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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (22 page)

BOOK: Rebeca
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—La señora del obispo me preguntó cuándo vamos a dar el tradicional baile de disfraces en Manderley —y mientras le dije esto, le observaba con el rabillo del ojo—. No sabía que se celebrasen bailes de disfraces en casa.

Vaciló ligeramente antes de responder. Pareció preocuparle su contestación. Pasado un momento respondió:

—¡Ah! ¡Sí! El baile solía celebrarse todos los años. Venía toda la gente conocida del condado. Y muchos invitados de Londres también. Era una fiesta por todo lo alto.

—Resultaría difícil de organizar.

—Sí.

—Supongo —dije al desgaire—, que sería Rebeca quien se encargaría de casi todo.

No volví la cabeza. Conservé la mirada fija en el camino, enfrente de nosotros, pero noté que él se quedó mirándome, como si quisiera leer la expresión de mi cara.

—Todos teníamos que trabajar bastante —respondió, en voz baja.

Sus palabras y el tono en que las dijo indicaban una curiosa reserva, una cierta timidez, que me recordaba a la mía. Se me ocurrió pensar de pronto si había estado enamorado de Rebeca. Aquella voz hubiera sido la que hubiera empleado yo en tales circunstancias. La idea me abrió nuevos horizontes de posibilidades. Frank Crawley, tímido y corto, jamás se lo habría dicho a nadie, y menos que a nadie a Rebeca.

—Me temo que si se diera el baile, yo no serviría para gran cosa —dije—. Cuando se trata de organizar algo soy una perfecta nulidad.

—Pero no haría falta que usted hiciera nada. Su única obligación sería la de presentarse como es y ayudar así a embellecerlo todo.

—Muy amable, Frank; pero me temo que ni siquiera eso sabría hacerlo bien.

—Pues yo creo que lo haría a las mil maravillas.

¡Pobre Frank! ¡Siempre tan atento y considerado! Casi llegué a creerle, pero no me pudo engañar.

—¿Va usted a decir algo a Maxim acerca del baile? —le pregunté.

—¿Por qué no lo hace usted misma? —respondió.

—No; no quiero hacerlo —dije yo.

Permanecimos en silencio. Íbamos andando camino a la casa. Ahora, ya pronunciado el nombre de Rebeca, primero en casa del obispo, y luego a Frank, sentía una extraña necesidad de continuar. Me proporcionaba un curioso desahogo, y actuaba sobre mí como un estimulante. Notaba que dentro de unos instantes iba a repetirlo.

—El otro día estuve en una de las playitas —dije—. La del rompeolas. Jasper se puso pesadísimo, ladrando a un pobre hombre con ojos de idiota.

—Sería Ben —dijo Frank, ya con voz tranquila—. Siempre anda por la playa. Es un pobrecillo. No le tenga miedo. Es incapaz de hacer daño a una mosca.

—No, si no me asustó —hice una pausa y me puse a canturrear para cobrar ánimos. Luego continué con la voz más natural del mundo—. Esa casita se está estropeando. Tuve que entrar en ella para buscar una cuerda con que atar a Jasper, y me encontré con la vajilla toda mohosa y los libros estropeándose. ¿Por qué no se hace algo para remediarlo? Es una lástima.

Sabía que no me contestaría inmediatamente. Se agachó, y comenzó a atarse el cordón de un zapato. Yo hice como que examinaba atentamente una hoja del seto.

—Supongo —dijo, atándose aún el zapato torpemente— que si Maxim quisiera que se hiciera algo, me lo diría.

—¿Son aquéllas las cosas de Rebeca? —pregunté.

—Sí.

Tiré la hoja y arranqué otra, dándole vueltas entre los dedos.

—¿Para qué usaba la casita? —pregunté—. Está todo amueblado. Desde fuera creí que era sólo un sitio para guardar una lancha.

—Eso era al principio —respondió, y de nuevo noté en su voz que hablaba forzado, como si el asunto le fuera desagradable—. Luego, ella la reformó tal como está, con muebles y vajilla…

Me sorprendió que, al referirse a Rebeca, la llamase «ella», y no por su nombre, como me hubiera parecido natural
[*]
.

—Y, ¿usaba mucho la casita?

—Sí, mucho. Daba convites en la playa a la luz de la luna, y… ¡qué sé yo!

Íbamos andando el uno junto al otro; yo todavía canturreando.

—¡Qué buena idea! Esos convites a la luz de la luna tienen que haber sido muy divertidos. ¿Estuvo usted alguna vez? —dije, animadamente.

—Una o dos veces.

Hice como si no notara el tono de su voz, lo reacio que se mostraba al hablar de estas cosas.

—Y ¿por qué hay una boya en medio de la caleta?

—Allí solía estar amarrado el yate.

—¿Qué yate?

—El suyo.

Se apoderó de mí una excitación extraña. No tenía más remedio que seguir preguntando. Frank no quería hablar de aquello. Eso ya lo sabía, pero aun sintiéndolo por él y aun avergonzándome de mí misma, tenía que continuar; no podía callar ya.

—¿Qué ocurrió con él? —dije—. ¿Es éste el yate en que iba cuando se ahogó?

—Sí, zozobró —respondió sin alzar la voz—; zozobró y se hundió. Una ola debió de llevársela a ella.

—¿Qué clase de barco era?

—Tenía unas tres toneladas. Y un camarote pequeño.

—¿Cómo zozobró?

—A veces, el mar está muy picado en la bahía.

Pensé en aquel mar verde adornado de espuma, que entraba por el brazo de mar más acá del promontorio. ¿Qué había pasado? ¿Acaso un golpe de viento repentino sopló, como por un embudo, pasando el faro del promontorio y el barquito escoró, temblando, con las velas blancas rozando el mar alborotado?

—Pero, ¿no fue posible socorrerla?

—No vio nadie el accidente; y nadie sabía que ella hubiera salido en el yate.

Puse buen cuidado en no mirarle. Hubiera visto la sorpresa retratada en mi mirada. Yo me había figurado que se había ahogado durante unas regatas, que habría otros balandros cercanos, los balandros de Kerrith, y gente en la costa mirando. No sabía que le había ocurrido estando sola, completamente sola, en medio de la bahía.

—Pero… ¡en la casa tenían que saberlo!

—No —dijo—. Salía así, sola, con frecuencia. Volvía luego a cualquier hora de la noche y entonces se quedaba a dormir en la casita de la playa.

—¿Y no le daba miedo?

—¿Miedo? No sabía lo que era el miedo.

—Y a Maxim…, ¿no le importaba que saliera así, sola?

—No lo sé.

Me dio la impresión de que estaba tratando de no traicionar a alguien. A Rebeca o a Maxim, o acaso a sí mismo. Era un hombre raro. Y no sabía yo qué conclusión sacar.

—Entonces… debió de ahogarse tratando de llegar nadando a la playa, después de hundirse el yate.

—Sí —dijo Frank.

Me imaginaba el barquichuelo que se zambulliría temblando, el agua que cubriría de repente la cubierta, y cómo las velas, cogidas de lleno por aquel golpe de viento, la arrastrarían y harían zozobrar al balandro, de repente, inevitablemente. ¡Qué oscuro estaría en medio de la bahía! ¡Qué lejos parecería estar la playa para quien estuviera nadando allí, intentado llegar hasta ella!

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que la encontraron? —pregunté.

—Unos dos meses.

¡Dos meses! Yo creía que los ahogados aparecían a los dos días, arrojados por las olas a la costa al subir la marea.

—¿Dónde la encontraron? —insistí.

—Cerca de Edgecombe, unos sesenta y cinco kilómetros costa arriba.

Cuando yo tenía siete años pasé unas vacaciones en Edgecombe. Era muy grande, tenía un malecón y burros. Me acuerdo de haberme paseado por la playa montada en uno.

—Pero…, al cabo de dos meses… ¿cómo supieron que era ella? ¿Cómo la reconocieron?

Tardó un momento en contestarme, y me pregunté por qué dudaba antes de cada frase, como si estuviera pensando las palabras. ¿Sería verdad que estaba enamorado de Rebeca? ¿Tanto la quería?

—Maxim fue a Edgecombe a identificarla —dijo.

De repente sentí que no quería hacerle más preguntas. Me dio asco de mí misma. Mi conducta era la de un mirón en la primera fila de un grupo formado alrededor de un atropellado; como la de un inquilino de una casa de vecindad, donde ha muerto una persona, y pide que se le permita ver el cadáver. Sentí repulsión de mí misma. Mis preguntas eran vergonzosas, denigrantes. Frank, seguramente, me despreciaba.

—Debió de ser terrible para todos —dije rápidamente—. No les puede gustar que les recuerden aquello. Sólo que se me ha ocurrido si no podría hacer algo con la casita, nada más. Es una lástima que la humedad esté estropeando todos los muebles.

No respondió. La cara me ardía y me sentía muy violenta. El había adivinado sin duda que no era mi preocupación por la casita vacía la que me animaba a hacerle todas aquellas preguntas, y si ahora callaba era porque le habían sorprendido desagradablemente. Nuestra amistad había sido simpática y agradable, a su modo. Yo había notado que él estaba de mi parte. Quizá ahora yo había destruido todo eso, y nunca volvería a pensar bien de mí.

—¡Qué camino más largo es éste! —dije—. Me recuerda el camino del bosque, en el cuento de Grimm, donde se pierde el príncipe, ¿se acuerda? Siempre resulta ser un poco más largo de lo que uno se espera. Y estos árboles, así, todos tan juntos, ¡son tan oscuros!

—Sí, es poco corriente este camino.

Noté que aún estaba en guardia, como si esperase que yo fuera a hacer más preguntas. Era inútil tratar de no ver la violencia que mediaba entre nosotros. Aquello no podía quedar así; tenía yo que hacer o decir algo para arreglarlo.

—Frank —empecé con desesperación—, sé perfectamente lo que está pensando. Usted no comprenderá por qué le he preguntado todas esas cosas, y creerá que ha sido por curiosidad morbosa, por una curiosidad… lamentable. Le aseguro que no. La verdad es que algunas veces me encuentro… tan desplazada. Todo, en Manderley, es extraño para mí. La vida aquí es completamente distinta de aquella a la que yo estaba acostumbrada. Cuando voy a devolver unas visitas, como esta tarde, noto cómo la gente me mira de arriba abajo, dudando de que yo pueda arreglármelas para salir adelante. Me los imagino diciendo: «¿De qué se habrá enamorado Maxim?». Y entonces, Frank, yo misma comienzo a dudar y empieza a atormentarme la idea de que no debí casarme con Maxim, que no vamos a ser felices. Mire, sé perfectamente que todo el mundo, cuando me ve por primera vez, piensa lo mismo: «¡Qué diferencia con Rebeca!».

Callé, sin respiración, algo avergonzada de mi incoherente explosión de sinceridad, notando que había quemado las naves. Él se volvió, mirándome muy preocupado y alarmado.

—No diga usted eso —me dijo—. Yo, por mi parte…, me sería difícil decirle lo mucho que celebro que se haya casado con Maxim. Para él, su boda será la solución de su vida. Estoy seguro de que su matrimonio será un éxito. Desde mi punto de vista, es muy… consolador y… delicioso, sí, delicioso, encontrarse con alguien como usted, que no es… que no está… —enrojeció, buscando una palabra— completamente
au fait
, podríamos decir, con las costumbres de Manderley. Si tiene usted la impresión de que la gente de por aquí anda criticando, lo único que puedo decir es que son de una impertinencia intolerable. Personalmente no he oído una palabra contra usted, y si la oyera ya me cuidaría de que no volviera a pronunciarse nunca.

—Frank…, le agradezco mucho que me diga eso —dije—, porque me consuela más de lo que puede figurarse. Puede que yo me haya portado como una estúpida. Durante las visitas, quiero decir. No sé cómo hacer esas cosas; nunca las he hecho, y siempre me persigue la idea de lo diferente que todo debía de ser antes en Manderley, cuando vivía aquí alguien que estaba educada y criada en este ambiente, y que, claro, lo hacía todo bien y sin darle importancia. Me doy cuenta, todos los días, de que me falta seguridad en mí misma, elegancia, belleza, inteligencia, desparpajo… ¡Dios mío! Todo lo que importa en una mujer…, y que ella tenía. Le aseguro, Frank, que no es fácil para mí; no, no es nada fácil.

No dijo nada, pero su cara continuó indicando la preocupación y disgusto que sentía. Por fin, sacó el pañuelo, se sonó, y dijo:

—No debe usted decir eso.

—¿Por qué no? Es verdad —repuse.

—Usted tiene cualidades que son igual de importantes, es decir, más importantes. No sé si será un atrevimiento si se lo digo…, no la conozco mucho y no sé gran cosa acerca de las mujeres, pues soy soltero y hago una vida muy tranquila en Manderley, como usted sabe; pero, sin embargo, me atrevo a opinar que la bondad, la sinceridad y, si me permite decirlo, la modestia, significan mucho más para un hombre, para un marido, que todo el desparpajo y toda la belleza del mundo.

Parecía estar muy nervioso y volvió a sonarse la nariz. Vi que le había preocupado más de lo que yo misma estaba, y el comprenderlo así me calmó, pues me hizo sentirme superior a él en cierto modo. Al fin y al cabo, yo no había dicho gran cosa. Le había confesado, nada más, mi sensación de inseguridad, al pensar que estaba en el lugar antes ocupado por Rebeca. Y, claro, que ella también tendría aquellas cualidades que él me había adjudicado. Seguro que ella era buena y sincera, y si no, no hubiera tenido todos aquellos amigos ni hubiera gozado de tantas simpatías. ¿Qué quería decir lo de la modestia? Esta palabra siempre me parecía aludir a la violencia que se siente cuando se va por un pasillo, camino del cuarto de baño, y se encuentra una con alguien… ¡Pobre Frank! Y Beatrice le encontraba aburrido, creía que nunca tenía nada interesante que decir…

—No sé —le dije—, no sé… No creo que yo sea demasiado buena, ni demasiado sincera. Modesta…, no he tenido ocasión de ser otra cosa. No fue muy decoroso casarse con aquellas prisas en Montecarlo, estando yo sola en aquel hotel. Pero, ¿acaso, aquello… no lo ha tenido usted en cuenta?

—Pero, ¡por Dios! No sospechará usted, ni por un momento, que yo pueda creer que hubo algo incorrecto en sus relaciones con Maxim —dijo con voz grave.

—No, no —respondí en igual tono.

¡Pobre Frank! ¡Le había escandalizado! ¡Qué propia de él aquella expresión: «algo incorrecto»! Le hacía pensar a una irremediablemente en toda clase de «incorrecciones» clandestinas.

—Estoy seguro… —comenzó, interrumpiéndose luego aún más preocupado que antes—. Estoy segurísimo de que Maxim se llevaría un disgusto grave, muy serio, si supiera lo que piensa usted. No creo que tenga la más ligera idea.

—¿Usted no le dirá nada? —le dije rápidamente.

—No, claro que no. ¿Por quién me toma usted? Pero, verá usted…, yo conozco a Maxim bastante bien. Le he conocido en circunstancias, no, en estados de ánimo muy diferentes. Si él creyese que usted está preocupada acerca de…, de lo…, del pasado, esto le dolería más que cualquier cosa. Eso se lo puedo asegurar. Ahora tiene buena cara y está bien, pero su hermana tenía razón cuando dijo el otro día que estuvo a punto de caer gravemente enfermo, aunque fue poco prudente decirlo delante de él. Por eso es usted una influencia tan buena para él. Usted es joven, natural y… sensata. Usted no tiene contacto ni relación alguna con el pasado. Le ruego que olvide sus preocupaciones; olvídelas como, ¡gracias a Dios!, él y nosotros vamos olvidando otras cosas. Ninguno de nosotros queremos revivir el pasado. Y, menos que nadie, Maxim. De usted depende el llevarnos por caminos nuevos. Pero no debe, no; no debe llevarnos por los pasados.

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