Querido hijo: estamos en huelga (7 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Literatura infantil

BOOK: Querido hijo: estamos en huelga
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Primero la gimnasia, luego tomar el sol en biquini, ahora pintar.

¿Qué haría al día siguiente?

—¿Mamá?

—Ah, hola cielo, buenos días. Bonito, ¿eh?

—¿Bonito…? ¿Eso?

Su madre hizo un gesto de pasar de él.

—Tú no tienes gusto —dijo—. Ni lo tendrás, claro. Suspendiendo como suspendes —se encogió de hombros—. Una pena, pero a mí me da lo mismo, allá tú.

Felipe se sintió herido en su amor propio.

—¿Te da lo mismo que suspenda?

—Ahora sí. Para eso estamos en huelga. Luchamos por una vida mejor y más digna.

«Ellos» luchaban por una vida mejor y más digna.

Cada día era peor.

—¿Y papá?

Los domingos su padre siempre le insistía en ir de paseo, jugar al fútbol juntos, visitar museos… y él le decía que no, que tenía partido, o había quedado con Ángel, o cualquier cosa, como si en el fondo le diera vergüenza ir con su padre siendo… ¿tan mayor?

Ahora no se sentía especialmente mayor.

Sino muy, muy niño.

—Está haciendo
footing
—le anunció su madre.

—¿Papá…? ¿Haciendo
footing?

—Para ponerse en forma. Ahora que podremos viajar…

Iban a dejarle solo.

Se irían a China, o a Colombia, o a Kenia, y le dejarían solo.

Ya no pudo decir nada más. Le faltaban palabras. Cuanto más abría la boca era peor. Y tampoco quería escuchar los «planes» de sus «nuevos» padres.

Se duchó, se lavó los dientes, llevó la ropa sucia a la lavadora, arregló su cama, desayunó, se vistió mientras se daba cuenta de que en el armario cada vez quedaba menos ropa limpia y a las diez menos cinco salió de casa.

Se despidió solo por educación.

—¡Me voy!

—Muy bien, ¡que te diviertas! —le deseó su madre.

Llegó al parque más y más alucinado, con el cerebro del revés, incapaz de razonar. Nada más divisar la zona de la reunión comprendió que aquello iba a ser peor de lo que imaginaba, cien por cien tempestuoso. Allí se habían congregado ya dos docenas de niños y niñas.

Y llegaban más.

La discusión estaba en su apogeo. Gritos, exclamaciones.

—¡Mi madre se ha ido a bucear!

—¡La mía se ha comprado un saxo!

—¡Mi padre ha decidido volver a actuar y se pasa el rato recitando poesías con una pose de lo más ridícula!

—¡El mío dice que quiere ser escultor!

—¡Mis padres se pasan el día dándose besitos y arrullándose como si fueran novios, y parecen TAN felices…!

Esta última afirmación hizo que todos los chicos y chicas mirasen impresionadísimos a la niña que lo había dicho.

El silencio duró por lo menos tres segundos.

Luego volvieron a hablar todos a la vez, en voz alta, tratando de hacerse oír unos a otros.

—¡Los míos ya no discuten por mí, para nada!

—¡Los míos ni se enfadan, se ríen por todo!

—¡Yo anoche rompí un jarrón y ni me gritaron! ¡Como si nada! Y cuando les dije que lo sentía me contestaron: «Tranquilo, hijo, lo apuntamos en el “debe”».

—¿Y eso qué es?

—¡Que el día menos pensado nos hacen pagar todo lo que hemos roto, cuando seamos mayores y trabajemos, digo yo!

El horror llegaba cada vez a límites más insospechados. Cada declaración superaba la anterior. Era como ver en directo una película de terror en la que el psicópata de turno va matando al personal uno por uno, a sangre fría, y con deliberado sadismo.

—¡Eh, eh! —impuso su voz Iker, que por momentos se convertía en el líder de todos ellos—. ¡Ya está bien de quejarnos y lloriquear! ¡Es hora de pasar a la acción, que nosotros no somos mancos!, ¿vale?

—¿Y qué hacemos? —preguntó Mariví, una que medía ya tanto que jugaba al baloncesto de pívot.

—Sí, ellos tienen el poder —dijo Antonio remarcando esa última palabra con pánico.

—¡Nos aplastarán! —se puso apocalíptica Teresa, la más sensible de todo el grupo.

—No perdamos la calma —Iker extendió las dos manos con las palmas hacia abajo para dar mayor énfasis a sus palabras—. Las huelgas se hacen para conseguir algo, no duran siempre. Ahora nos están poniendo a prueba. Nos dicen: «¿Veis lo que pasará si esto dura?». Vale, pues ya lo sabemos.

—Pero ¿por qué lo hacen? —preguntó una niña llamada Carlota—. ¿Qué tiene que ver lo de la huelga con que, de pronto, se pongan a hacer cosas raras?

—Como pasan de nosotros, tienen más tiempo para hacer lo que nunca pueden hacer y querrían hacer, o aquello a lo que renunciaron al casarse y ser padres —explicó Mariasun.

Otra niña se echó a llorar. Se llamaba Perla y era de las más pequeñas.

—Pero… nos quieren, ¿no?

Todos le echaron un cable.

—Claro que sí, tía.

—Por eso nos tuvieron.

—Exacto. Se supone que lo hacen por nuestro bien. Nos están educando.

La niña se quedó momentáneamente tranquila.

Aunque la palabra «educar» hizo estremecer a más de uno.

Felipe y Ángel, por si acaso, no abrían la boca. Después de lo que había dicho Iker de que la culpa era del primero, porque sus padres habían iniciado el movimiento de los «indignados huelguistas paternos»… mejor callar.

—Escuchad —volvió a tomar la palabra Iker—. Os repito que es mejor no perder la calma. Los primeros días son los más críticos porque las posiciones se radicalizan. Luego llega la hora de la razón y todo el mundo se sienta a negociar.

—¿Y qué es lo que quieren, que nos portemos bien SIEMPRE? —exclamó Berto.

—Para eso no hace falta negociar —dijo Elisenda—. Nos lo exigirán, pegarán cuatro gritos y ya está.

—No, no, no —insistió Iker—. No van por ahí los tiros. Cada uno de vosotros preguntará a sus padres qué es exactamente lo que quieren, y entonces, a cambio, les propondremos contrapartidas.

—Contra… ¿qué? —preguntó el burro de Fernando.

—Contrapartidas, cosas que cada cual también quiera mejorar, como llegar más tarde a casa, jugar más tiempo con la videoconsola o tomar dos helados en lugar de uno en verano. Hay que pactar. Por eso la negociación no puede ser colectiva en este caso. No somos una fábrica con un comité, como me cuenta mi padre que pasa donde él trabaja. Cada cual es su propia empresa, así que tendréis que negociar uno por uno. Un padre querrá que su hijo no diga tacos, y el otro que estudie, pero el que tiene un hijo que ya aprueba lo que querrá es que sea puntual o… yo qué sé, cosas así. ¿Lo pilláis?

Lo pillaban, lo pillaban.

Vaya si lo pillaban.

Y la sola idea de «negociar» con los padres se les hacía una montaña.

—Mis padres lo querrán TODO —suspiró Josema.

—Pues anda que el mío…

—Y el mío.

—Y el mío.

Los murmullos de abatimiento y desánimo se expandieron por doquier.

Pero ya estaba todo dicho.

No había otra opción.

—Negociad —repitió Iker—. Mañana nos contaremos lo que hemos conseguido, para tomar nota unos de otros, ¿vale?

Asintieron con la cabeza muy poco convencidos.

—Menudo verano nos espera —musitó Ángel.

Felipe pensó que si solo fuera el verano…

16
La lección de Laureano

L
a asamblea del parque terminó y los atribulados asistentes se marcharon en todas direcciones. Unos a casa, otros se quedaron por allí formando grupos. Felipe y Ángel se apartaron y se ocultaron detrás de unos matorrales.

Por lo menos nadie les había echado las culpas.

—Menudo marrón.

—Y que lo digas.

—Si es que la vida te da cada susto…

No querían ponerse filosóficos, ni fatalistas, pero cuanto más pensaban en el asunto más les caía la moral a plomo. Se sentaron en el suelo en silencio y a los pocos segundos apareció Laureano, el jardinero.

Era un buen tipo, afable y cariñoso, bonachón y simpático. Otros jardineros creían que el parque era suyo y les soltaban gritos a la más mínima, como si cada piedra tuviera que quedarse donde estaba y cada matorral tuviese que conservar todas sus hojas y no caer ni en otoño. Puras furias. Laureano no. Vivía y dejaba vivir.

Y eso que adoraba el parque, la naturaleza, los árboles. Por algo era el jardinero.

—Menudas caras —les dijo rastrillo en ristre—. ¿Qué os pasa?

—Nada —se encogió de hombros Felipe.

—Pues para no pasar nada…

—Tenemos problemas en casa —dijo Ángel.

—¿Y quién no? —Laureano chasqueó la lengua con un deje de ternura—. Además, estáis en la edad.

—Ya.

—Los padres nunca lo entienden. Se olvidan de que un día fueron niños, posiblemente peores que vosotros. Y si lo recuerdan, quieren que todo sea distinto.

Daba gusto hablar con alguien que los comprendía.

—Los nuestros se han puesto en huelga —confesó Felipe.

—Vaya —el jardinero movió la cabeza de arriba abajo y su cara denotó expectación—. Deben de estar hasta el gorro para llegar a eso.

—Tampoco es para tanto —refunfuñó Ángel.

—Todo depende del punto de vista —matizó Laureano.

—Somos niños, tú lo has dicho —le recordó Felipe.

—Pero no tenéis licencia para matar, como el 007 ese de las películas. O sea, que no tenéis licencia para hacer lo que os dé la gana, y menos en una colectividad familiar.

—Ya te pones de su parte.

—No, solo soy racional.

Felipe y Ángel volvieron a hundirse en sí mismos.

—Bueno, lo siento —dijo Laureano—. De todas formas todos hemos pasado por esto, no sois los primeros ni los últimos, y mucho menos los únicos.

Dio un paso para alejarse de su lado.

—Oye, espera —le detuvo Felipe—. ¿Cómo que «todos hemos pasado por esto»? ¿Qué quieres decir?

—Pues que lo que me contáis no es ninguna novedad.

—¿Ah, no?

—¡Quía! —el jardinero soltó una risa—. Yo también tuve padres y un día… ¡Zas, como los vuestros!

—¿Se pusieron en huelga?

—Sí.

—¿Y qué pasó?

—Que me lo tomé a chunga —su rostro se ensombreció un poco—. Pensé que ya aflojarían, que a fin de cuentas era su hijo y me querían… Así que seguí con mi rollo y… bueno, ya me veis —puso cara de resignación—. No me quejo, me gusta ser jardinero. Me gusta mucho. Pero de niño lo que soñaba era con ser reportero del
National Geographic
y viajar por todos los rincones del mundo, saboreando la vida salvaje y la naturaleza. Eso me lo perdí por cabezón.

Felipe y Ángel volvían a estar pálidos.

—¿Qué… te perdiste?

—No pude estudiar por las malas notas, tuve que trabajar desde los dieciséis años, me despisté por completo, y cuando quise darme cuenta ya era tarde. Entonces aprendí a cocinar, a poner una lavadora, a ser responsable, y me vi obligado a la fuerza, por necesidad. Me puse al día en las cosas más sencillas, que antes me parecían absurdas. Así que fue bastante duro.

—¿Dejaron de quererte? —balbuceó Felipe.

—No, eso no. Mis padres me adoraban.

—¿Entonces…?

—Decían que era por mi bien.

—Sí, ya —refunfuñó Ángel.

—No seas escéptico. Todos los padres se vuelven locos por sus hijos, y en los dos sentidos —sonrió con ternura—. Locos de amor por un lado y locos a causa de lo que hacéis por el otro. Mirad, yo al menos no salí tonto, y aunque tarde, comprendí eso de que no todo el monte es orégano, que es una frase hecha y no sé de dónde sale pero es muy cierta.

—¿Y por qué no pactaste con ellos? —preguntó Felipe.

—Creí que se cansarían.

—Y no se cansaron.

—No —el jardinero movió una mano arriba y abajo en señal de admiración—. ¡Huy, lo bien que se lo pasaron sin tener que estar pendientes de mí! Mi madre se apuntó a una escuela de ballet y hasta actuó varias veces, y mi padre estudió aeronáutica.

—¿Y si estabas enfermo?

—Hombre, entonces sí me cuidaban, que para algo éramos una familia. Pero lo de ser mis criados o aguantármelo todo… se acabó.

Les sobrevino un denso silencio.

No se oía nada, ni a los más pequeños jugando en la zona infantil.

—Bueno, ahora sí os dejo, que he de rastrillar el parque entero. ¡Chao!

Se lo quedaron mirando mientras caminaba de espaldas, con su paso cansino y paciente.

Por eso no vieron cómo Laureano sonreía de forma misteriosa.

17
La cita

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