Al fin, di media vuelta y bajé al comedor para desayunar. Hacía frío, el sol aún no daba en el comedor y agradecí el café hirviente y amargo y el beicon, tan reconfortante. Comíamos en silencio. Maxim miraba el reloj de cuando en cuando. Robert bajó las maletas y las dejó en el vestíbulo, junto con la manta del coche. Al poco rato sonó el ruido del automóvil que llegaba a la puerta.
Salí a la terraza. La lluvia había limpiado la atmósfera y el césped despedía un perfume fresco y dulzón. Cuando el sol estuviera más alto, quedaría un día encantador. Pensé que hubiéramos podido ir a dar un paseo por el Valle Feliz antes de comer, y luego habernos sentado, a la sombra del castaño con libros y revistas. Cerré un segundo los ojos sintiendo el calor del sol sobre manos y cara.
Maxim me estaba llamando desde el vestíbulo, y volví a entrar. Frith me ayudó a ponerme el abrigo. En esto sonó otro coche. Era Frank.
—El coronel está esperando a la entrada. Le pareció que no valía la pena llegar hasta la casa.
—Está bien —dijo Maxim.
—Yo estaré todo el día en la oficina, esperando a que telefoneéis. Cuando hayáis visto a Baker, tal vez me necesitéis en Londres.
—Sí. Bien pudiera ocurrir.
—Son las nueve. Tenéis tiempo. Va a hacer un día muy bueno para la carretera.
—Sí.
—No se canse usted demasiado —me dijo—. Son muchas horas de automóvil.
—Estaré bien.
Vi entonces a Jasper, que estaba junto a mí, gachas las orejas y mirándome con aire triste y acusador.
—Frank, llévese a Jasper a la oficina. El pobre se queda muy triste.
—Bueno. No se apure.
—Vámonos —dijo Maxim—. Julyan ya debe de estar impacientado. Adiós, Frank.
Subí al asiento delantero, al lado de Maxim, y Frank cerró la puerta de golpe.
—Maxim —dijo—, telefonéame.
—Descuida.
Miré hacia la casa. Frith estaba en lo alto de la escalinata, Robert un poco más atrás. Se me llenaron de lágrimas los ojos, y para que nadie lo viera hice como que se me caía el bolso al suelo y me incliné hacia delante. Arrancó suavemente el motor, y cuando tomamos la primera curva dejamos de ver la casa.
En la entrada nos paramos y recogimos al coronel, que subió detrás. Se extrañó cuando me vio y dijo:
—No debía usted haber venido. El día va a resultar muy cansado. Ya hubiera cuidado yo de su marido.
—He preferido venir.
No volvió a aludir al asunto. Se arrellanó en un rincón del coche y dijo:
—Menos mal que va a hacernos un día magnífico. Ese tipo, Favell, dijo que nos aguardaría en el cruce. Si no está, no le espere usted, De Winter; iremos mucho más a gusto sin él. Ojalá se haya dormido.
Cuando llegamos al cruce, vi enseguida la carrocería abierta y el verde chillón de su coche y se me acongojó el corazón. Tenía la esperanza de que se hubiera retrasado. Allí estaba, sentado al volante, sin sombrero y con un cigarrillo en la boca. Cuando nos vio, sonrió e hizo señas con la mano para que siguiéramos. Me acomodé para el viaje, con una mano descansando sobre la rodilla de Maxim. Pasaron las horas e íbamos dejando atrás el camino. Miraba la carretera y se apoderó de mí una especie de somnolencia. El coronel, en el asiento trasero, iba dando cabezadas de cuando en cuando. Si volvía la cabeza le veía con la boca abierta y los ojos cerrados. El coche verde no se separaba de nosotros. Algunas veces nos pasaba como una centella y otras nos seguía a alguna distancia, pero ni un momento nos perdió de vista. A la una paramos para comer en uno de esos hoteles anticuados que hay siempre en la calle principal de las ciudades de provincias. El coronel se las arregló para abrirse camino a lo largo de toda la carta, empezando con sopa y pescado, y atacando luego el asado y el budín de Yorkshire. Maxim y yo solamente tomamos fiambre y café.
Temí que Favell tratara de sentarse a nuestra mesa, pero cuando salimos vi su coche a la puerta de un café enfrente del hotel. Supongo que nos vería salir, pues a los tres minutos ya estaba otra vez su coche pegado al nuestro.
Llegamos a las afueras de Londres cerca de las tres de la tarde. Fue entonces cuando noté por primera vez que estaba cansada, y el ruido y el movimiento de coches me marcaban. Hacía calor en Londres. Las calles presentaban el aspecto hollado y polvoriento de agosto, y las hojas de los árboles pendían exánimes de las ramas mortecinas. La tormenta que descargó en Manderley debió de ser puramente local, pues en Londres no había llovido.
Las mujeres iban por la calle vestidas de algodón y los hombres no llevaban sombrero. Olía a papel viejo, a cáscaras de naranja, a pies y a rastrojos quemados. Los autobuses avanzaban pesadamente y los taxis se arrastraban. Se me pegaron al cuerpo la falda y la chaqueta, mientras que las medias parecían estar llenas de pinchitos,
El coronel se incorporó en su asiento, y mirando por la ventana dijo:
—Aquí no ha llovido.
—No —dijo Maxim.
—Y, a juzgar por las apariencias, buena falta hace.
—Sí.
—No hemos conseguido despegarnos de Favell. Sigue ahí detrás.
—Ya, ya.
La zona comercial de las afueras estaba abarrotada de gente. Mujeres cansadas, empujando cochecitos de niños llorones, miraban los escaparates. Se oían los pregones de los vendedores ambulantes y los golfillos pasaban encaramados en las traseras de los camiones. Hasta el mismo aire parecía irritado, cansado y exhausto.
El camino a través de Londres se hacía interminable, y cuando, más allá de Hampstead, dejamos atrás el bullicio, yo tenía la cabeza aturdida y me ardían los ojos.
¿Estaría Maxim muy cansado? Estaba pálido y ojeroso, pero continuaba en silencio. El coronel Julyan bostezaba con regularidad en el asiento trasero. Primero abría la boca mucho y bostezaba ruidosamente, y acto seguido exhalaba un hondo suspiro. Esto lo hacía cada pocos minutos. No sé por qué, comenzó a invadirme una irritación estúpida, y tuve que esforzarme para no volver la cabeza y pedirle a voces que dejara de hacerlo.
Cuando pasamos Hampstead, sacó del bolsillo un mapa de amplia escala y empezó a dar instrucciones a Maxim para llegar a Barnet. No es que existiera la más mínima dificultad para encontrar el camino, claramente marcado por postes indicadores; pero, a pesar de eso, el coronel nos decía lo que debíamos hacer al llegar a cada esquina. Si Maxim demostraba la más ligera duda, el coronel inmediatamente sacaba la cabeza por la ventanilla y preguntaba al primer transeúnte.
Cuando llegamos a Barnet nos hizo parar cada pocos minutos.
—¿Puede usted decirme dónde está una casa llamada La Rosaleda? Es de un tal doctor Baker, que se ha retirado y ha venido a esta vecindad hace poco.
Y el hombre se quedaba pensando un rato, dando muestras evidentes de no saberlo.
—¿Doctor Baker…, Baker? No, no conozco a ningún Baker Ahí, cerca de la iglesia, había antes una casita que se llamaba Los Rosales; pero allí vivía la señora de Wilson.
—No, no. La que buscamos se llama La Rosaleda y es de un tal doctor Baker.
Y con esto continuábamos unos cuantos metros hasta que el buen coronel nos hacía parar delante de una niñera, a quien preguntaba:
—¿Puede usted decirnos dónde hay una casa llamada La Rosaleda?
—No. Lo siento. Llevo aquí poco tiempo.
—¿No ha oído usted hablar del doctor Baker?
—No. Yo conozco al doctor Davidson.
Miré rápidamente a Maxim. Parecía estar rendido. Tenía la boca apretada en un gesto decidido. El coche verde de Favell continuaba detrás de nosotros, cubierto de polvo.
Fue un cartero quien, al fin, nos indicó una casa rectangular y cubierta de yedra, sin nombre, ante la que ya habíamos pasado dos veces. Busqué mi bolso automáticamente y me empolvé con un pico de la borlita. Maxim paró el coche junto a la entrada, sin meterlo en el jardincito. Permanecimos sentados unos minutos en silencio, hasta que el coronel dijo:
—Bueno, ya hemos llegado. Son exactamente las cinco y doce minutos. Les pillaremos en medio del té. Será mejor esperar un poco.
Maxim encendió un cigarrillo y me tendió una mano en silencio. En el asiento trasero el coronel doblaba cuidadosamente su dichoso mapa.
—Hubiéramos podido venir rodeando Londres, ahorrándonos unos cuarenta minutos. Durante los primeros trescientos kilómetros hemos traído una media muy buena. Pero desde Chiswick hemos venido despacio.
Un recadero pasó silbando en su bicicleta. Un autobús paró en la esquina y bajaron dos mujeres. El reloj de una iglesia cercana dio el cuarto. Detrás de nosotros, Favell, sentado en su coche, fumaba un cigarrillo. Me sentía vacía de sentimientos. Estaba tan cansada que me encontraba incapaz de hablar. Sentada en el coche no podía sino observar detalles insignificantes de cuanto nos rodeaba. Las dos mujeres del autobús que empezaban a andar calle arriba; el recadero desaparecía en su bicicleta al doblar una esquina. Un gorrión se posaba en mitad de la calle y comenzó a picotear el estiércol.
—Este bueno de Baker no parece entender gran cosa de jardinería. Miren esos setos que caen sobre la pared. Necesitan una poda urgentemente —terminó de doblar el mapa y se lo metió en el bolsillo—. ¡Vaya un gusto venirse a vivir aquí! Pegado a la carretera y dominado por todas las demás casas. Esto puede que estuviera bien antes de que se edificara tanto. Claro que supongo que tendrá cerca un buen campo de golf.
Calló unos momentos para abrir luego la portezuela y bajar.
—Bueno, De Winter, ¿qué le parece?
—Vamos —dijo Maxim.
Bajamos del coche y Favell vino a nuestro encuentro.
—¿Qué estamos esperando? ¿Hay mieditis? —dijo.
Nadie le contestó. Echamos a andar por el camino enarenado que conducía a la puerta de la casa, formando un grupo bien extraño. Al otro lado de la casa vi un campo de tenis, y pudimos oír el ruido de las pelotas. Sonó una voz de muchacha que decía: «No, hombre, no; son cuarenta-quince, y no treinta iguales. ¿No te acuerdas que has echado una fuera?».
—Parece que ya han terminado de tomar el té —dijo el coronel.
Se quedó mirando un momento a Maxim, como dudando, y luego llamó al timbre, que sonó muy lejos, dentro de la casa. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que una criadita muy joven nos abrió la puerta, poniendo cara de asombro al ver tanta gente.
—¿El doctor Baker? —preguntó el coronel.
—Sí, señor. Hagan el favor de pasar.
Según entramos, abrió una puerta a la izquierda del recibidor. Supuse que sería la sala, poco usada en verano. Colgado de la pared había un retrato de una mujer vestida muy sencillamente, de negro. Quizá la mujer del médico. Las fundas de cretona de las sillas y el sofá eran nuevas y brillantes. En la repisa de la chimenea sonreían las fotografías de dos colegiales, de cara redonda. En una esquina del cuarto, junto a la ventana, había un enorme aparato de radio, del que salían algunos alambres y pedazos de antena. Favell examinaba el retrato de la pared. Julyan se quedó en pie delante de la apagada chimenea. Maxim y yo nos pusimos a mirar por la ventana. Debajo de un árbol se veía una tumbona y la nuca de la mujer en ella sentada. El campo de tenis debía de estar a la vuelta de la casa. Llegaban hasta nosotros las voces de los chicos. En medio de un caminito se estaba rascando un terrier escocés, ya muy viejo. Aún tuvimos que aguardar otros cinco minutos. Me pareció que estaba viviendo en lugar de otra persona, y que el motivo de mi presencia en aquella casa era pedir una limosna para algún fin benéfico. Nunca había experimentado una sensación parecida. No sentía nada.
Se abrió la puerta del cuarto y entró un hombre de estatura corriente, cara alargada y barbilla puntiaguda. El pelo rojizo le blanqueaba ya en algunos sitios. Vestía pantalón de franela blanco y una chaqueta azul oscuro.
—Perdonen que los haya hecho esperar —dijo, tan sorprendido como la criada de ver tanta gente—. He tenido que subir para lavarme un poco, pues cuando han llamado ustedes a la puerta estaba jugando al tenis. ¿No se sientan? —dijo, dirigiéndose a mí.
Me senté en la silla que estaba más cerca y esperé.
—Doctor —dijo el coronel—, tiene que parecerle poco normal esta inesperada invasión, y le ruego sinceramente que la perdone. Me llamo Julyan. Permítame que presente a los demás: el señor de Winter, la señora de Winter y el señor Favell. Quizá haya leído usted recientemente el nombre del señor de Winter en los periódicos.
—¡Ah!, ¡sí! Algo me suena. Algo sobre una cuestión judicial, ¿no? Mi mujer me ha contado no sé qué sobre el juicio.
—El jurado dio un veredicto de suicidio —dijo Favell adelantándose— y yo sostengo que eso es una estupidez. La difunta era prima mía y yo la conocía perfectamente. Era incapaz de suicidarse, y, además, no tenía motivo alguno para hacerlo. Lo que queremos saber es a qué diablos vino a verle a usted el día de su muerte.
—Más vale que nos dejes hablar al coronel Julyan y a mí —dijo Maxim con voz tranquila—. El doctor no tiene la más remota idea de lo que estás diciendo.
Se volvió entonces hacia el médico, que rodeado por nosotros, ligeramente fruncido el entrecejo y con su amable sonrisa de los primeros momentos congelada en los labios, escuchaba en silencio.
—El primo de mi difunta mujer no está satisfecho con el fallo del jurado, y hemos venido a verle a usted porque hemos encontrado su nombre y el número de teléfono de su antigua consulta apuntados en la agenda de mi mujer. Parece ser que, a las dos de la tarde del último día que pasó en Londres, tenía una cita con usted, a la cual acudió. ¿Le sería posible comprobarlo?
El médico estaba escuchando con gran interés, pero cuando Maxim terminó de hablar, sacudió la cabeza y dijo:
—Lo siento infinito, pero creo que se han equivocado ustedes. El apellido «De Winter» no se me hubiera olvidado. Nunca he asistido a un cliente de ese nombre.
Sacó entonces el coronel la página que había arrancado de la agenda de Rebeca y la mostró al médico.
—Mire, aquí lo tiene escrito: «Baker, a las dos». Y esta cruz indica que acudió a la cita. Y aquí tiene el número del teléfono: Museum, 0488.
El médico miró fijamente el pedazo de papel.
—Es raro, muy raro. Sí, el número del teléfono era el mío en esa época.
—¿Cree usted que pudo visitarle con nombre supuesto? —preguntó el coronel.
—Es posible. Sí; puede que hiciera eso, aunque no es corriente, y yo nunca lo he tolerado a sabiendas. Va en desdoro de la profesión permitir a la gente que crea que se nos puede tratar así.