—Tengo sed.
Paro en el primer pueblo. El hombre del garaje nos dijo que su mujer aún no se había acostado y nos haría té. Bajamos del coche y entramos en el garaje. Di unas patadas en el suelo para que volviera a circular la sangre. Maxim encendió un cigarrillo. Hacía fresco. Un viento frío entraba a bocanadas por la abierta puerta del garaje y hacía temblar el techo de metal rizado. Me abroché el abrigo, pues estaba tiritando.
—Hace fresco esta noche —dijo el del garaje, mientras hacía funcionar la bomba de la gasolina—. Ha cambiado el tiempo esta tarde. Ya se ha acabado el calor. Pronto empezaremos a pensar en encender las chimeneas otra vez.
—En Londres hacía mucho calor —le dije.
—¿Sí? Es que Londres pasa de un extremo a otro. Cuando empieza el mal tiempo, los primeros que nos enteramos somos los que vivimos por aquí. Antes de que amanezca estará soplando de firme el viento en la costa.
Su mujer nos trajo el té. Sabía a madera amarga, pero estaba caliente, y lo bebí con avidez agradecida. Maxim estaba mirando el reloj.
—Deberíamos marcharnos. Son las doce menos diez.
Salí, sin ganas, del abrigo del garaje. Una bocanada de aire frío me dio en la cara. Una estrella fugaz cruzó el cielo. Vi algunas nubes.
—Sí —dijo el hombre—. Ya se ha acabado el verano.
Subimos de nuevo al coche y una vez más me arropé con la manta. El coche echó a andar y cerré los ojos.
El cojo y su organillo.
Las rosas de Picardía
sonaba dentro de la cabeza. Frith y Robert entraban en la biblioteca trayéndome la merienda. La mujer del guarda me saludaba bruscamente con la cabeza y llamaba a su hijo para que entrara en la casa. Sobre la chimenea de la casita de la playa había unos barquitos cubiertos de polvo. Las telarañas colgaban de los pequeños mástiles como velas fantásticas. Oí el tamborileo de la lluvia sobre el tejado… Quise huir hacia el Valle Feliz y no lo encontré. Árboles, nada más que árboles, oscuros, negros. Gritó una lechuza. La luna se reflejó un momento sobre los cristales de Manderley… El jardín estaba lleno de ortigas monstruosas, de tres metros… de seis metros.
—¡Maxim! —grité.
—¿Qué te ocurre? Aquí me tienes.
—He soñado, Maxim. He tenido un sueño.
—¿Qué has soñado?
—No lo sé.
Y volví a hundirme en profundidades inquietas y alborotadas. Ahora estaba escribiendo cartas en el gabinete, enviando invitaciones que yo misma escribía con una pluma negra y gruesa. Pero cuando fui a leer lo que había escrito, no vi mi letra cuadrada, pequeña, sino otra, grande, rasgada, picuda, de firmes trazos… Aparté las invitaciones violentamente, escondiéndolas debajo de la carpeta. Me levanté y fui hacia el espejo. Una cara que no era la mía me miraba desde detrás del cristal: una cara pálida, perfecta, dentro de un marco negro de pelo exuberante. Se estrecharon los ojos y me sonrió. Los labios se abrieron. Luego, sin dejar de mirarme, la cara se echó a reír. Entonces me di cuenta de que estaba sentada delante de mi tocador y que Maxim le cepillaba el pelo con fuerza. Luego cogió el pelo con las manos, y lo retorció hasta convertirlo en una cuerda larga y gruesa. Se retorcía como una serpiente. Maxim la cogió con las dos manos, sonriendo a Rebeca, y se la puso en torno al cuello.
—¡No! —grité—. ¡¡No, no!! ¡Nos tenemos que ir a Suiza! ¡Julyan nos dijo que a Suiza!
La mano de Maxim, acariciándome la cara, me despertó.
—¿Qué te pasa?
Me incorporé, quitándome el pelo de los ojos.
—No puedo dormir. Es inútil.
—Has estado durmiendo dos horas. Son las dos y cuarto. Ya estamos cerca de seis kilómetros al otro lado de Lanyon.
Hacía mucho frío, y me estremecí en la oscuridad del coche.
—Voy a sentarme a tu lado. Llegaremos a las tres.
Salté al asiento delantero, por encima del respaldo, y me puse a mirar por el parabrisas. Puse mi mano en su rodilla. Estaba tiritando.
—Te has quedado helada.
—Sí.
Las cuestas se alzaban ante nosotros, para luego hundirse hacia abajo y volver a empinarse después. Estaba muy oscuro. No se veían ya las estrellas.
—¿Qué hora has dicho que era?
—Son las dos y veinte —me contestó.
—¡Qué raro! Parece enteramente como si estuviera empezando a amanecer por encima de las lomas.
—Por allí no puede ser. Estás mirando hacia el oeste.
—Ya, ya. Pero es raro, ¿no?
No me contestó y seguí contemplando el cielo. La claridad parecía ir en aumento, semejante a los primeros albores del amanecer. Poco a poco aquella extraña luz se iba extendiendo por el cielo.
—Oye —le dije—, la aurora boreal… no se ve en verano, ¿verdad?
—Eso no es la aurora boreal. Eso es Manderley.
Le miré, y vi su cara y la expresión de los ojos.
—¿Qué es, Maxim? ¿Qué pasa?
Aceleró, apretando el pedal hasta el fondo. Coronamos la cuesta, y vimos a Lanyon a nuestros pies. A nuestra izquierda brillaba la cinta plateada del río, ensanchándose más y más según se acercaba a la ría de Kerrith. La carretera de Manderley se perdía a lo lejos. No había luna. Encima de nuestras cabezas el cielo estaba negro como la tinta. Pero hacia el horizonte aparecía iluminado por una viva luz roja, como salpicado de sangre. El viento salobre del mar venía lleno de cenizas…
DAPHNE DU MAURIER, nació en Londres, el 13 de mayo de 1907. Descendiente de una importante familia de literatos y artistas, el ambiente cultural que se respiraba en su hogar, indujo su camino en el mundo de la literatura. Tras educarse en Inglaterra y París, dio inicio a su faceta como escritora en 1928, mezclando con talento la intriga, el romanticismo y el misterio. En 1931 fue publicada su primera novela:
The Loving Spirit
. En 1932 contrajo matrimonio con el militar Frederick Arthur Montague, con el que residió principalmente en Mebilly, Cornualles, lugar que inspiró sus tres novelas más populares.
Entre sus muchos trabajos cabe destacar las novelas
La posada de Jamaica
(1936) y
Mi prima Rachel
(1951) y la novela corta
Los pájaros
(1952) en la que se inspiró Alfred Hitchcock para su famosa película.
Cuando en 1938 se publicó
Rebeca
, con gran sorpresa por su parte, se encontró convertida, de pronto, en uno de los autores populares del momento. Esta obra alcanzó más de 30 ediciones en inglés y ha sido traducida a más de veinte idiomas. Su versión cinematográfica fue interpretada por Sir Laurence Olivier, bajo la dirección de Hitchcock. Desde entonces, además de varias novelas, que han obtenido grandes éxitos de venta, ha escrito obras de teatro, narraciones cortas y una biografía de Branwett Bronte.
En 1969 fue nombrada Dama del Imperio Británico y veinte años después, el 19 de abril de 1989, moriría en Cornwall, Inglaterra, a la edad de 81 años.
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El campo del Oval de críquet es posiblemente el más famoso de Inglaterra.
(N. del T.)
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Alude a la antigua costumbre de dar a los príncipes un compañero de estudios pobre, que había de aguantar los castigos y azotes de que se hiciera merecedor el gran señor, que no podía, por su sangre, sufrirlos en su persona.
(N. del T.)
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Etelredo II, rey de Inglaterra (978-1016), llamado
the Unready
, es decir, el que no está preparado, el que no está listo. El juego de palabras que sigue está basado en este último significado.
(N. del T.)
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Juegos de cartas infantiles parecidos al «Burro de todos» y al ya olvidado «¡Viva mi amor; que ya floreció!».
(N. del T.)
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En inglés no se dice «señora de compañía», sino «señora compañera».
(N. del T.)
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Under hand
, es decir, sin alzar la raqueta por encima de la cabeza, como hacen los buenos jugadores. Pero,
under hand
, no hablando de tenis, quiere decir «bajo cuerda», «clandestinamente», lo que explica el juego de palabras que viene a continuación.
(N. del T.)
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Los chicos de los colegios ingleses consideran un gran honor guardar durante la celebración de un partido el jersey de un jugador destacado del equipo del colegio.
(N. del T.)
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Salsa a base de especies molidas y cúrcuma.
(N. del T.)
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Los obispos protestantes llevan calzón corto y polainas de botones.
(N. del T.)
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En inglés, rara vez se usa el pronombre personal al hablar de una señora. Esto se considera, corrientemente, de mala educación.
(N. del T.)
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Las charadas es un juego familiar parecido al de los refranes españoles.
(N. del T.)
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Eleanor Gwyne (1651-1687), actriz famosa por sus amores con Carlos II de Inglaterra de los que arranca la casa ducal de St. Albans.
(N. del T.)
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Antiguamente, los marineros ingleses usaban coleta.
(N. del T.)
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«Tiempos de antaño», primeras palabras del refrán de unos versos así titulados del genial poeta escocés Robert Burns (1759-1796) que los ingleses y los escoceses cantan en corro, cogidos de la mano al final de las fiestas, sobre todo si son de despedida. Se suele cantar solamente la primera estrofa: «¿Han de olvidarse los amigos de antaño?».
(N. del T.)
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Es decir, de esmoquin, y no de frac, que exigiría «corbata blanca». «Corbata negra» quiere decir, por lo tanto, «en confianza».
(N. del T.)
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Estos «magistrados» ingleses no son de carrera judicial y son elegidos entre la gente de prestigio y solvencia moral de la vecindad. Se ha de interpretar que el coronel Julyan es un coronel retirado del Ejército y después elegido para el cargo de «magistrado» o juez de primera instancia.
(N. del T.)
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Grados Fahrenheit.
(N. del T.)
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Oficial provincial, territorial o municipal que preside y dirige los interrogatorios acerca de las muertes violentas, ya sean intencionadas o accidentales.
(N. del T.)
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