Me dirijo a ellos en latín:
—Salve, señores, soy Ludwig Schaliedecker, regentador de la casa.
Una leve inclinación de cabeza:
—Por desgracia mi latín no es tan bueno como mi portugués y mi flamenco.
—Entonces podremos entendernos con el idioma de Amberes, si os parece. Espero que hayáis disfrutado de la cena ofrecida por el Tonel.
Un poco asombrado:
—Mi nombre es João Miquez, portugués de origen, flamenco de adopción. —Señala al joven de su derecha—: Mi hermano Bernardo, y este es Duarte Gómez, agente de mi familia en Venecia.
Si hubiera podido tener alguna duda respecto a la riqueza de este hombre, el arete de oro macizo que lleva en la oreja izquierda la disipa por completo. Poco más de treinta años, ojos negros y un buen olor a curtidos, especias y esencias marinas al mismo tiempo.
—¿Queréis beber conmigo?
—Es para nosotros un placer beber a la salud de quien ha ofrecido una comida exquisita. Si queréis honrarnos con vuestra compañía…
Me acerca la silla con un gesto elegante.
Me siento:
—Sin duda, debéis de saber, señor, que hoy un viejo enemigo ha decidido estirar por fin la pata. Tentado estoy de brindar por este feliz acontecimiento.
Los tres se dirigen una mirada incomprensible, como si pudieran hablarse con el solo pensamiento, pero siempre es el mismo el que lleva la voz cantante:
—Querréis entonces decirnos quién era esa persona que fomentaba vuestro odio.
—Nada más que un viejo fraile agustino, alemán como yo, que en su juventud fue capaz de traicionar como un bellaco tanto a mí como a miles de desventurados.
El portugués sonríe afablemente, los dientes blanquísimos y perfectos:
—Permitid entonces que brinde por la muerte dolorosa de todos los traidores, de quienes lamentablemente este mundo está lleno.
Los vasos se vacían.
—¿Estáis desde hace mucho en Venecia, señores?
—Llegamos el otro día. Fuimos a casa de una tía mía, que vive aquí desde hace ya más de un año.
—¿Mercaderes?
El hermano más joven:
—¿Es que hay alguien que venga a Venecia que no lo sea? ¿Y vos, señor, habéis dicho que erais alemán?
—Sí. Pero he comerciado bastante en Amberes como para hablar la lengua de esa tierra.
Miquez pone cara radiante:
—Espléndida ciudad. Pero no como esta… y por supuesto menos libre.
La sonrisa es impenetrable, pero hay un destello alusivo en esa frase.
Lleno de nuevo los vasos. No estoy obligado a decir nada, pues me encuentro en mi casa.
—¿Conocéis Amberes?
—Pasé allí los últimos diez años, debe de ser una casualidad que no me topara nunca con vos.
—Así pues, decidisteis trasladar vuestros negocios aquí.
—En efecto.
—Al llegar me dijeron que quien viene a Venecia o es un mercader o un fugitivo. Y a menudo uno es ambas cosas a la vez.
Miquez hace un guiño, los otros dos parecen incómodos:
—¿Vos a qué especie pertenecéis?
Parece que nada pueda hacerle perder su aire sereno, el de un gato tomando el sol en una repisa.
—A la de los ricos fugitivos… Pero no tan rico como vos, creo.
Ríe a gusto:
—Quisiera proponeros yo un brindis, señor. —Alza el vaso—. Por las fugas que tienen éxito. —Por las tierras nuevas.
Los últimos clientes encaran la puerta inseguros sobre sus piernas, haciendo eses cual barcas contra el viento. Recojo a Perna de la mesa en la que se ha desplomado.
—¿Dónde ha ido a parar tu auditorio?
Levanta la cabeza con gran esfuerzo, la mirada turbia, regurgita un rebuzno inarticulado:
—Son todos unos estúpidos… Se han llevado a todas las chicas…
—Pero qué chicas, es mejor que te eches en una cama. No debe de ser el néctar toscano, sino el vino véneto el que te ha tumbado de este modo.
Lo ayudo a levantarse y lo llevo hacia las escaleras. Doña Demetra viene a nuestro encuentro.
—¿Qué podemos hacer por nuestro galante librero, que tan amablemente ha entretenido a nuestros huéspedes?
Perna, voz estridente, da un respingo con los ojos como platos:
—¡Mi reina de las noches insomnes! Estas deformes facciones no me impiden admirarla, incensarla, a-do-rar-la… —Se abandona como un peso muerto en las faldas de doña Demetra, que lo abraza divertida.
—Si no supiera el irresistible seductor que estáis hecho, pensaría que sentís debilidad por mí, mujer de pobres conocimientos y de infinitas debilidades.
Lo arrastro arriba en peso, conteniendo su impulso hacia atrás:
—¡Os lo ruego!
Consigo echarlo sobre la cama, completamente dócil ya, casi exánime.
—Bueno, toscano, por esta noche has tenido ya bastante, nos veremos mañana…
Con un hilo de voz:
—No, no… espera. —Me agarra del brazo—. Pietro Perna no se lleva a la tumba sus secretos. Acércate…
No tengo elección, el aliento terrible de borracho me da en la cara.
Susurra:
—Yo soy… —duda— de Bérgamo.
Casi llora, como si estuviera confesando un pecado innombrable:
—Gente tacaña… mujeres repugnantes… cerriles… ignorantes… Te he mentido, compadre, les he mentido a todos.
Me contengo para no echarme a reír en su cara. Mientras abro la puerta, lo oigo que dice aún:
—El espíritu… el espíritu es toscano.
Venecia, 6 de marzo de 1546
Bajamos por el puentecillo
a calle de’ Bottai
. Marco echa a andar con el carrito, hasta los topes de vituallas. Lo precedo, pero caigo enseguida en la cuenta de que hay algo extraño: no hay por dónde pasar, cuatro tipos bien plantados bloquean la calle. Uno de ellos es el Mulo.
También Marco los ve, disminuye la marcha. Una mirada, cojo el carrito:
—Ve detrás de mí.
Bajo despacio, apunto hacia ellos, el carrito a modo de ariete.
Estampo a uno contra la pared, los otros vienen sobre mí, cuchillo en mano. Ruido de pasos a mis espaldas y los gritos de terror de Marco. Tres tipos desembocan a todo correr, las espadas desenvainadas e imprecaciones en portugués.
El Mulo y los suyos se echan atrás, uno de los portugueses se pone a mi lado, los otros dos avanzan esgrimiendo las espadas. Los compinches del Mulo huyen corriendo.
Duarte Gómez tiene la punta en la garganta del único que ha quedado:
—Me gustaría matarte como a un perro, señor.
Los hermanos Miquez vuelven a paso ligero, João sonríe y grita en flamenco:
—¡No vale la pena, compadre!
Gómez le hace un chirlo en la mejilla, un garabato de sangre:
—Largo de aquí, bastardo.
Escapa hacia el Gran Canal.
—Parece que debo estaros agradecido, don João.
El portugués envaina de nuevo la espada, una toledana guarnecida, hace una inclinación y sonríe:
—Poca cosa en comparación con la espléndida hospitalidad de la otra noche.
El menor de los Miquez, Bernardo, tranquiliza a doña Demetra:
—No tenéis nada que temer, señora. Esos cuatro miserables no os molestarán más.
—Eso espero, señores, eso espero de verdad. Les estoy infinitamente agradecida.
—¿Tan seguro estáis de ello?
Es el mayor quien me responde:
—Sin la menor duda. En ciertos ambientes las voces corren rápidas. De hoy en adelante se sabrá que una injusticia hecha a vos o a vuestras chicas será como si nos fuera hecha a nosotros.
—¿Tan poderosa es vuestra familia?
Don João habla despaciosamente tratando de captar mi reacción:
—La sefardita es una gran familia, cuyos miembros están habituados a echarse una mano unos a otros, para hacer frente a las dificultades de ser siempre extranjeros en tierra extranjera.
Un instante de silencio.
—Estoy sorprendido. No comprendo cómo doña Demetra y yo podemos formar parte de vuestra familia.
—Si aceptáis mi invitación a comer, con sumo gusto os haré las oportunas aclaraciones.
La larga barca surca el Gran Canal para tomar por
rio di San Luca
.
Las imprecaciones del giboso Sebastiano, piloto de los Miquez, son incontables, dirigidas a todo aquel que cruza por delante de la proa.
De chico siempre me imaginé así al barquero del Hades, durante las lecciones clásicas del docto Melanchthon. Sucio, con una mata de pelo alborotado que la gorra no consigue contener, desprende un hedor a podrido que llega de la popa hasta nosotros. Encorvado, empuja el larguísimo remo casi en sentido vertical encima del escalmo.
Miquez es persona intuitiva:
—Brindamos por la muerte de los traidores, ¿lo recordáis? La buena estampa y las buenas maneras no cuentan frente a la lealtad de un servidor fiel.
Bajamos
rio dei Barcaroli
, superando un ensanchamiento que parece una piscina, que luego se estrecha a la altura de un pequeño puente.
Miquez me indica a la izquierda:
—La iglesia de San Mosè. Venecia es la única ciudad cristiana en la que hay iglesias dedicadas a profetas del Antiguo Testamento. No penséis que ha sido concedido por generosidad con los judíos convertidos al cristianismo, los que llaman los Nuevos Cristianos, o más despectivamente, marranos. Nosotros contamos mucho aquí.
—Don João, me interesa mucho todo lo que estáis diciendo. La simpatía con los prófugos de todas las confesiones es casi un impulso instintivo para alguien que ha estado huyendo durante toda la vida de curas y profetas. Espero que no seáis parco en vuestros relatos.
—Delante de una mesa bien provista no tendremos necesidad de ocultarnos nada.
Desembocamos al fondo del Gran Canal, enfrente de la Dogana. No consigo contener el asombro por el enorme tráfico que entra y sale del canal. Un hormiguear de embarcaciones de toda forma y aspecto en la vía principal de Venecia. Galeotas y carracas atracadas en el gran muelle de San Marcos, galeras que se adentran en alta mar, un ir y venir de embarcaciones a remo y a vela de todos los tamaños. Y las imprecaciones de Sebastiano que no cesan.
Atracamos en la isla de Giudecca.
Venecia, 6 de marzo de 1546
Campo Barbaro. La punta final de la Giudecca.
La espléndida mansión de los Miquez se halla enfrente de la plaza de San Marcos, que en un día claro de sol como este parece al alcance de la mano.
La casa es señorial, con un jardín interior rico en vegetación y plantas desconocidas. Los objetos hablan de un interminable vagabundeo: alfombras, porcelanas, muebles, paños, desde ramificaciones africanas que tocan de refilón a España y Portugal hasta las puertas de Oriente, pasando por el Turco que roza el Adriático y se cruza aquí con las formas moriscas ibéricas. Una mezcla extraña y original. Cruces griegas y enormes crucifijos de plata españoles, pero también candelabros de siete brazos y relicarios que contienen rollos de pergamino y monedas, que parecen provenir de los sepulcros de los profetas de la Biblia.
Hacen que me acomode en un amplio patio, que da al jardín. João Miquez abre con cautela una caja de madera y me ofrece un cigarro. No consigo refrenar un impulso de entusiasmo y de agradables recuerdos.
—Es un placer encontrar a una persona que sabe apreciar los aromas de las Indias.
Una sombra imprevista se antepone a cualquier otra preocupación.
—Don João, en mi vida he conocido poco el fasto y el lujo y siempre he tenido que fiarme de la intuición. —Una mirada alrededor—. Por lo que veo sois uno de los hombres más ricos de Venecia. Venís a cenar a mi burdel, me salváis la vida y me invitáis a vuestra casa. ¿Por qué?
Con una sonrisa desarmante, asiente:
—Por fin una reacción de alemán. —Me pone un dedo de vino en un vasito de cristal—. Y si no fuera porque es así como os llaman, me hubiera costado creerlo. Pues debéis saber que, cuando se llega a una nueva ciudad decidido a no estarse de brazos cruzados, hay que comprender deprisa qué oportunidades se presentan y a quién vale la pena conocer. —Me lanza una mirada alusiva—. Vuestros paisanos los llaman negocios. Yo los llamaría más bien afinidades que hacen la vida más sabrosa, abriendo interesantes perspectivas.
Lo interrumpo:
—¿Estáis seguro de que un regentador improvisado de un burdel es lo que andáis buscando?
—Un alemán llega a Venecia de Suiza. Tiene un pasado en gran parte desconocido, una considerable fortuna acumulada presumiblemente en los puertos del norte, frecuenta a los libreros y a los impresores locales de igual a igual, sabe mantener a raya a los mequetrefes y abre el burdel más lucido de la ciudad. Y por si fuera poco lleva el nombre de un hereje al que vi quemar extramuros de Amberes: Lodewijck de Schaliedecker, más conocido como Eloi Pruystinck.
La sangre palpita a lo loco. No he de perder el control. Respirar hondo: expulso fuera la tensión.
La mirada fija:
—¿Cómo pensáis que debe continuar esta conversación?
Los ojos negros contrastan con los dientes blancos que apenas deja entrever:
—Somos todos mercaderes y fugitivos. No tenemos necesidad de ceremonias.
—En esto estamos de acuerdo. Y decidme entonces quién sois.
Se acomoda en el asiento, relajado, el cigarro en una mano, el vaso en la otra:
—Mi fuga comenzó veinte años antes de que yo naciera, cuando en mil cuatrocientos noventa y dos los reyes católicos Fernando e Isabel, soberanos de Aragón y de Castilla, decidieron saldar la inmensa deuda contraída con los banqueros judíos, desencadenando contra ellos la Inquisición. Mis antepasados tuvieron que huir apresuradamente la primera vez, buscando refugio en Portugal, donde, por obvia conveniencia, abrazaron la fe cristiana, poniendo a salvo su patrimonio. Yo nací en Lisboa en mil quinientos catorce y mi tía, Beatriz de Luna, cuatro años antes que yo. Éramos ricos y una de las familias más respetadas de Portugal. Mi tía, doña Beatrice, a la que pronto conoceréis, cruzó sus riquezas con las del banquero Francisco Méndez, poco antes del año treinta. En pocos años la historia se repitió: los monarcas portugueses, dramáticamente desprovistos de caudal, pusieron en pie la Inquisición y la desencadenaron contra los judíos para hacerse con sus propiedades. Pero estábamos preparados, lo estábamos desde hacía cuarenta años: mi tía se quedó viuda y heredera de las riquezas de los Méndez, mientras que ya nos aprestábamos a dejar para siempre Portugal. Fue en mil quinientos treinta y seis cuando llegamos a los Países Bajos.