Tenía razón: después de otro kilómetro de marcha a lo largo del canal, vieron, en la distancia, una estructura pentagonal grande. Cuando se aproximaron, pudieron ver que el canal fluía directamente hacia el centro del pentágono. El edificio en sí, que estaba a horcajadas sobre el canal, tenía seis metros de alto, techo exterior plano, carecía de ventanas y la parte de afuera era color blanco crema. Cada una de sus cinco secciones, o alas, se extendía veinte o treinta metros desde el centro de la estructura.
La pasarela que corría a lo largo del canal terminaba en algunos escalones que ascendían hasta un sendero perimetral que rodeaba todo el pentágono. Había una configuración similar del otro lado del canal; en esos momentos un biot ciempiés usaba el sendero perimetral como puente para pasar de una margen del canal a la otra.
—¿A dónde supones que va? —preguntó Nicole, mientras los dos se hacían a un lado para permitir que el biot pasara rodando.
—Quizás a Nueva York —contestó Richard—. En mis largas caminatas antes de que los avianos salieran del huevo, a veces veía a lo lejos uno de estos biots.
Se detuvieron fuera de la única puerta del pentágono que estaba en el lado del edificio que daba al canal.
—Supongo que vamos a entrar, ¿no? —dijo Nicole.
Richard asintió con la cabeza y empujó la pequeña puerta, abriéndola. Nicole se agachó y entró en el edificio: en derredor tenían una sala grande, bien iluminada, quizá de unos mil pies cúbicos en total, con un techo que se alzaba a cinco metros por sobre el piso. La pasarela en la que se encontraban estaba elevada dos o tres metros respecto del piso, por lo que podían observar la mayor parte de las actividades que se desarrollaban debajo de ellos: obreros robot biot como nunca antes habían visto, cada uno diseñado para una tarea especializada, estaban descargando en la sala las dos barcazas y separando la carga en función de algún plan predeterminado. A muchas de las piezas individuales de los cúmulos se las cargaba en biots camión, que desaparecían por una de las puertas posteriores una vez que estaban llenos.
Después de algunos minutos de observación, Richard y Nicole siguieron caminando por la pasarela hasta llegar al sitio en que se cruzaba con otro sendero, situado justo por encima del centro de la sala. Richard se detuvo e hizo algunas anotaciones en su computadora.
—Doy por sentado que esta disposición arquitectónica es tan sencilla como parece —comentó—. Podemos ir hacia la izquierda o hacia la derecha… Cualquiera que sea el camino que elijamos, entramos en otra ala del pentágono.
Nicole eligió la pasarela de la derecha porque los biots camión que, según ella creía, transportaban piezas para los biots ciempiés, habían ido en esa dirección. Lo que observó era correcto: no bien entraron en la segunda sala, que tenía exactamente el mismo tamaño que la primera, advirtieron que en el taller que estaba debajo de ellos se estaban fabricando tanto un biot ciempiés como uno cangrejo. Richard y Nicole se detuvieron varios minutos para observar el proceso.
—Verdaderamente fascinante —opinó Richard, terminando su diagrama por computadora de la fábrica de biots—. ¿Estás lista para irte?
Cuando Richard se dio vuelta para mirarla, Nicole vio que los ojos de él se abrían como platos:
—No mires ahora —advirtió Richard un segundo después, con voz queda—, pero tenemos compañía.
Nicole giró en redondo y miró hacia sus espaldas: del otro lado de la sala, cuarenta metros por detrás de ellos, en la pasarela, un par de octoarañas se les acercaba lentamente. Richard y Nicole no habían oído su característico sonido, parecido al de arrastrar cepillos metálicos, debido al ruido de la fábrica de biots.
Las octoarañas se detuvieron al darse cuenta de que los seres humanos se habían percatado de su presencia. A Nicole el corazón le golpeteaba con furia: ella recordaba con claridad su último encuentro con una octoaraña, cuando en Rama II rescató a Katie de la madriguera de las
octos
. Entonces, al igual que ahora, su impulso irresistible fue el de correr.
Aferró la mano de Richard, mientras los dos mantenían la vista clavada en los alienígenas.
—Vámonos —dijo en un susurro.
—Estoy tan asustado como tú —contestó él—, pero no nos vayamos aún. No se mueven. Quiero ver qué van a hacer.
Richard se concentró en la octoaraña jefe y trazó una cuidadosa imagen en su mente: el cuerpo de la octoaraña, casi esférico, era de color gris carbón, tenía un diámetro de cerca de un metro y prácticamente carecía de rasgos distintivos, con la excepción de una hendedura vertical de veinte o veinticinco centímetros de ancho, que iba desde la parte superior hasta la inferior, donde el cuerpo se descomponía en los ocho tentáculos negros y dorados, cada uno de dos metros de largo, que se extendían por el suelo. En el interior de la hendedura vertical había muchas papilas y plegaduras desconocidas.
Casi con seguridad, sensores
, pensó Richard, la más grande de las cuales era una gran estructura rectangular con forma de lente, que contenía alguna clase de fluido.
Cuando los dos pares de seres se miraron con fijeza desde lados opuestos de la sala, una ancha banda de coloración púrpura brillante se extendió alrededor de la “cabeza” de la octoaraña jefe. Esta banda se originó en uno de los bordes paralelos de la hendedura vertical y se desplazó alrededor de la cabeza, para desaparecer dentro del borde opuesto de la hendedura, casi trescientos sesenta grados después. La siguió, al cabo de pocos segundos, una complicada banda de colores, compuesta por barras rojas, verdes y algunas incoloras, que también describieron el mismo recorrido alrededor de la cabeza de la octoaraña.
—Exactamente eso es lo que ocurrió cuando aquella octoaraña se enfrentó con Katie y conmigo —informó Nicole nerviosamente—. Katie dijo que nos estaba hablando.
—Pero no tenemos manera de saber qué está diciendo —contestó Richard—, y el mero hecho de que pueda hablar no significa que no nos vaya a hacer daño…
Mientras la octoaraña jefe seguía hablando con colores, Richard súbitamente recordó un episodio de años atrás, durante su odisea en Rama II. En aquella ocasión había estado yaciendo en una mesa, rodeado por cinco o seis
octos
, todas con patrones de colores en la cabeza. Richard rememoró con claridad el tremendo terror que había sentido al mirar cómo algunos seres muy pequeños, aparentemente sometidos al control de las octoarañas, reptaban hacia el interior de su nariz.
—No fueron tan agradables conmigo antes —comentó.
En ese instante, la puerta opuesta de la sala se abrió e ingresaron cuatro octoarañas más.
—Ya es suficiente —declaró, sintiendo a Nicole tensa junto a él—, creo que es hora de que hagamos un mutis.
Caminaron con rapidez hacia el centro de la sala, donde la pasarela, al igual que en la sala anterior, se unía con el sendero que llevaba hacia afuera. Pero se detuvieron después de dar algunos pasos: cuatro octoarañas más llegaban por esa puerta también.
Richard y Nicole giraron sobre sus talones, volvieron a la pasarela interior principal y salieron como un rayo en dirección de la tercera ala del pentágono. Esta vez fueron a la carrera, sin virar hacia el exterior, hasta que estuvieron adentro de la cuarta ala. En esa sección reinaba completa oscuridad. Redujeron la velocidad de marcha, mientras Richard extraía su linterna para examinar lo que tenían alrededor: en el taller que estaba debajo de ellos había un equipo de aspecto complicado, pero no se advertía actividad.
—¿Debemos intentar de nuevo el exterior? —preguntó Richard, al tiempo que volvía a ponerse la linterna en el bolsillo de la camisa. Al ver que Nicole hacía un gesto de asentimiento, la tomó de la mano y avanzaron a paso vivo hasta la intersección, en la que giraron hacia la derecha para después dirigirse hacia el exterior del pentágono.
Minutos después estaban en un corredor oscuro, en territorio completamente desconocido. Ambos estaban fatigados; Nicole tenía dificultades para respirar:
—Richard —avisó—, necesito descansar. No puedo seguir así.
Avanzaron rápidamente por el vacío corredor oscuro, recorriendo unos cincuenta metros: sobre la izquierda vieron una puerta. Con cautela, Richard la abrió, atisbó detrás de ella y recorrió el cuarto con el haz de la linterna:
—Debe de ser alguna clase de depósito —dijo—, pero, en estos momentos, está vacío.
Entró en el cuarto, a través de la puerta trasera del cual le echó un vistazo a otra cámara vacía y, después, regresó a buscar a Nicole. Se sentaron con la espalda contra la pared.
—Cuando volvamos a nuestra madriguera, querido —dijo Nicole unos segundos después—, quiero que me ayudes a examinarme el corazón: últimamente he estado sintiendo unos dolores extraños.
—¿Estás bien ahora? —preguntó Richard, con la preocupación reflejada en la voz.
—Sí —aseguró ella. Sonrió en la oscuridad y lo besó—. Tan bien como se puede esperar, después de escapar por un pelo de una manada de octoarañas.
Nicole dormía muy agitada, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza reposando en el hombro de Richard. Tenía una pesadilla detrás de otra y se despertaba siempre con un respingo, antes de adormecerse otra vez. En la última pesadilla, estaba en una isla, al lado del océano y junto con todos sus hijos. En la pantalla en la que se proyectaba su sueno veía que una enorme marejada se dirigía hacia ellos, y se desesperaba porque sus hijos estaban diseminados por toda la isla. ¿Cómo podría hacer para salvarlos a todos? Despertó con un estremecimiento.
En la oscuridad, empujó suavemente a su marido.
—Richard, despierta. Algo no está bien.
Al principio, Richard no se movió. Cuando Nicole lo tocó una segunda vez, abrió los ojos lentamente.
—¿Qué pasa? —gruñó al fin.
—Tengo la sensación de que no estamos seguros aquí —dijo Nicole—. Creo que deberíamos irnos.
Richard encendió la linterna y paseó lentamente el haz por la habitación.
—No hay nadie aquí —dijo suavemente—, y tampoco oigo algo… ¿No crees que deberíamos descansar un poco más?
El miedo de Nicole aumentaba mientras permanecían sentados en silencio.
—Estoy teniendo una intensa premonición de peligro —manifestó—. Sé que no crees en esas cosas, pero en mi vida casi siempre han sido correctas.
—Muy bien —accedió Richard por fin. Se puso de pie, fue al otro lado de la habitación y abrió la puerta trasera, que daba a un sector adyacente, similar a aquel en el que estaban ellos. Echó un vistazo en el interior.
—Nada aquí tampoco —declaró al cabo de varios segundos. Volvió a la habitación en la que estaban y abrió la puerta que daba al corredor que habían utilizado para huir del pentágono. En el preciso momento en que lo hizo, tanto él como Nicole oyeron el inconfundible sonido de cepillos que se arrastran.
Nicole se levantó de un salto. Richard cerró la puerta sin hacer el menor sonido y fue con premura junto a ella.
—Vamos —le dijo en un susurro—. Tenemos que hallar otra manera para salir de acá.
Pasaron a la otra habitación; después, a otra, y a otra, todas estaban oscuras y vacías. Al ir a la carrera por territorio que no les era familiar, perdieron el sentido de dirección. Por fin, llegaron hasta una puerta grande de doble hoja, situada en la pared opuesta de una de las muchas habitaciones idénticas. Richard le indicó a Nicole que permaneciera atrás, mientras él empujaba con cuidado la hoja izquierda de la puerta.
—¡Maldición! —exclamó no bien miró en la habitación—. ¡¿Qué demonios es esto?!
Nicole se acercó a Richard y siguió el haz de la linterna mientras iluminaba el grotesco contenido de la cámara anexa. Estaba atestada con objetos grandes. El más cercano a la puerta parecía ser algo así como una enorme ameba montada sobre una tabla para patinar; el siguiente, como una gigantesca madeja de cuerda con dos antenas que salían de su centro. No había sonido alguno y nada se movía. Richard dirigió el haz más hacia arriba y lo dejó recorrer con rapidez el resto de la repleta habitación.
—Vuelve atrás —dijo Nicole, al haber visto fugazmente algo familiar—. Por ahí. Unos metros a la izquierda de la otra puerta.
Segundos después, el haz iluminó cuatro figuras parecidas a seres humanos, vestidas con casco y traje espacial, que estaban sentadas con la espalda apoyada en la pared opuesta.
—Son los biots humanos —continuó Nicole, agitada—, los que vimos inmediatamente antes de encontramos con Michael O'Toole al pie de la telesilla.
—¿Norton y compañía? —preguntó Richard con incredulidad, mientras un estremecimiento de miedo le bajaba por el espinazo.
—Apuesto a que sí —respondió Nicole.
Entraron en la habitación lentamente y pasaron de puntillas alrededor de los muchos objetos, en su camino hacia las figuras en cuestión. Ambos se arrodillaron al lado de los cuatro seres aparentemente humanos.
—Este debe de ser un basurero para biots —dedujo Nicole, después que verificaron que la cara que había detrás del casco transparente era, en verdad, una copia del capitán de fragata Norton, que había dirigido la primera expedición a Rama.
Richard se paró y movió la cabeza de un lado a otro, en gesto de perplejidad.
—Absolutamente increíble —comentó—. ¿Qué están haciendo aquí? —Dejó que el haz de su linterna recorriera la habitación.
Un momento después, Nicole lanzó un chillido. A no más de cuatro metros de ella se estaba moviendo una octoaraña o, por lo menos, así lo parecía bajo el efecto de la peculiar luz. Richard corrió al lado de su esposa. Ambos comprobaron pronto que lo que estaban viendo no era más que un biot octoaraña, y entonces echaron a reír durante varios minutos.
—Richard Wakefield —dijo Nicole, cuando por fin pudo contener su risa de nerviosidad—, ¿puedo irme a casa ahora? Ya tuve suficiente.
—Creo que sí —le contestó él con una sonrisa—… si podemos encontrar el camino.
A medida que se adentraban cada vez más profundamente en el dédalo de habitaciones y túneles que había en la zona circundante del pentágono, Nicole se convencía de que nunca encontrarían la salida. Finalmente, Richard redujo la velocidad de marcha y empezó a almacenar información en su computadora portátil. Después de eso pudo, al menos, evitar que avanzaran en círculo, pero nunca relacionó su mapa, que cada vez tenía más detalles, con alguno de los hitos que habían visto antes de huir de las octoarañas.