Esperó unos segundos más, y luego dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió Maxim.
Cuando se hubo marchado y se cerró la puerta, Maxim vino adonde yo estaba, delante de la chimenea. Abrí los brazos y se refugió entre ellos, como un niño pequeño. Le apreté contra mí, y así estuvimos un largo rato, callados. Le tenía abrazado, y le consolaba como si fuera Jasper. Como si Jasper se hubiera lastimado y venido a mí en busca de alivio para su dolor.
—Podemos ir sentados juntos en el coche —dijo.
—Sí.
—A Julyan no le importará.
—No.
—Mañana por la noche también podremos estar juntos. No creo que hagan nada inmediatamente. Probablemente pasarán veinticuatro horas.
—Sí.
—Ahora no son tan severos. Permiten las visitas. Y luego todo lleva mucho tiempo. Si puedo, trataré de que se encargue de la defensa Hastings. Es el mejor. Hastings o Birkett. Hastings conocía a mi padre.
—Sí.
—Le diré la verdad. Cuando saben la verdad les resulta más fácil el trabajo. Saben a qué atenerse.
—Sí.
Se abrió la puerta y entró Frith. Me separé de Maxim y me quedé de pie, normal, como siempre, alisándome el peinado con unos golpecitos.
—¿Se van a vestir los señores, o sirvo la cena, señora?
—No, Frith; esta noche no vamos a vestirnos.
—Está bien, señora.
Dejó la puerta abierta y entró Robert, quien corrió las cortinas, arregló los almohadones, puso el sofá derecho, y ordenó los libros y periódicos que había encima de la mesa. Luego se llevó el whisky y los ceniceros sucios. Le había visto hacer precisamente lo mismo todas las noches desde que llegué a Manderley; pero aquel día todo tenía un sentido especial, como si jamás fuese a olvidar aquel momento. Pasados muchos años, en otros tiempos, diría: «Me acuerdo de aquel instante».
Entró Frith para avisarnos que la cena estaba servida. Me acuerdo de todos los detalles de aquella noche. Tomamos consomé frío en tazas, filetes de lenguado y asado caliente de cordero. Y me acuerdo también del postre de azúcar quemado y del
savoury
, de fuerte sabor, que fue servido después.
En los candelabros de plata había velas nuevas, esbeltas, blancas y espigadas. Las cortinas estaban corridas, cerrando la entrada a la luz triste del anochecer. Se me hizo raro estar sentada en el comedor sin ver el césped del jardín. Parecía que ya había llegado el otoño.
Cuando estábamos tomando el café en la biblioteca sonó el timbre del teléfono. Esta vez fui yo a contestar, y oí la voz de Beatrice, que decía:
—¿Eres tú? He estado tratando de llamaros toda la noche. Por dos veces estabais comunicando.
—Lo siento muchísimo.
—Hará dos horas que nos han traído los periódicos de la noche, y el veredicto nos ha dado un disgusto tremendo a Giles y a mí. ¿Qué dice Maxim?
—Ha sido un disgusto para todos.
—Pero si es que es ridículo. ¿A santo de qué iba a suicidarse Rebeca? La última persona del mundo capaz de suicidarse. Ahí alguien ha metido la pata.
—No sé.
—Pero, Maxim, ¿qué dice? ¿Dónde está?
—Está muy cansado. Hemos tenido gente en casa. El coronel Julyan y otros. Mañana vamos a Londres.
—¿Para qué?
—Para un asunto relacionado con el veredicto. Me es difícil explicartelo.
—Se debería apelar. Es ridículo, te digo, completamente ridículo. Y todo este escándalo perjudicará a Maxim.
—Sí.
—¿No puede hacer nada Julyan? ¿No es magistrado? ¿Para qué sirven los magistrados, si no? Ese viejo Horridge debe de haberse vuelto loco. ¿Qué motivo han descubierto para el suicidio? Es la estupidez más grande que he oído en mi vida. Debería hablar alguien con Tabb. ¿Qué sabe él si esos agujeros del barco fueron hechos adrede o no? Giles, naturalmente, dice que la causa de ello fueron las rocas.
—Aquí no creían lo mismo.
—¡Si hubiera estado yo allí! Hubiera exigido que me dejaran hablar. Ninguno habéis hecho nada. ¿Está Maxim muy disgustado?
—Está más cansado que otra cosa.
—¡Ojalá pudiera ir a Londres con vosotros! Pero no veo manera. Roger está con cuarenta y un grados de fiebre y la enfermera que tenemos es de lo más estúpido que he visto. Roger no la aguanta. No puedo dejarle solo.
—No, no, ni pienses en ello, naturalmente.
—¿A qué parte de Londres vais?
—No sé exactamente. Todo ello es muy vago.
—Dile a Maxim que tiene que procurar que anulen ese veredicto. No le hace ningún bien a la familia. Yo le estoy diciendo a todo el mundo que es un absurdo. Rebeca era incapaz de matarse. No era de ésas. Tengo ganas hasta de escribir a Horridge y decirle lo que pienso.
—Ya es inútil. Es demasiado tarde. Más vale que lo dejes.
—Pero si es que me indigna semejante majadería. Giles y yo opinamos que si por casualidad los agujeros no fueron hechos por las rocas, entonces sería algún vagabundo. Puede que un comunista. Los hay a montones. Precisamente ésas son las cosas que hacen los comunistas.
Maxim me llamó desde la biblioteca, diciendo:
—¿No te puedes librar de ella? ¿Qué diablos está diciendo?
—Mira, Beatrice —le dije, ya desesperada—, procuraré llamarte desde Londres.
—¿Queréis que hable yo con Dick Godolphin? —me preguntó—. Es el diputado de vuestro distrito, y yo le conozco mucho mejor que Maxim. Estuvo en la Universidad de Oxford con Giles. Dile a Maxim que, si quiere, telefonee a Dick para ver si puede anular el veredicto. Y pregúntale qué le parece esa idea acerca del comunista.
—Es inútil —dije—. No podrá hacer nada. Beatrice, te ruego que no hagas nada. Podrías poner las cosas peor, mucho peor. Quizá tuviera Rebeca un motivo que desconocemos. Y en cuanto a los comunistas, no creo que se dediquen a hacer agujeros en los barcos. ¿A santo de qué? Te ruego que no hagas nada.
¡Gracias a Dios, no estuvo en Manderley con nosotros aquel día! Algo teníamos que agradecer, al fin y al cabo. Oí un zumbido lejano en el teléfono y a Beatrice que decía: «¡Central! Central! ¡No corte!». Luego sonó un ruidito y dejé de oírla.
Volví a la biblioteca desmadejada y exhausta. A los pocos minutos comenzó a llamar de nuevo el teléfono. No descolgué. Me acerqué a Maxim y me senté a sus pies. Nos quedamos quietos, dejando que sonara el teléfono. Al cabo de un rato calló, como si se hubiera cansado de repente. El reloj de la chimenea dio las diez. Maxim me rodeó con los brazos y empezamos a besarnos febrilmente, con desesperación, como amantes culpables que nunca se hubiesen besado antes.
C
UANDO me desperté a la mañana siguiente, poco después de las seis, me asomé a la ventana y vi la hierba cubierta por un manto de rocío. Una blanca neblina envolvía los árboles. El aire estaba frío y la brisa, alegre y juguetona, venía perfumada con la esencia del otoño.
Me arrodillé junto a la ventana, contemplando la rosaleda, donde las rosas pendían de sus tallos, pardos y ajados sus pétalos por la lluvia de la noche anterior, y todo lo ocurrido el día antes se me antojó lejano y ficticio. Despertaba en Manderley un nuevo día, y a los habitantes del jardín no les importaban nuestras preocupaciones. Un mirlo cruzó la rosaleda hacia la pradera, con una serie de rápidas carreras, parando de trecho en trecho para clavar con fuerza en la tierra su pico amarillento. Pasó presuroso un jilguero, camino de sus quehaceres; dos aguzanieves gordezuelas, caminaban con paso mesurado la una detrás de la otra. Bandadas de gorriones alborotaban ruidosos la paz matutina. Una gaviota quedó suspendida en el cielo, solitaria y callada; de súbito, extendió las alas y trazó en el aire un arco fugaz, desapareciendo más allá del Valle Feliz. Todo seguía su curso, sin que nuestra angustia y temor tuvieran el poder de alterarlo. Pronto comenzarían los jardineros su trabajo, barriendo las primeras hojas caídas sobre el césped, y alisando con sus largos rastrillos la gravilla del camino. En el patio, a la espalda de la casa, empezó a oírse el ruido metálico de los cubos de limpieza, el de la manguera regando el coche polvoriento, y la charla de la joven fregona con los hombres del patio, a través de la puerta. Mientras de la cocina sale el olor caliente y quebradizo de las lonchas de tocino, las criadas despiertan la casa, abriendo las ventanas y descorriendo las cortinas.
Salen los perros arrastrándose de sus cestos, bostezando, estirándose, para ir luego a la terraza y guiñar ante los luminosos esfuerzos del sol, aún pálido, por atravesar los celajes de la niebla. Robert pondrá la mesa para el desayuno, trayendo los bollos recién hechos, calentitos, la fuente de huevos, los cristalinos tarros de miel y mermelada, el frutero de los melocotones y un racimo de uvas rojas, aún lozanas y tersas, calientes del invernadero.
Las criadas se afanarán en la limpieza del gabinete y del salón, mientras entra por las ventanas abiertas el aire puro y fresco. De las chimeneas salen rizados tirabuzones de humo y árboles y lomas y plantas van tomando forma, mientras el mar, al otro lado del valle, refleja los rayos del sol, y el faro se yergue airoso espigado sobre la cumbre del promontorio.
Manderley, apacible, callado, gracioso. No importaba que quien viviera entre sus muros penara y sufriera y derramara lágrimas amargas; no importaba que entre ellos naciera el dolor; la paz de Manderley no podía alterarse ni ser destruida su belleza. Morirían las flores, pero para brotar de nuevo al año siguiente; los mismos pájaros construirían allí sus nidos y los mismos árboles florecerían. El mismo perfume añejo del musgo humilde embalsamaría el aire; llegarían los grillos y las abejas; las garzas volverían a hacer sus nidos en los bosques oscuros y silenciosos. Bailarían las mariposas sus danzas alocadas a través de las praderas y las arañas tejerían sus hebras de niebla, mientras algunos gazapillos, que no deberían haberse alejado tanto, asomarían sus caritas por entre los espesos setos. Florecerían las lilas y la madreselva, y los blancos botones de las magnolias se abrirían apretados debajo de las ventanas del comedor. Nada ni nadie podría cambiar Manderley, que, como encantado, permanecería siempre en su hondonada, guardado por los bosques, tranquilo, imperturbable; igual que las olas continuarían yendo y viniendo, rompiendo sin cesar entre los guijarros de la ensenada.
Maxim aún dormía y no quise despertarle, pues le esperaba un día cansado y largo, corriendo hacia Londres por las carreteras flanqueadas de postes de telégrafo, hasta llegar a las populosas afueras londinenses. No sabíamos qué nos esperaba al final de nuestro viaje. El futuro era una incógnita. Allá, al norte de Londres, vivía un tal Baker que jamás había oído hablar de nosotros, y, sin embargo, nuestras vidas estaban en su mano. Pronto se levantaría también él, y, bostezando, desperezándose, empezaría un día nuevo para él. Me levanté, fui al cuarto de baño y abrí el grifo de la bañera. Al hacerlo me di cuenta de que, como Robert la noche antes cuando estaba arreglando la biblioteca, siempre había hecho estas cosas sin pensar, mecánicamente; pero aquella mañana hasta las cosas más nimias las hice conscientemente, fijándome en lo que hacía. Eché la esponja en el agua, extendí la toalla en la silla, después de cogerla del toallero caliente, y cuando me metí en el agua dejé que ésta me cubriera, acariciándome el cuerpo. Cada momento era una cosa preciosa que encerraba la esencia de lo absoluto. Cuando volví a la alcoba y comencé a vestirme oí unas pisadas que se acercaban cautelosamente. Llegaron ante nuestra puerta, y la llave se descorrió sin ruido. Hubo un silencio, luego roto por las pisadas que se retiraban. Era la señora Danvers.
No lo había olvidado. La noche antes, cuando subimos de la biblioteca, habíamos oído el mismo ruido. No había llamado a la puerta ni había hecho nada que indicara su presencia; únicamente aquellas silenciosas pisadas y la llave que daba la vuelta en la cerradura. Esto me hizo volver en mí y prepararme para soportar con entereza el ajetreo que depararía el nuevo día.
Terminé de vestirme y preparé el baño para Maxim. Al poco rato llegó Clarice con el té y desperté a Maxim. Al principio me miró con los ojos extrañados de un niño sorprendido, pero luego me tendió los brazos. Tomamos el té, se levantó y se fue a bañarse, mientras yo comenzaba a hacer metódicamente la maleta. Pudiera ocurrir que tuviéramos que quedarnos en Londres.
Guardé los cepillos, regalo de Maxim, mi camisón, una bata y las zapatillas, otro traje y un par de zapatos. Cuando saqué mi maletín del armario no lo reconocí. ¡Hacía tantos siglos que no lo usaba! ¡Hacía… cuatro meses! Aún conservaba el garabato hecho con tiza en la aduana de Calais. En uno de los bolsillos encontré un billete para un concierto del casino de Montecarlo. Hice una bolita con él y lo tiré al cesto de los papeles. Igual hubiera podido ser un recuerdo de otras épocas, de otro mundo. Pronto mi alcoba comenzó a tomar ese aspecto peculiar de los cuartos abandonados por su dueño. El tocador parecía aburrido sin los cepillos. Tirado en el suelo había un trozo de papel de seda, junto a una etiqueta usada. Las camas en que habíamos dormido se habían quedado tremendamente vacías. Unas toallas arrugadas estaban caídas en el suelo del cuarto de baño. Las puertas del armario bostezaban abiertas. Me puse el sombrero, para no tener que volver a subir, y cogí el monedero, los guantes y el maletín. Eché una mirada, tratando de descubrir si se me olvidaba algo. La niebla se había disipado, y el sol, ya vencedor, una vez más trazó sus dibujos sobre la alfombra. Ya estaba a mitad del pasillo, cuando sentí que no tenía más remedio que volver al cuarto, para mirarlo otra vez. Volví, y sin motivo alguno estuve en la puerta, contemplando el boquiabierto armario, las camas y la bandeja con el servicio del té. Todo lo miré, concentrándome sobre lo que veía, tratando de grabarlo para siempre en mi memoria, pensando de dónde sacarían aquellos objetos inanimados fuerzas para llegar hasta mi corazón, para entristecerme, como si fueran niños que no quisieran mi marcha.