Read Querido hijo: estamos en huelga Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Literatura infantil
F
elipe regresó a la galería muy enfadado.
Se cruzó de brazos y así, en tono amenazador, dijo:
—Mamá, ¿y mi camiseta de fútbol?
—Ah, no lo sé —respondió ella dando saltitos con las rodillas muy levantadas mientras soltaba aire a pequeños soplidos.
—¿Cómo que no lo sabes?
Su madre era la reina del control. Aquella era una respuesta imposible.
—¿No está en tu cuarto?
—¡No, y la necesito hoy!
—Pues qué raro.
Ni se inmutaba. A lo suyo. Salto, estiramiento, pierna por aquí, pierna por allá…
Felipe abrió la boca.
Volvió a cerrarla.
¡Su madre pasaba de él!
Alucinante.
Apretó los puños y, como un toro furioso, se fue directo al lavadero. Una vez en él revolvió en el cesto de la ropa sucia.
Lo que temía.
Su camiseta estaba allí, en el fondo, sucia, arrugada, manchada y oliendo fatal.
¡No iba a poder ponérsela!
¿Cómo pretendía ELLA que jugara al fútbol con otra camiseta?
—¡Aaah…! —se enfadó aún más.
Regresó a la galería. Su madre se había sentado en el suelo. Trataba de tocarse la punta de los pies con los brazos extendidos. Estaba roja por la tensión y el esfuerzo.
—¡Mamá! —el grito casi la hizo saltar—. ¡Mi camiseta está sucia!
Ella le miró. No movió ni un músculo.
Solo puso cara de sorpresa, y tampoco mucha.
—Oh, vaya —se encogió de hombros.
—¿Cómo que «¡Oh, vaya!» —Felipe no podía creerlo—. ¡Lleva dos días en el cesto!
—¿Ah, sí?
—¡No la has lavado! —gritó exasperado.
Ahora sí, su madre puso una cara muy curiosa, como de desconcierto.
—¿Yo? —dijo remarcando la «o»—. Pero si la que lava las cosas es la lavadora. Se lo dije a ella. Lo recuerdo perfectamente.
Su madre debía de llevar mucho rato al sol. Se le había ablandado el cerebro. O eso o estaba enferma.
—¿Cómo que… se lo dijiste a la lavadora? —tartamudeó él, desconcertado.
—Sí, ayer, lo recuerdo perfectamente. Le dije: «Lava esto que Felipe lo necesitará para jugar al fútbol».
—Mamá, que la lavadora no funciona sola.
Por un momento pareció que fuera a echarse a reír. Pero no. Mantuvo el tipo. Es más, consiguió tocarse la punta de los pies haciendo un esfuerzo y luego dejó caer los brazos, agotada. Siguió mirando a su hijo con cara de inocente, como si la cosa no fuera con ella.
—Ya me parecía a mí —chasqueó la lengua.
—¡Mamá!
—¿Qué? ¡Ay, Felipe, deja de gritar!
—¿Estás en plan pasota?
—¿Yo? Para nada.
—¿Te pasa algo?
—¿A mí? No. ¿Tú sabes cómo se pone una lavadora?
La pregunta le pilló de improviso, desconcertándole.
—Bueno… se abre la tapa, se mete la ropa, se le echa jabón y… ya está, digo yo, no sé.
—Pues hala, prueba —le hizo un gesto displicente con la mano para indicarle que ya podía retirarse.
Su madre se había vuelto loca. Decidida y rematadamente loca. La pobre. Su trabajo, cuidar la casa, sus suspensos… Era fuerte, o lo parecía, mucho más que otras madres, pero al final, la edad, la mono… menopausia o lo que fuera, había podido con ella.
Habría que meterla en una residencia para ancianos el día menos pensado.
—Mam…
Se quedó a medias.
Su madre, tumbada boca abajo, intentaba tocarse el trasero con los pies.
Felipe la dejó sola, rendido.
L
a prueba final de que algo estaba sucediendo llegó al irse de casa.
Por lo general, había que discutir, pactar, prometer volver a la hora, jurar portarse bien, no meterse en líos, cruzar la calle por el semáforo y un largo etcétera. Con los dos cates de mochila, el peligro eran los castigos, que no le dejaran salir, una venganza típicamente adulta.
Por más que luego dijeran que se pasaba el día en su cuarto jugando con la consola y estaba blanco porque no le tocaba el aire ni hacía vida sana y que se iba a poner enfermo en invierno.
—¡Me voy! —anunció desde la puerta.
Silencio.
—¡Mamá, me voy! —gritó aún más.
Y desde la terraza, en pleno esfuerzo gimnástico, ella le respondió con un simple y lacónico:
—¡Bien!
Ninguna prevención, adoctrinamiento, nada.
Bueno, ya pensaría en ello después. Ahora…
Echó a correr, cerró la puerta de golpe, saltó los escalones de tres en tres, evitó llevarse por delante a la señora Elvira, la del tercero, que le tenía fobia al ascensor y subía y bajaba a pie, y atravesó el vestíbulo pisando justo por encima de donde el conserje, el señor Federico, acababa de fregar. Ni los gritos de la señora Elvira, literalmente aplastada contra la pared como una cornucopia, ni los del señor Federico, blandiendo su fregona como una espada, lograron detenerle.
¿Qué culpa tenía él de que la señora Elvira subiera y bajara a pie a sus años, y de que al señor Federico le diera por ponerse a fregar el vestíbulo a esa hora? ¿Qué querían? ¿Que volara?
Desde luego, el mundo estaba majara.
Cuando Ángel le vio llegar se quedó muy tieso.
—¿Qué es eso? —señaló su camiseta.
En casa no le habían quedado más que dos opciones. Ponerse una camiseta cualquiera o sacar la sucia, a pesar de las manchas, el olor y todo lo demás.
Había escogido la segunda.
Total, volvería a ensuciarla.
—¿Qué va a ser? Mi camiseta.
—Huele a un kilómetro.
—Porque eres un narizotas. Si tuvieras una nariz normal, como la mía, no olerías nada.
—No seas burro.
—Y tú no seas idiota.
Echaron a andar hacia el campo de fútbol, donde ya se habían reunido algunos de los chicos del barrio. Podían empezar a patear la pelota mientras esperaban al resto para formar los equipos. Ángel se dio cuenta de que a su amigo le sucedía algo.
—¿Ha habido bronca?
—No.
—Pues si a mí, con un suspenso, casi me condenan a la silla eléctrica, a ti, con dos…
—Que no es eso.
—Vale.
Se rindió. A fin de cuentas, Ángel era su mejor amigo.
—Es mi madre —dijo—. Está muy rara hoy.
—La mía lo está siempre.
—Dice que le ha hablado a la lavadora.
—Bueno, la mía le habla a la tele, y hasta le grita.
—Estaba haciendo gimnasia.
—La mía hace puzles. Es una fanática de los puzles.
Felipe se sintió irritado.
—¿Esto qué es? ¿Un concurso de madres raras?
—Tú has empezado.
No llegaron hasta donde estaban los demás. Felipe tenía el ceño fruncido y cara de muy malas pulgas. El comportamiento de su madre era de lo más inusual, extraño. Se había levantado tarde, no se había duchado ni lavado los dientes, había tenido que prepararse el desayuno. Ningún control. Nada. Y, encima, lo de la lavadora. Y, como guinda, lo de la gimnasia.
¿Iba a ser así todo el verano?
Le entró un sudor frío.
¿Siempre?
—Venga, hombre —le dio un codazo Ángel—. Ya sabes que los mayores tienen días y días, que no siempre están igual. Hoy te ríen una gracia y mañana eso mismo les carga y te sueltan un sermón.
—Mi madre no —exhaló—. Va a piñón fijo.
Miraron el campo de juego. El día era espectacular. Prometía. Y más con todo un verano por delante, las vacaciones en dos semanas y septiembre muy, muy lejos.
Tenía tiempo de sobra para aprobar mates y lengua.
Total…
—Vamos a jugar —se decidió Felipe.
N
o fue la mejor de las mañanas.
Más bien fue asquerosa.
Los dos que más sabían jugar al fútbol, Javi y Andrés, eran los que siempre escogían, y a él le escogieron el penúltimo, como si fuera un torpe o no le quisieran. Encima, Ángel estaba en el otro equipo y le dio por marcarle.
A la primera entrada, Felipe se fue al suelo.
—¡Eh, bestia! —protestó.
Su amigo puso cara de inocente.
A la segunda entrada, más que irse al suelo voló por los aires.
Se dio un leñazo de mucho cuidado en el trasero, y contra la parte más dura y pedregosa del campo.
—¿Se puede saber de qué vas hoy? —se quejó Felipe.
—En el campo no conozco ni a mi padre —le soltó Ángel.
Eso lo habían oído hacía unos días de boca de Pedrinho, la estrella del equipo local.
Todos le habían aplaudido.
—Si hubiera árbitro te expulsaría —dijo Felipe.
—Pero como no lo hay…
Decidió irse al otro lado, para que no le marcara Ángel. Lo malo es que en el otro lado estaba el bestia de Josema, que le sacaba un palmo y cuando lanzaba la pierna nunca sabía si iba a darle a la pelota o al rival.
Felipe lo comprobó cuando se la hundió en el estómago.
Tuvo que retirarse a la banda a recuperar el aliento.
Por suerte, cinco minutos después, la madre de Josema se presentó en el parque pegando gritos y se lo llevó casi a rastras. La madre medía dos palmos menos que Josema, así que la escena fue muy interesante.
Su nuevo marcador era Miguelito, un canijo.
Por fin pudo jugar más. Ya estaban dos a dos.
Pero siguió siendo una pésima mañana.
Obdulio, al que todos llamaban Obiuankenobi, le sirvió un gol en bandeja. No tenía más que empujar el balón a la red pero… a un metro de la línea de gol lo mandó a las nubes.
Felipe se quedó mirando el suelo, buscando la maldita piedra causante de aquel desaguisado.
A la siguiente jugada pasó casi lo mismo. El defensa rival hizo un mal despeje y el balón le cayó a los pies. No tenía más que colocarlo a la derecha del portero con un suave toque…
Se le fue más allá del palo.
—¡Te voy a poner de portero! —le gritó furioso Javi.
Se concentró. Ya perdían por dos a tres cuando hizo su gran jugada. Logró irse del defensa, se metió en el área, intentó driblar al central, lo consiguió, y ya encarando al portero, este le placó como si en lugar de jugar al fútbol lo hicieran al rugby.
Penalti.
No pudo ni coger la pelota. Lo hizo Javi.
—Quiero tirarlo yo —se quejó Felipe—. ¡El penalti me lo han hecho a mí!
Le bastó con ver la cara de su capitán para no insistir.
Gol.
Tres a tres.
Y nada más sacar de centro, el mismo Javi robó la pelota y marcó el cuarto gol, en plan figura.