Read Querido hijo: estamos en huelga Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Literatura infantil
—No, no, también tenemos que negociar lo que vamos a pedir nosotros. Yo también haré mi lista.
—Es lo que pensaba.
—¿Qué pedirás?
Felipe lo meditó.
En realidad no tenía ni idea. Estaba perfectamente antes de que comenzara aquella locura de la huelga.
—Para empezar, que entiendan que soy un niño y estoy aprendiendo.
—No colará.
—¡Pero si es la verdad!
—Dirán que es una excusa.
—Mira, si no te han dicho nunca que un cristal se rompe con el choque de algo, una pelota, por ejemplo, ¿tú cómo vas a saberlo? Cuando tienes dos, tres o cuatro años no tienes ni idea de nada, y vas y, ¡pum!, rompes el cristal. Pues luego ya lo sabes, pero primero tienes que romperlo.
—Sí, supongo que a eso lo llamaríamos «experiencia» —convino Ángel.
—A mí me basta con que entiendan eso.
—De todas formas yo voy a hacer una lista. A ver qué me sale.
—Yo también.
—Vale, luego nos llamamos o nos vemos, para intercambiar ideas.
—Perfecto.
Cortaron a la vez y Felipe se fue a su cuarto. Cogió un papel, un boli, y pasó los siguientes treinta minutos estrujándose el cerebro en busca de cosas que pedir a sus padres. Primero no le salía nada, al menos nada que fuera lógico, coherente y racional. Luego sí, se le encendió la bombillita y empezó a tomar notas, apuntes, para perfeccionarlo poco a poco. Una hora después ya pasó a limpio las primeras reivindicaciones propias.
Soy un niño y estoy aprendiendo. Tengo derecho a equivocarme. Para educarme ya estáis vosotros.
Si rompo algo, no lo hago queriendo. Y para saber que las cosas pueden romperse, primero debe haber un accidente, que se rompan, y así sé que no tengo que volver a hacerlo.
Cuando me tuvisteis sabíais muy bien en qué lío os metíais, así que no me echéis la culpa de todo.
No quiero que me gritéis sin más y por todo.
Si estáis de mal humor, no lo paguéis conmigo.
Quiero que papá juegue más conmigo.
Quiero escoger la ropa que me pongo cada día.
Si he de ahorrar, necesito más paga semanal.
No quiero ir más a cumpleaños que no me interesan ni pasarme dos horas sentado en una silla sin poder moverme para que no rompa nada.
No se le ocurrió nada más.
Al menos nada que fuera interesante.
Iba a llamar a Ángel cuando sonó el teléfono. Era él. Discutieron las listas y su amigo le copió lo de los cumpleaños. Felipe a su vez usó una de sus peticiones.
Una vez a la semana, al menos, quiero escoger yo la cena, para ir a una hamburguesería o una pizzería o un lugar divertido de verdad.
—¿Listos? —suspiró Felipe.
—Listos —dijo Ángel.
—Vamos a cruzar los dedos a ver qué pasa.
—¡Hasta luego!
Las siguientes dos horas, mientras leía otro libro tan bueno como los últimos que acababa de leer durante aquellos días, Felipe aguardó el regreso de sus padres a casa para celebrar la tan esperada reunión.
El momento decisivo.
L
a primera en llegar fue su madre. No tocaron el tema hasta que, media hora después, aterrizó en casa su padre. Entonces sí, con su lista entre las manos, Felipe se quedó en la puerta del comedor esperando que ellos aparecieran.
Primero temblaba como un flan.
Luego no. Los nervios desaparecieron.
Por lo menos aquella pesadilla acabaría ya mismo.
—Vaya —dijo ella—. Tienes ganas de que acabe la huelga, ¿eh? Con lo bien que me lo estaba pasando yo.
—Puedes seguir pasándotelo bien —le dijo Felipe—. Nadie te impide que hagas gimnasia, pintes o tomes el sol en la terraza —obvió el biquini—. Ni que todo fuera culpa mía.
Su madre le revolvió el pelo con cariño.
—Ya estoy aquí —anunció su padre—. ¿Nos sentamos?
Se sentaron en el comedor, en sus respectivas sillas. Felipe no sabía qué hacer, pero ellos sí.
—Primero tu lista —le pidió el cabeza de familia.
Se la dio.
La leyeron.
En silencio.
Cuando acabaron, se miraron, asintieron, y entonces su padre dijo:
—Aceptado todo.
Felipe bizqueó.
—¿Todo?
—Sí, son peticiones lógicas. Nosotros estamos abiertos al diálogo.
—Ah.
—Ahora las nuestras —dijo su madre.
La lista era tan larga que Felipe pensó que se pasarían el resto del día allí.
—Empieza —pidió su padre.
—Bueno, a ver… —buscó de nuevo la calma—. Lo de que no me pelee, no me tire pedos y no eructe… ¿Qué pasa si me provocan o me dan primero? ¿Y si el pedo se me escapa? Eructar puedo controlarlo pero lo otro…
—Si te dan primero, te defiendes. Pero tú no vayas repartiendo estopa sin más.
—Yo nunca reparto estopa sin más —se quejó con acritud—. Más bien soy de los que reciben.
—Lo de los pedos…
—Prometo aguantarme o irme corriendo al cuarto de baño… si es que llego.
—Vale, aceptado.
Los miraba y parecía que se lo estuvieran pasando en grande. A veces incluso era como si contuvieran sus ganas de reír.
¿Quién era capaz de entenderlos?
—Lo de comer a mis horas, vale. Lo de no hartarme de chucherías a escondidas, vale. Lo de llevar la ropa sucia a la lavadora, vale. Lo de sacar los zapatos fuera, vale. Lo de colgar la cazadora y la mochila, vale. Lo de los dientes… ¡Es que a veces no me acuerdo!
—Te lo recordaremos —dijo ella.
—Aunque cuando lo hagamos, no queremos ni un «pero» de los tuyos ni ninguna excusa tipo «más tarde» o «cuando me acueste» —dijo él.
—Bueno —concedió Felipe.
—Sigue. Vamos bien.
Siguió mirando la lista. Llegaban los puntos conflictivos.
—Lo de comer despacio y masticar bien es complicado.
—¿Por qué es complicado?
—¡Es que no me sale!
—¿Lo intentarás?
—Eso sí.
—Con esto nos basta, ¿verdad, Quique?
—Sí, Sonia.
—¿Ves como hablando se entiende la gente? Sigue —volvió a decir su madre.
—Llamaré a la abuela, iré a verla, seré educado con la gente, les abriré la puerta y diré todo eso de «buenos días» y «buenas tardes» y «buenas noches», no bajaré por la escalera a lo bestia… ¡pero me niego a dar besos a todo el mundo!
—Los niños…
—¡Mamá! ¡El tío Pepe huele mal, y la señora Carmen pica, como si tuviera barba!
—Son mayores y te quieren.
—¡Ah!, ¿y por eso me he de fastidiar yo? ¡No es justo!
Intercambiaron otra mirada y, sin decir nada, asintieron.
—De acuerdo —dijo su madre—. Nada de besos si no quieres.
Vaya, un éxito.
Decidió aprovecharlo y enfilar uno de los temas gordos.
—Lo de la videoconsola me parece muy duro. Media hora al día y una hora los festivos es poco.
—¿Qué propones?
—Una hora al día.
—Innegociable.
—Tres cuartos.
—Los días de diario innegociable. Los festivos puede.
—Los festivos dos horas.
—Una y cuarto.
—Una y tres cuartos.
—Una y media.
Nueva mirada entre ellos dos.
—De acuerdo, media hora al día los laborables y una hora y media los festivos.
Cuando se ponían… eran negociadores duros. Abordó otro punto conflictivo.
—Lo de estudiar y no suspender… No es tan fácil. A veces en un examen te cae algo que te mata.
—Irrenunciable —fue categórico él.
—¡Papá!
—Es tu futuro. Te lo juegas durante estos años. Puedes tener un accidente, un suspenso. Dos, como este año, ni hablar.
Ahí estaba atrapado. Iban a ser inflexibles. No tuvo más remedio que acceder, aunque era lo más difícil de todo.
—Está bien —suspiró.
—Esto de ahora es una huelga, porque eres pequeño, pero cuando seas mayor de edad podemos echarte de casa —el hombre le apuntó con un dedo inflexible—. Estudia, Felipe. No juegues con eso.
No podía decir «lo intentaré» o «me esforzaré». No colaba.
—Vale.
—¿Palabra?
—Palabra.
—Ya queda poco —se alegró su madre.
Sí, la lista se reducía rápido.
—Acostarme a mi hora sin protestar, vale, pero en verano…
—Concedido. Habrá un margen, sobre todo en vacaciones.
—Leer, ya leo. Estos días he encontrado muy buenos libros.
—La mayoría lo son. Otra cosa es que el tema te interese o no. Es el ánimo con el que se leen lo que los hace buenos o malos. Un buen ánimo predispone a que te guste. Si lo haces con desgana, no te concentras y estás de mal humor, no vas a enterarte de nada.
—Entonces bien, ¿no?
—Nos queda lo de que bebas agua y no refrescos con burbujas…
—¡No puedo pasarme la vida bebiendo agua!
—De acuerdo. Este queda anulado.
—¿Ahorrarás si te subimos la asignación?
—Sí, papá.
—¿Veremos la tele en familia un rato para explicarte cosas y que las entiendas, o incluso podemos ojear el periódico?
—Sí, mamá.
—¿No pedirás una videoconsola cada año ni todos los juegos habidos y por haber?
—Es que por Navidad ya sale la Bomb-Two PRQ-7 X-Killer.
—Felipe…
—¿Y los juegos?
—Ya veremos de aquí a Navidad.
Estaba harto de negociar. De aquí a Navidad podían pasar muchas cosas, que les tocara la lotería o que la consola se la comprara la abuela, aunque con su pensión… Lo único que quería era que todo, o casi todo, volviera a ser como antes.
¡Había hecho un montón de concesiones!
—Ya está, ¿no?
El último silencio.
Supo que sí, que ya estaba, cuando su madre abrió los brazos y él quedó sepultado por ellos en un amoroso y tierno gesto de cariño.
Al que se sumó su padre.
¡La pesadilla había terminado!
¡Fin de la huelga!
—Te queremos, hijo —escuchó las dos voces como un canto celestial.
Ese era, sin duda, el mejor regalo.
E
staba agotado.
Pero en el fondo se sentía feliz.
Tampoco era como haber firmado un pacto con el diablo.
Qué caramba, los padres siempre eran bastante flexibles y daban margen. Lo único que tenía que hacer era no volver a tensar tanto la cuerda que les empujara al enfado o… a una nueva huelga.
Después de comer les pidió permiso para ir al parque y le dijeron que sí. Primero estuvo a punto de bajar por las escaleras al trote, como siempre, pero justo antes del primer salto recordó el punto en el que se especificaba eso en los acuerdos recién pactados. Así que bajó peldaño a peldaño.
Se encontró, una vez más, a su vecina pegada a la pared, temiendo su descenso vertiginoso, y él, caminando tan tranquilo, le sonrió y le dijo:
—Buenas tardes, señora Elvira.
La dejó a cuadros.
—Bue… bue… buenas tardes, F-F-Felipe —respondió la mujer sin podérselo creer.
También pasó por delante de Federico, el conserje, andando como una persona civilizada.
—Buenas tardes, Federico.
—Vaya, buenas tardes —se quedó pasmado el hombre.
Salió a la calle pensativo. A veces, portarse bien era una lata, un muermo. Otras, tampoco estaba mal. La gente se sentía mejor y parecía feliz.