Sonó el ruidito del teléfono al colgarlo, y Frank volvió.
—Allí vive una señora, lady Eastleigh. Es una casa de la calle de Grosvenor. No conocen a ningún Baker.
Favell soltó una carcajada.
—¡A ver! El famoso detective. ¿A qué otra central vamos a llamar ahora?
—Podríamos probar Museum —dijo la señora Danvers.
Frank miró a Maxim, que dijo:
—Prueba.
La farsa se repitió de nuevo. El coronel reanudó sus paseos por la habitación. Pasaron otros cinco minutos y volvió a llamar el teléfono. Frank fue a contestar. Dejó la puerta abierta, de manera que le veía inclinado sobre la mesa donde descansaba el aparato.
—¡Oiga! ¿Es el 0488 de Museum? ¿Puede usted indicarme si vive ahí alguien llamado Baker? Pero… ¿Con quién hablo entonces? ¡Ah! ¿Es el sereno? Sí, sí, entiendo perfectamente. No son horas de consulta. No, no, claro. ¿Puede darme la dirección? Sí, es bastante importante —hizo una pausa y, dirigiéndose a nosotros, dijo—. Creo que hemos dado con él.
«¡Dios mío! ¡Que no sea verdad! ¡Que no encuentren a Baker! ¡Yo te lo ruego, Dios mío! ¡Que se haya muerto Baker!». Yo sabía quién era Baker. Lo sabía desde un principio. Me puse a mirar a Frank, y le vi inclinarse de repente y coger un lápiz.
—¿Sí? Sí, aquí estoy, diga. ¿Me lo quiere deletrear? Gracias, muchas gracias. Adiós. Buenas noches.
Entró en el cuarto trayendo un pedazo de papel en la mano. Frank, que tanto quería a Maxim, no sabía que todo lo que se había dicho en contra de Maxim aquella noche no tenía importancia alguna en comparación con aquel pedacito de papel, y no sabía que, al entregarlo, iba a matar a Maxim con tanta seguridad como si le hundiese un puñal en la espalda.
—Me ha contestado el sereno de una casa de Bloomsbury. Allí no vive nadie. De día, un médico tiene la consulta en esa casa. Este Baker es otro médico, anterior al actual, y que ya se ha retirado. Pero le podemos encontrar, porque el portero me ha dado su dirección, aquí está, en este pedazo de papel.
F
UE entonces cuando Maxim me miró. Era la primera vez que lo hacía en toda la noche, y pude leer en sus ojos un mensaje de despedida. Era como si estuviese él asomado a la borda de un barco y yo, abajo, en el muelle, diciéndole adiós. Otras personas junto a él y junto a mí se apretujarían contra nosotros, pero nosotros no las veríamos. No nos hablaríamos ni llamaríamos, pues el viento y la distancia apagarían nuestras voces. Pero antes de que el barco desatracara del muelle, los dos nos miraríamos a los ojos. Favell, la señora Danvers, el coronel Julyan y Frank con el pedacito de papel en la mano, todos estaban olvidados en aquel momento, que era nuestro, inviolable, una fracción de tiempo suspendida entre dos segundos. Se volvió entonces, y, alargando la mano a Frank, dijo:
—Enhorabuena. ¿Qué dirección es?
—Cerca de Barnet, al norte de Londres —respondió Frank, dándole el papel—; pero no tiene teléfono, de manera que no le podemos llamar.
—De todos modos —dijo el coronel—, entre usted y la señora Danvers han hecho mucho. ¿No puede usted ahora decirnos algo sobre el asunto?
La señora Danvers negó con la cabeza.
—La señora no iba nunca al médico. Los despreciaba, como todos los que tienen salud. El único que la vio una vez fue el doctor Phillips, de Kerrith, cuando se dislocó una muñeca. Nunca le oí hablar de ese doctor Baker.
—¿Qué se apuestan ustedes a que es un especialista de belleza? —dijo Favell—. ¿Y qué demonio importa quién sea o deje de ser? Si el asunto tuviera importancia Danny lo sabría. Ya verán como se trata de un farsante que ha inventado un nuevo procedimiento de teñir el pelo o de blanquear la piel. Probablemente el peluquero le hablaría de él por la mañana y Rebeca iría a verle por curiosidad.
—No —dijo Frank—; en eso se equivoca. El portero me ha dicho que es un especialista muy conocido, un ginecólogo.
—¡Ah! —exclamó el coronel, tirándose del bigote—. Todavía va a resultar que le pasaba algo. Lo extraño es que no dijera una palabra a nadie. Ni siquiera a usted, señora Danvers.
—Estaba demasiado delgada —dijo Favell—. Ya se lo decía yo; pero no conseguí sino que se riera. Me contestó que le sentaba bien. Supongo que estaba en plan de adelgazar, como todas las mujeres. Puede que fuera a ver a ese Baker para que le pusiera un régimen.
—¿Cree usted que era ésa la razón, señora Danvers? —preguntó el coronel.
Negó ella con la cabeza lentamente. Parecía anonadada por la sorpresa que le había causado la existencia del tal Baker.
—No lo entiendo —dijo—. No comprendo qué quiere decir esto, Baker. El doctor Baker. ¿Por qué no me diría nada? ¿Por qué me lo ocultó? No tenía secretos conmigo.
—Quizá no quisiera preocuparla —dijo el coronel—. Sin duda tenía hora pedida al médico, le vio, y aquella noche le hubiera dicho a usted de qué se trataba.
—¿Y la nota del señorito Jack? —dijo ella de repente—. «Tengo algo que decirte. Tengo que verte». ¿Es que también se lo iba a decir a él?
—Es verdad —dijo Favell despacio—. Ya se nos olvidaba la nota —y sacándola del bolsillo, volvió a leer el final—: «Tengo que decirte una cosa, y quiero verte lo antes posible. R
EBECA
».
—No cabe duda —dijo el coronel—. Me apostaría mil libras a que iba a comunicar a Favell el resultado de la visita al médico.
—Empiezo a creer que tiene usted razón —dijo Favell—. La nota y la cita parecen estar relacionadas. Pero lo que yo quisiera saber es qué demonios le ocurriría, qué problema tendría.
Tenían la explicación ante los ojos, proclamada a gritos por los detalles, pero no la veían. Allí estaban todos, preguntándose los unos a los otros, sin adivinar lo que era evidente. Yo no me atrevía a mirarlos, y ni moverme osaba, por miedo a descubrir el secreto. Maxim había vuelto, sin decir nada, a la ventana y miraba al jardín, callado, oscuro y tranquilo.
Ya había cesado de llover, pero continuaban cayendo gotas de las hojas chorreantes y de los canalones de encima de la ventana.
—No nos será difícil averiguarlo todo —dijo Frank—. Aquí tenemos la nueva dirección del médico. Le puedo escribir una carta y preguntarle si recuerda la visita de la señora de Winter el año pasado.
—No creo que hiciera caso de tal carta —opinó el coronel—. No olvide la ética profesional de los médicos. Los casos son siempre confidenciales. El único procedimiento de sacarle algo sería que De Winter fuera a verle personalmente y le explicara las circunstancias. ¿Qué le parece, De Winter?
Maxim se volvió y dijo:
—Estoy dispuesto a hacer cuanto le parezca a usted conveniente.
—¡Con tal de ganar tiempo…! —dijo Favell—. Son muchas las cosas que se pueden hacer en veinticuatro horas, ¿verdad? Se puede coger un tren…, o un barco…, o hasta un aeroplano.
Vi que la señora Danvers miró rápidamente a Favell, y luego a Maxim, y comprendí que no sabía nada de la acusación de Favell contra Maxim. Fue entonces cuando empezó a comprender. Lo vi en la expresión de su cara. Al principio fue de duda, luego de sorpresa y de odio mezclados, y, por último, de convicción. Una vez más sus manos largas y huesudas comenzaron a estrujar convulsivamente la tela de su vestido, mientras se humedecía los labios con la lengua. Tenía los ojos clavados en Maxim, sin dejar de mirarle ni un segundo. «Ya no importa —pensé—; ya el perjuicio está hecho. Ya puede pensar y decir lo que quiera. Más daño no puede hacernos». Maxim no se dio cuenta de sus miradas o, si las vio, no lo dio a entender. Estaba hablando con el coronel.
—¿Qué le parece? ¿Quiere usted que le telegrafíe a Baker que me espere, y que vaya mañana a esta dirección de Barnet?
—¿Cómo? ¿Solo? ¡Ni hablar! Solo no vas. Tengo derecho a negarme. Que te acompañe el inspector Welch y no tendré nada que oponer.
¡Si la señora Danvers dejara de mirar así a Maxim…!
También la había visto Frank, que la observaba con precaución y extrañeza. Una vez más le vi dirigir los ojos hacia el pedazo de papel en que había anotado la dirección del doctor Baker, para luego volver la mirada hacia Maxim. Creo que poco a poco, no sé por qué procedimiento, fue adivinando la verdad, pues palideció repentinamente y soltó el papel sobre la mesa.
—No creo que sea necesario mezclar en este asunto al inspector Welch… todavía —dijo el coronel, con voz más seca y dura que de ordinario. No me gustó el tono en que dijo «todavía». ¿Por qué había dicho eso? Siguió hablando—. Si yo voy con De Winter y no me separo de él en todo el camino, ¿quedaría usted satisfecho?
Miró Favell a Maxim y al coronel, con expresión odiosa y calculadora. Se veía en sus ojos azul claro una mirada de triunfo. Al fin, contestó:
—Sí. Supongo que sí. Pero, para mayor tranquilidad mía, ¿no le importa a usted que los acompañe yo?
—No —dijo el coronel—. Desgraciadamente, está usted en su derecho al pedirlo. Pero, si viene usted, yo tengo otro derecho: el de exigirle que no venga usted borracho.
—No se preocupe por eso —dijo Favell comenzando a sonreír—. Estaré tan sereno como el juez que dentro de tres meses condenará a Maxim. No sé por qué tengo el presentimiento de que este buen doctor Baker va a demostrar que tengo razón.
Nos miró a todos, uno por uno, y se echó a reír. Me parece que, por fin, también él había comprendido el motivo de que Rebeca fuera a ver al médico.
—Bien, ¿a qué hora salimos? —preguntó.
El coronel Julyan miró a Maxim.
—¿A qué hora puede estar usted listo?
—Cuando usted diga.
—¿A las nueve?
—A las nueve —dijo Maxim.
—Y, ¿cómo sabemos que no se va a escapar esta noche? —dijo Favell—. No tiene más que ir al garaje y sacar el coche.
—¿Le basta mi palabra? —preguntó Maxim al coronel.
Y, por primera vez, dudó éste. Le vi dirigir una mirada a Maxim, y vi que éste enrojecía. Luego dijo Maxim muy despacio:
—Señora Danvers, cuando la señora y yo nos acostemos esta noche, haga el favor de venir y cerrar con llave la puerta de nuestro cuarto por fuera. Mañana llámenos usted misma a las siete.
—Está bien, señor —dijo la señora Danvers, que aún continuaba con los ojos clavados en Maxim y agarrotadas las manos sobre el vestido.
—Perfectamente —dijo el coronel bruscamente—. Creo que no tenemos nada más que hablar esta noche. Mañana estaré aquí a las nueve en punto. ¿Tendrá usted sitio para mí en su coche?
—Sí —respondió Maxim.
—¿Y Favell nos seguirá con el suyo?
—Pegadito a la matrícula trasera —dijo Favell.
Se acercó el coronel a mí y me cogió una mano.
—Buenas noches. No es preciso que le diga lo que lamento todo esto, pues usted lo sabe. Si puede, haga que su marido se acueste temprano. Mañana le espera un día muy cansado.
Retuvo mi mano en la suya unos instantes, dio luego media vuelta y se fue. Es curioso, pero no pudo mirarme a los ojos; mantuvo la mirada sobre mi barbilla. Jack Favell llenaba su pitillera con los cigarrillos que había en una caja, sobre la mesita.
—Supongo que no va a invitarme nadie a cenar —dijo.
Nadie le respondió. Encendió uno de los cigarrillos y echó una bocanada de humo hacia el techo.
—Entonces no me queda más remedio que pasar la noche tranquilamente en la fonda. ¡Y la camarera es bizca! Vaya velada que me espera. Pero no importa. Mañana lo voy a pasar de perlas. Lo noto. Bueno, Danny, buenas noches y que no se te olvide echar la llave al cuarto del señor, ¿eh?
Vino hacia mí y me tendió una mano. Yo, como una niña mal educada, me las puse a la espalda, lo que le hizo reír. Luego se inclinó en una reverencia y dijo:
—Es una pena que un malvado como yo venga a estropearlo todo. Pero no se apure; verá qué emocionante va a ser dentro de poco tiempo leer en los periódicos sensacionalistas la historia de su vida con unos titulares que dirán: «De Montecarlo a Manderley. Experiencias de una niña recién casada con un asesino». Bueno, que tenga mejor suerte la próxima vez que se case.
Se dirigió a la puerta, despidiéndose de Maxim con la mano.
—¡Adiós, hombre! ¡Que tengas unos sueños muy felices esta noche detrás de la puerta cerrada con llave!
Y, al decirlo, se volvió riendo hacia mí, y salió de la habitación. La señora Danvers fue a acompañarle y nos quedamos solos Maxim y yo. Él siguió mirando por la ventana, sin hacerme caso. Entró del vestíbulo Jasper trotando. No le habíamos dejado entrar en toda la noche, y se puso a hacerme fiestas, mordiéndome el borde de la falda.
—Mañana iré contigo —dije a Maxim—. Voy a ir a Londres contigo.
Tardó un momento en contestar y siguió mirando por la ventana. Luego asintió, con voz muerta y sin expresión:
—Sí, no debemos separarnos.
Volvió Frank, que se quedó junto a la puerta con la mano en el picaporte.
—Ya se han marchado Julyan y Favell. Yo mismo los he visto irse.
—Bueno, Frank —dijo Maxim.
—¿Puedo hacer algo? ¿Cualquier cosa? —preguntó—. ¿Telegrafiar a alguien, arreglar algo? Si es preciso no me acostaré, aunque no haya que hacer mucho. Desde luego, voy a poner ese telegrama a Baker.
—No te preocupes —dijo Maxim—. Aún no hay nada que hacer. Puede que vayas a estar muy ocupado… a partir de mañana. Cuando llegue el momento oportuno hablaremos de todo eso. Esta noche queremos estar solos. Tú te haces cargo, ¿verdad, Frank?
—Sí, claro que sí.