡Nos estás insultando a todos, Barr! —gritó Hikus Bádmork.
—Ahí los tienes, Capitán —dijo entre risas Hanedugue—. Por mis ojos que el otro tipo es aún más largo. Va a tener que hacer todo el viaje encorvado.
El Capitán Weiff se apoyaba en la barandilla de popa, meditando la conveniencia de aceptar a aquellos pasajeros. Era innegable que necesitaban dinero y con urgencia; su tripulación se había amotinado tras el último viaje. Se llevaron todo el marfil y cometieron el error de no matarle. El golpe en la nuca sólo lo tuvo dos días inconsciente, tumbado a pleno sol en la cubierta del
Cuchillo
. Cuando Hanedugue regresó de visitar a su familia lo encontró despellejado y cubierto de cagadas de gaviota. En apenas una semana se había repuesto totalmente pero
El Cuchillo
no podría zarpar de Puertociudad hasta que no contratase una nueva tripulación.
Aquel hombretón y su familia le iban a pagar por adelantado dos mil monedas y le darían otras dos mil al llegar a Puerto de las Cumbres, más que suficiente para emplear a unos cuantos gañanes que tuviesen nociones de navegación. Una vez en Las Cumbres, ya se ocuparía de seleccionar una tripulación decente.
Debían transportar a seis pasajeros y tenía espacio de sobra; la bodega iba vacía y no pensaba contratar a más de cuatro o cinco marineros, suficientes para ocuparse de las tareas básicas. Weiff y Hanedugue hubiesen podido pilotar
El Cuchillo
con menos pero nunca se sabía lo que opinaría el mar al respecto; ambos eran marinos curtidos, sabedores de que apostar contra las aguas era perder.
Pero cuando el Capitán vio a aquel hombre tan alto empezaron a asaltarle las dudas. Esa misma mañana había escuchado en una taberna que la guardia buscaba a un tipo de esas características y lo último que necesitaba era meterse en más problemas. En aquel instante, sus pasajeros cruzaban el muelle a paso ligero. El hombre corpulento que lo había contratado iba delante, mirando hacía todos lados con recelo. Lo acompañaban dos mujeres, dos niños y aquel tipo de piernas largas que se cubría la cabeza con la capucha de su capa. Saltaba a la vista que tenían algo que ocultar.
—Espero que no nos metamos en ningún lío —le comentó a su contramaestre—. Pagan doscientas monedas por la cabeza de un sujeto idéntico a ese encapuchado larguirucho.
—¡Bah! —exclamó Hanedugue, que de inmediato se puso a reír. El callantiano se reía siempre; cualquier cosa le resultaba divertida. Weiff había combatido hombro con hombro con él en multitud de ocasiones y era el único hombre que había visto reírse mientras hendía cabezas con su mangual—. Calderilla, Capitán; además, no tenemos más remedio que embarcarlos. Nadie va a contratar a tipos como nosotros para transportar nada a ninguna parte. No se fían de ti, viejo amigo —añadió entre carcajadas.
El Capitán Weiff llevaba más de cuarenta años en el mar. Cuando apenas levantaba cuatro pies del suelo escapó de su casa en Puerto de Las Cumbres y se coló en una carraca de mercancías, dispuesto a huir a cualquier parte del Continente. Su padre era un borracho y su madre todavía lo era más. Weiff tenía que robar para pagarles el vino y no percibía a cambio más que palizas.
Desde entonces había pasado más tiempo navegando que en tierra firme. Fue pescador, pirata, contrabandista y todo cuanto se pudiera ser en el mar excepto un pez. El día más feliz de su vida llegó cuando le compró
El Cuchillo
a un viejo marino y tuvo por fin su propio barco. Aquella peculiar nave alargada era la más rápida que surcaba los mares continentales. Embarcados en ella, Weiff y Hanedugue transportaron durante años todo tipo de mercancía de contrabando, desde Rex-Callantia hasta las costas heladas de Urdhon. Su última tripulación se la había jugado bien y las dos semanas que el barco llevaba anclado en Puertociudad habían sido para ellos la peor de las torturas; aunque sabían que tarde o temprano se volverían a ver las caras con aquellas ratas. El mar era inmenso para todo menos para la venganza.
—Aquí estamos, Capitán —dijo Berd con voz queda.
Weiff se descolgó por una maroma hasta el muelle. No le parecía apropiado darles las malas noticias desde arriba.
—Lo siento, amigos. No podremos zarpar esta noche. Ya os dije que necesito contratar una tripulación pero carezco de fondos; hasta que no me paguéis lo acordado,
El Cuchillo
no podrá hacerse a la mar.
Sin saber de dónde había salido, el Capitán notó el frío del acero bajo su mandíbula. Pronto reparó en que la mano que empuñaba la espada era la del encapuchado, pero desde una distancia inverosímil. La envergadura de aquel tipo era algo fuera de lo normal.
—Eso no es lo convenido —susurró con una voz apagada, aún más fría que el acero de su mandoble.
Hanedugue aterrizó de un salto en el muelle, enarbolando su maza y riendo alegremente. Daba vueltas sobre su cabeza a la cadena terminada en una bola de acero con pinchos y del tamaño de un pequeño melón. El callantiano no era muy corpulento pero tenía unos antebrazos más anchos que los propios mástiles del Cuchillo. Aquel mangual había abierto muchas cabezas, no importaba lo altas que estuviesen.
—Baja la espada y no seas estúpido —le espetó Berd a Levrassac; a él tampoco le hacía ninguna gracia aquel cambio de planes pero no habían encontrado a nadie más que estuviese dispuesto a sacarlos de allí.
El mercenario retiró el acero y lo envainó chasqueando la lengua con desdén. Hanedugue dejo de girar la cadena y se colgó el mangual del cinturón con un hábil movimiento. Sin dejar de sonreír, el moreno contramaestre se acercó al grupo y se cruzó de brazos al lado de Weiff.
—No pretendo engañaros —prosiguió el Capitán como si nada hubiese sucedido; había sentido el acero en su cuello demasiadas veces como para que aquello lo turbara—. En cuanto disponga de dinero no me llevará más de un par de horas contratar los hombres que necesito. El puerto está medio vacío y hay muchos marineros buscando barco. Podremos zarpar poco después de la salida del sol y en tres o cuatro jornadas llegaremos a Puerto de las Cumbres; ya os dije que
El Cuchillo
es la nave más rápida de todas las Aguas del Sur.
—No me fío de estos hombres, Berd —dijo Adalma sin importarle que estuviesen presentes—. Nadie nos garantiza que no nos matarán en alta mar y nos robarán todo lo que llevamos.
—Tenemos garantías de sobra de que eso no va a suceder —susurró Levrassac mientras acariciaba la empuñadura de su espada.
—No percibo maldad en ellos aunque su aspecto sugiera lo contrario.
Los dos marineros miraron sorprendidos a aquella niña que se expresaba como un sacerdote del Culto. Incluso Hanedugue dejó de sonreír por unos instantes.
—Claro que no, mi pequeña. —Willia tomó a Gia en brazos y le dio un sonoro beso—. Estos hombres nos llevarán a todos a casa —añadió mientras le acariciaba el cabello y le indicaba con un guiño que no hablase más.
—De acuerdo entonces, Capitán —concluyó Berd—. Mañana al amanecer te adelantaremos las dos mil monedas convenidas pero esta noche tendremos que pernoctar en tu barco.
—Como deseéis. En la bodega hay un barril de cerveza higurniana a vuestra disposición. Es todo lo que nos dejó la anterior tripulación; eso y un chichón como una ciruela en mi coronilla —respondió Weiff frotándose su cabeza rapada.
—Tengo unas mantas de lana para que los niños se protejan del frío, aunque el mozalbete parece fuerte. —Hanedugue le dio una amistosa palmadita en el pecho al muchacho corpulento que se cubría el rostro con el embozo de su capa.
El marinero se sorprendió una vez más al constatar la musculatura de los pectorales del chico. Por mera curiosidad le palpó el brazo y comprobó que tenía unos bíceps enormes y unos hombros firmes como rocas. Sin dejar de sonreír miró a su Capitán y le hizo un gesto de contrariedad con la cabeza.
—El enano puede descubrirse. —Weiff miraba con resignación al cielo—. Sabemos que os busca la guardia. Si nos cazan nos colgarán de todos modos; un enano más o menos no supondrá ninguna diferencia.
Herdi se apartó la capa de la cara y tosió con fuerza cuando la brisa nocturna le refrescó la nariz. Aún no estaba del todo recuperado y respiraba con alguna dificultad. Se sentía débil, aunque era más debido a la tristeza que a sus cicatrizadas heridas.
—No subestimes la diferencia que puede marcar un enano, marinero —dijo con orgullo—. No sé nada de barcos pero por Gorontherk que… —otro golpe de tos le impidió terminar su frase.
—Por Gorontherk lo mejor será que te dejes de aspavientos, Herdi. —Willia le cubrió de nuevo el rostro con la capa.
En aquel instante se escuchó el repiqueteo de botas contra la madera y una patrulla de veinte soldados apareció en el puerto. Weiff maldijo entre dientes y ya se disponía a desenvainar su cimitarra cuando los soldados se detuvieron frente a una dársena vacía, apoyaron las lanzas en el suelo y se quedaron en posición de firmes. El sargento que los lideraba dio algunas órdenes y de inmediato empezaron a patrullar a lo largo del muelle.
—No va con nosotros —comentó Weiff con alivio—. Subid antes de que vengan en esta dirección. No tentemos a la suerte.
Hanedugue trepó por la soga y una vez arriba dejó caer por la borda una escalerilla de esparto por la que empezaron todos a ascender. Levrassac levantó a Gia, estiró los brazos y se la pasó al marinero que la recogió con sumo cuidado y la dejó sobre la cubierta.
—Por mis ojos que eres el tipo más alto que he visto en mi vida, amigo —comentó el callantiano con su perenne sonrisa.
De repente, un sonido parecido al aullido prolongado de un lobo resonó en todo el puerto.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Adalma, sobresaltada.
El Capitán Weiff se asomó por la cubierta de proa y señaló la embarcación que se veía a lo lejos.
—Es una Serpiente de Mar; el sonido lo produce uno de sus cuernos. Se disponen a tomar tierra.
—Una noche memorable, Capitán —rió Hanedugue—. Prófugos, enanos, soldados y ahora Hombres del hielo ¡Por mis ojos que sólo falta el mismísimo Emperador con alguna de sus amiguitas!
—¿Urdhonianos? —inquirió Levrassac.
—Sí, pero que me aspen, me unten de brea y me prendan fuego si he visto alguna vez una Serpiente navegando por estas aguas —respondió Weiff.
Todos se quedaron observando cómo el barco urdhoniano entraba en el puerto. Era una pequeña galera de unos cincuenta pies de eslora y con un solo mástil en el que ondeaba una vela rectangular, blanca y con un escudo pintado en el centro. Conforme se fue aproximando pudieron distinguir el blasón. Se trataba de una especie de herradura con dos hachas de doble filo cruzadas.
—El escudo del Gran Jefe Umard —comentó Hanedugue—. Esos no son ni piratas ni simples marineros.
—Algo les ha sucedido ahí fuera —reflexionó Weiff mientras se rascaba la perilla—. Debería haber por lo menos quince remeros y sólo veo seis.
—Y algo les va a suceder ahora mismo —añadió Levrassac señalando el muelle—. Los guardias parece que se han esfumado.
La luz de la luna provocaba fugaces destellos metálicos que provenían de los yelmos de los soldados escondidos tras los bultos.
—Emboscada. —Berd frunció el ceño.
La Serpiente de Mar arribó al muelle y sus seis tripulantes desembarcaron tras amarrarla a uno de los muchos bolardos. Iban vestidos de arriba abajo con pieles. Capas, jubones, pantalones, botas, brazales y hasta los yelmos estaban elaborados con gruesos pellejos de focas, osos, y tigres de las nieves. Todos tenían una estatura formidable; el más bajo alcanzaba los seis pies y cuatro pulgadas de Berd aunque ninguno era tan alto como Levrassac. Las siluetas eran macizas pero se debía en gran parte al mullido atuendo que vestían; sus extremidades eran largas, delgadas y musculosas. Su piel era muy pálida, de un blanco casi artificial y la mayoría lucían pobladas barbas de similar tonalidad. Los urdhonianos eran albinos.