Read Querido hijo: estamos en huelga Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Literatura infantil
Orinó a la velocidad del rayo y todavía sin acabar de soltar la última gota salió a la carrera con el alma en vilo, el corazón encogido y la mente a cuadros.
Su madre estaba en la terraza. No hacía gimnasia. Tomaba el sol en biquini.
Un biquini ajustadísimo, de color verde botella brillante.
—¿Mamá? —dijo completamente paralizado.
—¡Ah, hola! —ella ni se movió, como si por hacerlo fuera a quedarse sin algún rayo solar.
—Mamá —repitió casi bloqueado.
—Me estás gastando el nombre, cielo.
—¿Qué… haces?
—¡Huy, qué pregunta! ¿No lo ves? Tomar el sol tan ricamente —suspiró con profundidad y soltó un reivindicativo—: ¡Lo que me he perdido estos años!
Felipe temía hacer la gran pregunta, sobre todo después de ver aquellos carteles pegados a las paredes.
—Es que… hoy es… sábado —tartamudeó.
—¿Sábado? Ni me acordaba. Bien, bien.
«Padres al poder».
«¡Huelga!».
«Abajo la dictadura de los insolidarios».
Allí el único «insolidario» se suponía que era él.
—Mam…
—Mira, Felipe —ahora sí su madre movió la cabeza para verle, pero sin alterarse, sin enfadarse, con toda naturalidad—. Haz lo que quieras, no tienes que pedir permiso para nada.
—¿Ah, sí?
—Lo que tú quieras.
—¿Todo?
—Todo.
Parecía un regalo de los dioses, el sueño de todo niño, y sin embargo sonaba a catástrofe. Un mundo sin leyes ni autoridad paterna.
O sea… el caos.
Despertar a cualquier hora, tener que hacerse el desayuno, la comida y la cena, no encontrar la camiseta limpia en el armario, olvidarse de la consola…
—Bueno, ya vale —se rindió—. ¿Vas a decirme de una vez qué está pasando aquí?
La mirada de su madre se hizo de lo más evidente.
—Ay, Felipe, hijo, pareces tonto. ¿No has visto los carteles?
—Sí.
—Creíamos que ayer ya había quedado claro, pero como no te dabas por enterado hemos hecho todos esos letreros para reivindicar nuestros derechos —y entonces le soltó la bomba tan alegremente, porque lo hizo sonriendo feliz—: ¡Estamos en huelga!
—¿En… huelga?
—¡No lo repitas todo como un loro, que pareces un disco rayado! ¿Quieres dejarme tomar el sol? ¡Estamos en huel-ga, huel-ga! —levantó un puño al cielo y se puso a cantar—: «No, no, no nos moverán. No, no, no nos moverán».
Felipe ya no pudo abrir la boca.
Su madre alargó la mano, cogió el iPod que tenía a su lado, se encasquetó los auriculares y lo puso en marcha.
Rock duro, a toda potencia.
Ella.
—¡Guao! —gritó enardecida.
Hora de irse.
S
u padre seguía con la consola.
Más y más alucinante.
No se atrevió a interrumpirle. Despeinado, feliz, medio histérico, moviéndose como si tuviera un ataque de epilepsia, su progenitor le daba febril a los mandos. Dejó que superara una vez más su récord. Ya estaba en un millón y medio de puntos. Una pasada. Jamás hubiera imaginado que un adulto consiguiera algo así. Creía que no tenían bastantes neuronas, o reflejos, o las dos cosas a la vez. Pero sí. Ahí estaba la prueba.
—¡Un millón quinientos nueve mil doscientos setenta y cinco! —cantó el hombre, feliz como un niño con zapatos nuevos.
—Papá… —metió baza Felipe antes de que empezara otra partida.
—¿Qué? ¿No ves que estoy jugando?
¿De qué le sonaba eso a él?
Lo mismo que decía cuando sus padres le interrumpían.
Se dio cuenta de lo desagradable que era.
—Papá, oye, que esto ya… Bueno, quiero decir que… Es que verás… —no había forma de que encontrara las palabras adecuadas, y mientras, su padre le miraba con cara de fastidio y aburrimiento—. Yo… —finalmente se vino abajo—. Papá, ¿qué pasa?
—¿No has visto los carteles?
—Sí.
—¿No te lo ha contado tu madre?
—Sí.
—Pues ya está, es eso: que estamos en huelga.
—¿Tú también?
—Sí, sí, claro.
—No podéis hacer huelga.
—¿Ah, no? —le observó perplejo.
—¿En huelga de qué, a ver?
—Pues de padres —asintió el hombre con toda naturalidad—. Estamos en huelga de padres.
Felipe sabía lo que era una huelga.
Pero de padres…
Era la primera vez que oía algo semejante.
—Eso es absurdo —dijo.
—¿Por qué?
—Porque siempre seréis padres.
—Ya, pero podemos dejarlo en suspenso por unos días, o unas semanas, o unos meses. Tomarnos un respiro. Y eso es lo que hemos decidido hacer —se llenó los pulmones de aire—. ¿Sabes algo? Es fantástico. No sé cómo no lo hemos pensado antes.
El chico buscó argumentos y el único que se le ocurrió fue:
—¿Es un juego?
—No.
—No entiendo nada.
—Pues es muy sencillo —su padre dejó el mando de la consola y se puso serio—. Somos tus padres, no tus esclavos, así que desde hoy… Esto es una democracia: el poder del pueblo para el pueblo. Todos somos iguales. ¿Quieres comer? Te lo haces tú. La nevera estará llena, descuida, eso queda claro porque no tienes dinero para comprar nada. ¿Quieres ropa limpia? Te la lavas. ¿Quieres salir? Sales, pero eso sí, asumiendo tu responsabilidad. Nosotros ya no vamos a discutir más.
—Pero… no es justo.
—¿Por qué no es justo, a ver?
—Soy un niño.
—Ah, ¿y eso te da licencia para todo? Suspender, no estudiar, quejarte, poner mala cara, enfadarte, no hacer caso, pasar olímpicamente, ensuciar, no recoger nada de tu cuarto o de la mesa, quedarte ciego con la consola, tomarnos el pelo como si fuéramos tontos… ¿Sigo?
—No, no —lo dicho y más se lo sabía de memoria—. Pero no es justo —repitió.
—Vaya con qué me sales.
—Quiero decir que yo no hago todo eso adrede, es que…
Su padre cruzó los brazos.
—¿Te has duchado? —preguntó.
—No.
—¿Te has lavado los dientes?
—No.
—¿Has llamado a la abuela como quedamos, al menos una vez a la semana?
—No.
—¿Has estudiado matemáticas o lengua?
—No, pero he leído un libro.
—¡Oooh…! —pareció darle un ataque de éxtasis—. ¿Quieres que lo grite por la ventana? ¿Doy la exclusiva en Internet? ¿Me desmayo?
—No —Felipe bajó la cabeza contrariado.
—¿Y dices que no nos tomas el pelo? Hijo: haces siempre lo que te da la real gana. Por lo tanto… —levantó las manos con las palmas hacia afuera y dijo—: Nosotros también.
—Vale, ¿y si…?
—No es hora de negociaciones —volvió a coger el mando de la consola—. Anda, déjame continuar que quiero seguir batiendo mi récord, pardillo.
—¡Jo!
—Felipe…
—¡Ya vale!, ¿no?
El hombre le miró por última vez. Luego se lo deletreó:
—Hache, u, e, ele, ge, a. Huelga. ¿Lo pillas? Pues vale. Chao.
Volvió a poner en marcha la consola e inició una nueva partida.
Primero su madre, ahora su padre. Aquello iba en serio.
Vaya que si iba en serio.
Abatido, como un general derrotado, Felipe fue a su cuarto pasando de ducharse y lavarse los dientes ya que nadie iba a controlarle, y tras tomarse otra ración de cereales con leche salió a la calle igual que un preso con la libertad condicional recién conseguida tras haber estado treinta años en una prisión.
Porque aquella mañana, el mundo era diferente.
Á
ngel abrió unos ojos como platos cuando se lo contó.
—¿Huelga? —se sorprendió.
—Eso dicen.
—Pero ¿eso no es cuando los de abajo piden algo a los de arriba? O sea… ¿los mandados a los que mandan?
—Sí, ¿no?
—¿Y cómo van a hacer huelga los que mandan?
—El mundo al revés —respondió Felipe, exteriorizando sus pensamientos.
—¿Y cómo vas a arreglarlo? —se preocupó Ángel.
—¿Los que negocian no son siempre los sindicatos?
—Sí, pero que yo sepa no hay un sindicato de niños.
—Pues debería haberlo —siguió sumido en su confusión Felipe.
—¿No está ese…? ¿Cómo se llama…? El que defiende… ¡El defensor del pueblo!
—¿Y tú crees que ese señor me haría caso a mí?
—Eres parte del pueblo, ¿no? Bueno, quiero decir que todos lo somos.
—¿No había una oficina del menor o algo parecido?
—Ni idea.
Estaban en un callejón sin salida. Podían darle vueltas y más vueltas y la única realidad era que Enrique Puig Bellacasa y Sonia Brunell Martínez se habían declarado en huelga.
Ni siquiera sabían si existían precedentes.
—Hace poco hubo una huelga de pilotos y no volaba ningún avión —dijo Ángel—. Luego, se declararon en huelga en una fábrica, y nadie hizo nada en dos semanas. Lo sé porque mi tío Agustín era uno de los que estuvieron en huelga de brazos caídos.
—¿Cómo lo arreglaron?
—Pactando.
—Ya, pero ¿cómo?
—Lo de los aviones, no sé, pero en la fábrica, sí. Ellos pedían cien y los mandamases ofrecieron veinte. Luego unos dijeron que noventa y los jefazos que treinta. Las negociaciones se rompieron a lo bestia cuando unos dijeron que no bajaban de ochenta y los mandamases dijeron que no pasaban de cuarenta. Después de más días de huelga, volvieron a sentarse a dialogar y entonces todo se quedó en un cincuenta-cincuenta, que era lo que en el fondo querían todos desde el principio.
—Pues si era lo que querían desde el principio, ¿por qué no empezaron por ahí y todo se habría acabado antes? —se extrañó Felipe.
—Supongo que si se ponen de acuerdo de buenas a primeras, no tiene gracia. Cada bando debe demostrar su fuerza y de paso ver si el otro cede. Luego todos dicen que han ganado, los de abajo sonríen porque habrían bajado a cuarenta y los de arriba suspiran porque habrían llegado a sesenta, pero en el fondo cincuenta-cincuenta es lo justo.
—Están locos.
—Como cabras —se solidarizó Ángel.
Se hundieron en sus pensamientos, sin salir a flote.
—Qué asco todo eso de la diplomacia —suspiró Felipe.
—No es diplomacia. Es otra cosa. La diplomacia es para los países. En el caso del trabajo y las huelgas se llama «pactar».
Felipe estaba impresionado por lo mucho que sabía su amigo.
No le servía de nada, pero por lo menos se enteraba.
—Estoy perdido —dijo y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Negociarán, tranqui.
—Ya, me exigirán todo y yo no podré pedir nada a cambio. Será una rendición total.
—Ah, no. Pactar significa que cada cual da algo y renuncia a algo.
—¿Qué quieres que les pida a ellos?
—No sé, si tú cumples… más paga semanal, más horas de jugar a la consola, más…
Dejó de hablar porque Felipe le miraba con incredulidad.
Eso los volvió a sumir en el silencio.
Abatidos.
—¡Jo! —se quejó uno.
—Ya —corroboró el otro.
—Si es que… —rezongó uno.
—Y que lo digas —le secundó el otro.
—¡Puf!
—¡Pfff…!
Después de tan gráficas y lúcidas expresiones, se quedaron en silencio durante un buen montón de segundos.
Ni siquiera tenían ganas de jugar.
Ángel lo remachó diciendo:
—Lo tienes chungo.
—Tope.
—Pero se cansarán.
—¿Tú crees?
—Si no comes, adelgazarás y todo eso, y si encima te pones enfermo… Huy, eso seguro que les desbarata todo el tinglado.
—¿Pillo algo, en pleno verano?
—No sé dónde podrías contagiarte la gripe, o un simple resfriado. Ahora mismo no conocemos a nadie enfermo.
—Anda que como se lo cuenten a tus padres…
Ángel se quedó blanco.
Como la cera.
—¡Ay, Dios! —se estremeció con los ojos desorbitados.
—¿Qué te pasa?
Su amigo se lo soltó igual que una bomba:
—¡Tu madre y la mía se veían hoy para no sé qué cosa!
Ahora sí, el mundo acabó de hundirse bajo sus pies.