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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (52 page)

BOOK: Rebeca
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—¿Dónde está Frank? —le pregunté.

—Ha ido a ver al párroco. También yo hubiera ido, pero he querido venir a tu lado inmediatamente. No he dejado de pensar ni un momento que estabas aquí, esperando, sin saber lo que había pasado.

—¿Para qué tenéis que ver al párroco?

—Tenemos una cosa que hacer esta tarde en la iglesia.

En un principio me quedé mirándole, sin entender, pero enseguida comprendí. Iban a enterrar a Rebeca. Iban a llevarla del depósito de cadáveres.

—Se ha fijado la hora para las seis y media. No se lo hemos dicho a nadie. Sólo iremos Julyan, Frank, el párroco y yo. Ya lo habíamos convenido ayer. El veredicto no cambia nada.

—¿A qué hora te vas?

—Estoy citado con ellos, en la iglesia, a las seis y veinticinco.

Me quedé callada, y seguí tomando mi taza de té. Maxim soltó en su plato el emparedado, sin probarlo.

—Sigue haciendo bochorno.

—Es la tormenta. No acaba de descargar. Han caído nada más que unas gotas. Está en el aire, pero no acaba de descargar.

—Cuando salí de Lanyon tronaba y el cielo estaba negro como la tinta. ¡A ver si se decide a empezar a llover de una vez!

Los pajarillos callaban, ocultos en los árboles. La tarde estaba oscura.

—Preferiría que no volvieras a salir hoy.

No me contestó enseguida. Estaba rendido, agotado.

—Esta noche, cuando vuelva, hablaremos de todo. Tenemos que planear muchas cosas, ¿verdad? Tenemos que empezar de nuevo. Hasta ahora he sido un mal marido.

—No, Maxim. ¿A qué viene eso?

—Vamos a empezar de nuevo, ahora que ya hemos acabado con esta pesadilla. Juntos no es igual que separados, y podremos conseguir lo que nos propongamos. El pasado no nos puede robar nuestra felicidad. Y tendremos hijos —miró su reloj y continuó—. Son las seis y diez. Me tengo que marchar. No tardaré: una media hora. Tenemos que bajar a la cripta.

Le cogí una mano, diciéndole:

—Te acompaño. No me importa. Déjame que vaya contigo.

—No, no quiero que vengas.

Salió del cuarto, y a los pocos momentos oí el coche que se alejaba por el camino. Luego cesó el ruido y comprendí que ya estaba lejos.

Entró Robert a retirar los restos de la merienda. Como todos los días. ¿Hubiera ocurrido todo con igual normalidad, aunque Maxim se hubiese quedado en Lanyon? ¿No habría cambiado ni un poco la expresión de cordero de Robert, mientras recogía las migas del mantel y se llevaba la mesa?

Cuando salió Robert de la biblioteca, ésta quedó sumida en un silencio absoluto, y comencé a pensar en los que estaban en la iglesia, que acaso acababan de pasar por aquella puerta y estaban en aquel momento bajando la escalera de la cripta. No había estado nunca allí. Sólo había visto la puerta. ¿Cómo sería una cripta por dentro? ¿Estarían los ataúdes alineados en el suelo? Allí estaban el padre y la madre de Maxim. ¿Qué harían con aquella mujer enterrada allí por equivocación? ¿Quién sería, pobre desgraciada, que nadie la reclamó, arrojada a la playa por la marea y el viento? Su ataúd sería ahora reemplazado por otro. Rebeca, al fin, iría a reposar en la cripta. El párroco estaría leyendo el oficio de difuntos, con Julyan, Frank y Maxim a su lado. «Vuelvan las cenizas junto a las cenizas, y el polvo al polvo…». Rebeca no tenía ya realidad alguna. Cuando la encontraron en el suelo del camarote, dejó de existir. En el ataúd que estaban enterrando ya no estaba Rebeca, sino únicamente un puñado de polvo. Polvo nada más.

Poco después de las siete empezó a llover. Al principio, un poquito nada más, solamente unas gotas, que cayeron con ruido discreto sobre las hojas de los árboles, tan finas, que ni pude verlas. Luego arreció la lluvia, cayendo el agua más rápida y con más ruido hasta convertirse en un verdadero torrente que se arrojaba desde el cielo, color de pizarra, trazando rayas oblicuas en el aire. Dejé abiertas las ventanas de par en par y permanecí ante una respirando el aire fresco y recién lavado. La lluvia me salpicaba la cara y las manos. La espesa y variante cortina de agua no me permitía ver más allá del prado. Oía el ruido, como de arcadas, que hacía el agua en los canalones de encima de la ventana, y su chapoteo repiqueteante sobre las losas de la terraza. Retumbó un trueno. El aire se perfumó con olores de musgo, de tierra mojada, de la oscura corteza de los árboles.

No oí entrar a Frith. Yo estaba junto a la ventana contemplando la lluvia, y no me enteré de su presencia hasta que estuvo a mi lado.

—Perdone la señora; pero, ¿tardará mucho el señor? —me pregunto.

—No, no mucho —contesté.

—Hay un señor que quiere verle —dijo Frith, después de dudar un instante—. No sé qué decirle. Insiste en que tiene que ver al señor.

—¿Quién es? ¿Le conoce usted?

Frith pareció turbarse.

—Sí, señora. Es un señor que solía frecuentar la casa en vida de la difunta señora. Se llama Favell.

Me arrodillé en el banco de la ventana y la cerré. La lluvia estaba salpicando los almohadones. Luego me volví hacia Frith, y le dije:

—Creo que será mejor que reciba yo al señor Favell.

—Está bien, señora.

Fui hacia el otro extremo del cuarto y me quedé en pie sobre la alfombra, ante la chimenea apagada. Acaso pudiera deshacerme de Favell antes que volviera Maxim. No sabía qué le iba a decir, pero no estaba nerviosa.

De allí a poco rato volvió Frith, anunció a Favell y entró éste en la biblioteca. No había cambiado su aspecto desde la última vez, aunque acaso se mostrase algo más descuidado en su vestir. Era de esos hombres que jamás usan sombrero. Tenía el pelo descolorido del sol de los últimos días y la cara muy tostada.

—Lo siento, pero Maxim no está —le dije—, ni sé cuándo volverá. ¿No sería mejor que se cite usted con él mañana, en la oficina?

—No, si no me importa esperar —contestó—, y además, no creo que tarde mucho. He echado un vistazo al comedor y la mesa está puesta para dos.

—Hemos cambiado de idea, y puede que Maxim no vuelva a casa en toda la noche.

—¿Ha puesto tierra por medio? —dijo Favell, sonriendo maliciosamente—. No sé si creerla o no, porque, en sus circunstancias, tal vez sería lo más indicado. Hay gente que no puede aguantar las habladurías. Y siempre resulta más agradable evitarlas. ¿No cree?

—No sé de qué está hablando.

—¿No? Vamos, vamos… ¡No esperará usted que me trague eso! ¿Eh? Y qué, ¿se encuentra usted mejor? ¡Qué lástima ese desmayo de usted durante la vista! Hubiera ido a ayudarla de mil amores, pero vi que ya tenía a su lado otro caballero andante. Estoy seguro de que Frank lo habrá pasado muy bien… ayudándola. A él le dejó usted que la trajera a casa…, a mí, ni cinco metros me quiso acompañar en coche.

—¿Para qué quiere ver a Maxim?

Se acercó a la mesa y cogió un cigarrillo.

—Supongo que no le importará que fume, ¿no? ¿No se mareará o algo así? A veces, las recién casadas…

Se quedó mirándome por encima de su mechero y continuó:

—Parece usted menos niña que cuando la vi la última vez. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Jugando con Frank? —echó una bocanada de humo hacia el techo y continuó—. ¿Le importaría mucho decir al provecto Frith que me traiga un whisky?

No respondí, pero llamé al timbre. Se sentó en el respaldo del sofá y se puso a balancear las piernas aún dibujando con los labios su desagradable sonrisa. Fue Robert quien acudió a mi llamada.

—Traiga un whisky al señor.

—¿Qué hay, Robert? —dijo Favell—. Ya hace mucho que no te echo la vista encima. ¿Sigues partiendo los corazones de las niñas de Kerrith?

Robert se sonrojó, lastimosamente turbado.

—Bueno, hombre, bueno; no te apures, que no le voy a contar a nadie tus secretos. Anda, corre, y tráeme un whisky cumplidito; date prisa.

Desapareció Robert, y Favell se echó a reír mientras tiraba la ceniza al suelo.

—Una vez que le tocaba salir me llevé a Robert de jarana. Me había apostado Rebeca cinco libras a que no me atrevería a hacerlo. Me gané las cinco libras y, al mismo tiempo, pasé una de las tardes más divertidas de mi vida. ¡Me reí como un loco! Rebert, en plan calavera, es algo serio, y no tiene mal gusto, no, puedo asegurárselo; aquella tarde escogió la más bonita de todas las niñas que vimos.

Volvió Robert con el whisky y una botella de soda en una bandeja, y sirvió a Favell, aún muy colorado y molesto.

Favell le estuvo mirando, mientras echaba el whisky en el vaso, hasta que comenzó a reír, apoyándose en el brazo del sofá. Luego se puso a silbar los primeros compases de una musiquilla.

—¿No era ésta la música? —dijo, y luego añadió—. Bueno, ¿y te siguen gustando pelirrojas?

Robert le sonrió sin ganas. Se le veía azorado a más no poder, y esto hizo que Favell riera aún más. Robert dio media vuelta y se marchó.

—¡Pobre chico! Estoy seguro de que no ha vuelto a echar una canita al aire desde aquel día. Ese pelma de Frith le tendrá atado bien corto.

Comenzó a beber el whisky, mirando alrededor del cuarto y, de cuando en cuando, a mí, dedicándome una sonrisa.

—Empiezo a notar que no me importaría gran cosa que no viniera Maxim a cenar. ¿Qué le parece?

No respondí. Continué callada, en el mismo lugar que antes, con las manos a la espalda.

—Usted no iba a permitir que se desperdiciara el cubierto de Maxim, ya puesto en la mesa y todo; ¿verdad que no?

Y continuó mirándome, la cabeza inclinada a un lado, y con la misma sonrisa.

—Mire usted —le dije, por fin—; no quiero que me llame grosera, pero la verdad es que estoy rendida. Hoy ha sido un día muy largo y muy cansado. Si no me puede decir para qué quiere ver a Maxim, no vale la pena que siga usted aquí. Haga lo que le digo: vaya a la oficina mañana por la mañana.

Se puso de pie y vino hacia mí, vaso en mano.

—No, no. No sea usted mala. Yo también he tenido un día muy cansado. No vaya a salir corriendo y a dejarme solo. Le aseguro que soy completamente inofensivo. Supongo que Maxim habrá estado contándole cuentos acerca de mí.

No contesté y continuó:

—Yo no soy el lobo feroz que dicen por ahí. Créame. Soy un sujeto corriente, normal y nada peligroso. Y permítame que le diga que la admiro profundamente.

Las últimas palabras las pronunció trabucándosele la lengua, y comencé a arrepentirme de haber dicho a Frith que le hiciera pasar.

—Llega usted a Manderley —dijo, haciendo un ademán vago con el brazo—, se posesiona de todo, conoce cientos de personas que no ha visto en la vida, aguanta a Max y sus malos humores, y no le importa nada, sino que sigue haciendo lo que le viene en gana. Está muy bien. Condenadamente bien. Y no me importa que me oigan decirlo —se tambaleó ligeramente al poner el vaso vacío en la mesa, y continuó—. Todo este asunto ha sido un disgusto, pero que muy serio, para mí. Un disgusto del demonio. ¡Sí, señor! ¡Vaya! Rebeca era mi prima. Y la quería un rato.

—Sí, sí. Lo siento por usted.

—Nos criamos juntos. Siempre fuimos camaradas. Los mismos gustos. Los mismos amigos. Nos reíamos de los mismos chistes. No creo que haya querido nunca a nadie en el mundo como a Rebeca. Todo esto ha sido un disgusto.

—Sí, naturalmente.

—Pero, vamos a ver. Lo que yo quiero saber es qué va a hacer Maxim. ¿Se cree que, porque ya se acabaron las investigaciones, se va a quedar tranquilo? ¡Diga!

Había dejado de sonreír. Se inclinó hacia mí, y dijo:

—Ya me encargaré yo de que hagan justicia a Rebeca —y subiendo la voz, prosiguió—. ¡Suicidio! ¡Valiente paparrucha! ¡Ese vejestorio de
coroner
consiguió que el jurado dijera que había sido un suicidio! Pero —y se acercó más a mí—, usted y yo sabemos muy bien que no fue suicidio, ¿eh? ¿Verdad que lo sabemos muy bien?

En aquel momento se abrió la puerta y entró Maxim, seguido de Frank. Se quedó inmóvil junto a la puerta mirando a Favell, y luego dijo:

—¿Qué demonios haces tú aquí?

Se volvió Favell hacia él, con las manos en los bolsillos. Calló unos segundos, y luego dijo, con una sonrisa:

—La verdad es que he venido a darte la enhorabuena por el interrogatorio de esta tarde.

—¿Quieres marcharte, por las buenas y ahora mismo, o prefieres que entre Frank y yo te echemos a puntapiés?

—Calma, calma —dijo Favell, y sentándose en el sofá encendió otro cigarrillo—. Supongo que no querrás que Frith oiga lo que tengo que decirte, ¿eh? De manera que yo cerraría la puerta.

Maxim no se movió, pero vi que Frank cerraba la puerta sin hacer ruido.

—Y ahora escucha, Max —dijo Favell—. Todo te ha salido esta tarde a las mil maravillas, ¿no? Mucho mejor de lo que tú esperabas. Lo sé porque estuve allí. ¿No me viste? Pues sí, estuve allí desde que empezó hasta que acabó. Vi a tu mujer desmayarse oportunamente, y no me extraña. En aquel momento hubiera podido pasar cualquier cosa y pasó lo mejor. ¿No será que has sobornado a esos zotes del jurado? Hubo un momento en que me dio la impresión.

Maxim dio un paso hacia Favell; pero éste le detuvo con un ademán, diciendo:

—Espera, hombre, espera, que aún no he concluido. Supongo que te das cuenta de que, si quiero, puedo darte un disgusto, que acaso fuera hasta peligroso para ti.

Me senté en un sillón, junto a la chimenea, y me agarré con fuerza a los brazos. Frank se colocó detrás de mí. Maxim permaneció inmóvil, sin dejar de mirar a Favell.

—¿Sí? ¿Y en qué consiste ese peligro?

—Mira, Max, supongo que no existen secretos entre tú y tu mujer. Y, a juzgar por la cara de Frank, formáis un trío perfecto. Por tanto, puedo hablar con claridad, y voy a hacerlo. Todos sabéis cuanto hay que saber acerca de Rebeca y de mí. Éramos amantes. Lo sabíais, ¿no? Nunca lo he negado, ni lo negaré. Hasta aquí, la cosa está clara. Hasta ahora, yo había creído, como un estúpido, que Rebeca se ahogó en la bahía en un accidente, y que se encontró su cuerpo en Edgecombe unas semanas después. Para mí fue aquello un golpe del diablo; pero me dije que tal muerte es la que, probablemente, hubiera elegido Rebeca; morir luchando, como había vivido —hizo una pausa y nos miró uno por uno, sentado como estaba, en el borde del sofá. Después, continuó—. Pero hace unos días leí en el periódico que se había encontrado por casualidad el velero de Rebeca, y que en el camarote había un cadáver. Esto me sorprendió. ¿Quién diablos podría ser el acompañante de Rebeca? Era incomprensible. Vine aquí, me fui a una fonda de las afueras de Kerrith, me puse al habla con la señora Danvers, y ésta me dijo que el cadáver encontrado era el de la misma Rebeca. Incluso entonces pensé lo que todos los demás: que Rebeca se había quedado encerrada en el camarote cuando bajó a buscar un abrigo o algo así, y que la identificación del primer cadáver había sido, sencillamente, una equivocación. Pero estuve en el interrogatorio hoy, como sabes. Todo marchaba perfectamente, ¿eh?, hasta que declaró Tabb. Pero, después…; venga ya, Max: ¿qué tienes que decir acerca de esos misteriosos agujeros en el casco y del hecho de que las espitas estuvieran abiertas?

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