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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (53 page)

BOOK: Rebeca
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—¿Te crees, ni por un momento —dijo Maxim muy despacio—, que después de haber estado todas esas horas hablando del asunto esta tarde, voy a empezar a discutirlo de nuevo… contigo? Has oído todas las declaraciones. El
coroner
las ha encontrado satisfactorias. Tú tendrás que hacer otro tanto.

—Conque… suicidio, ¿eh? Ahora resulta que Rebeca se suicidó. Justo lo que se le ocurriría a ella, ¿no? Mira, aquí tengo una nota de Rebeca, que tú no conoces. La he guardado todo este tiempo porque es lo último que me escribió. Voy a leerla, porque estoy seguro de que te va a resultar interesante.

Sacó un papel del bolsillo, escrito con una letra picuda y sesgada, que reconocí, y comenzó a leer:

He estado llamándote por teléfono, pero no ha contestado nadie. Salgo ahora mismo para Manderley. Estaré en la casita de la playa esta noche. Si recibes esta nota a tiempo, coge el coche y ven. Pasaré la noche en la casita y dejaré la puerta abierta para que puedas entrar. Tengo algo que decirte, y quiero verte lo antes posible.

R
EBECA

Volvió a guardarse el papel en el bolsillo.

—Yo diría que a una persona que va a suicidarse no se le ocurre escribir esto. Me encontré la nota en casa, cuando volví a las cuatro de la mañana. No tenía idea de que Rebeca estuviera en Londres, pues la habría buscado. Pero mi mala suerte quiso que aquella noche estuviera en una fiesta. Cuando leí esta nota eran ya las cuatro y me pareció inútil ponerme en camino hacia Manderley, a seis horas de carretera. Me acosté, decidido a llamarla por teléfono aquel mismo día. Y lo hice. Pero ya no pude hablar con ella, pues me enteré de que se había ahogado.

Se quedó mirando fijamente a Maxim desde el sofá. Todos callamos.

Con voz irónica continuó:

—Vamos a suponer que el
coroner
hubiera leído esta nota durante el interrogatorio. Hubiera complicado ligeramente el asunto, ¿no crees, Max?

—¿Por qué no la entregaste? —preguntó Maxim.

—Vamos despacio, hombre. No pierdas la cabeza. Yo no quiero hundirte. Dios sabe que nunca me has demostrado un cariño excesivo, pero no te guardo rencor. Todos los maridos que tienen mujeres guapas son algo celosillos, ¿eh? Algunos, hasta se sienten Otelos. Depende de los nervios. No es culpa suya, y yo lo siento por ellos. Yo soy un poco socialista en estas cosas, y no veo ningún motivo para que no se pueda compartir con otro una mujer… ¿Qué importa? Puedes disfrutarla igual. Una mujer hermosa no se gasta como si fuera un neumático. Al contrario: cuanto más la usas mejor se vuelve. Bueno, mira, Max, yo ya he puesto las cartas boca arriba; ¿por qué no hemos de llegar a un acuerdo? No soy rico. Me gusta demasiado jugarme los cuartos. Pero encuentro desagradable no tener unos billetes de los que echar mano en los apuros. Pero si alguien me diese una renta vitalicia de dos o tres mil libras al año… eso me permitiría vivir bastante agradablemente. Y jamás volvería a molestarte. Te lo juro.

—Hace un rato que te he dicho que salgas de mi casa —dijo Maxim—, y no te lo voy a repetir. Ahí tienes la puerta. Prefiero que la abras tú mismo.

—Espera un poco, Maxim —dijo Frank—. El asunto no es tan sencillo como parece —y luego, volviéndose hacia Favell, continuó—. Comprendo lo que quiere usted decir. Por desgracia, podría usted presentar los hechos desfigurándolos de tal modo que pudieran interpretarse desfavorablemente para Maxim. Creo que él no lo ha comprendido tan bien como yo. ¿Cuánto dinero pretende usted que le dé Maxim?

Maxim se puso lívido, y le latió visiblemente una vena de la sien.

—No te metas en esto, Frank. Es un asunto personal mío. Y no voy a ceder ante un vulgar chantaje.

—Sin embargo —dijo Favell—, no creo que a tu mujer le gustase ser conocida por la viuda de Winter, la viuda de un asesino que murió en el patíbulo.

Se rió y miró en mi dirección.

—Crees que me voy a asustar, ¿no? —dijo Maxim—. Pues te equivocas. No me asusta nada que tú puedas hacer. En ese cuarto está el teléfono. ¿Quieres que llame al coronel Julyan? Es el magistrado del distrito. Probablemente encontrará interesante tu cuento.

Favell le miró un segundo, y se echó a reír.

—Eres un buen actor, Maxim, pero no me engañas. No te atreverás a llamar a Julyan. Sabes perfectamente que tengo pruebas suficientes para mandarte a la horca.

Maxim echó a andar lentamente, entró en el cuarto y llegó a nuestros oídos el ruido que hizo el teléfono al descolgarlo.

—¡No le deje! —le dije a Frank—. ¡No!

Frank me miró y luego se dirigió rápidamente hacia la puerta.

Sonó la voz de Maxim, que decía fría y calmosamente:

—Central, deme el número diecisiete de Kerrith.

Favell estaba mirando la puerta con cierta ansiedad en su cara.

—Déjame —dijo Maxim a Frank, y luego, pasados dos minutos—. ¿Es usted, coronel? Soy yo, De Winter. Sí, sí. Ya lo supongo. Quisiera saber si podría usted venir enseguida. Sí, a Manderley. Es un asunto urgente. No, no le puedo explicar por teléfono, pero se lo diré en cuanto llegue. Perdone que le moleste a estas horas. Sí, muchas gracias, coronel. Adiós.

Volvió a entrar en la biblioteca, y dijo:

—Julyan viene ahora mismo.

Y yendo a la ventana la abrió de par en par. Aún continuaba diluviando. Se quedó allí, dándonos la espalda, callado, respirando el aire fresco.

—Maxim, oye —dijo Frank.

No contestó, y Favell, cogiendo otro cigarrillo, se echó a reír.

—Si tienes el capricho de que te ahorquen, a mí me da igual.

Cogió un periódico, se dejó caer en el sofá y, cruzando las piernas, se puso a volver las hojas. Frank no sabía qué hacer, mirándonos a Maxim y a mí. Luego vino a mi lado.

—¿No podemos hacer algo? —le dije en voz baja—. Salga usted al encuentro del coronel y no le deje entrar. Dígale que ha sido un error.

Maxim debió de oírme, pues sin volver la cabeza dijo:

—Frank no se moverá de aquí. Este asunto lo tengo que arreglar yo solo. Julyan estará aquí dentro de diez minutos.

Volvimos a callar todos. Favell siguió leyendo el periódico. Nada se oía sino el golpeteo de la lluvia. Caía el agua sin cesar, continuamente, con monotonía. Me sentía sin fuerzas y completamente inútil. No podía hacer nada. Ni Frank tampoco. En una obra teatral, o en una novela, hubiera encontrado a mano un revólver, y después de matar a Favell hubiéramos escondido su cadáver en un armario. Nosotros éramos gente normal, a quienes no podían ocurrir estas cosas. Tampoco era posible que yo me arrodillara ante Maxim, suplicándole que diese aquel dinero a Favell. No podía hacer nada, sino quedarme allí sentada, con las manos sobre la falda, mirando la lluvia, mirando a Maxim, que continuaba junto a la ventana de espaldas a mí.

Llovía demasiado fuerte para que pudiéramos oír el coche. El chapoteo de la lluvia apagaba todos los demás ruidos, y no nos enteramos de la llegada del coronel hasta que se abrió la puerta y Frith nos lo anunció.

Maxim dio media vuelta y salió, decidido, a su encuentro.

—Buenas noches, mi coronel —dijo—. Aquí estamos otra vez. Bien poco ha tardado usted.

—Como me dijo que era algo urgente, he venido corriendo. Afortunadamente, todavía tenía el coche en la puerta. ¡Vaya nochecita! —miró dubitativamente a Favell y, dirigiéndose a mí, me dio la mano, mientras saludaba con la cabeza a Frank—. Menos mal que ha empezado a llover. Ya era hora de que descargara. ¿Se encuentra usted mejor?

Dije algo, no sé el qué. Él se quedó de pie, mirándonos a todos, restregándose las manos.

—Supongo que comprenderá usted —dijo Maxim— que no le he sacado de su casa en una noche como ésta por puro gusto de charlar un rato agradablemente antes de cenar. No sé si conoce usted a Jack, primo hermano de mi primera mujer.

—Me parece que sí. Quizá nos hayamos conocido aquí en otra ocasión.

—Muy posible —dijo Maxim—. Bueno, Favell, tú tienes la palabra.

Éste se levantó del sofá y tiró el periódico encima de la mesa. Los diez minutos últimos habían hecho que se le pasara bastante la borrachera. Andaba derecho, y había dejado de sonreír. Me dio la impresión de que no le gustaba el cariz que habían tomado los acontecimientos, y de que no estaba preparado para una entrevista con Julyan. Empezó a hablar demasiado alto y con tono desabrido.

—Pues verá usted; es inútil andarse por las ramas. El motivo de que yo esté aquí es que no estoy conforme con el fallo de la investigación de hoy.

—¡Ah! Y… ¿no es el señor de Winter, y no usted, el llamado a opinar sobre este asunto?

—No. Creo que no. Tengo derecho a hablar, no sólo como primo de Rebeca, sino porque, de no haber muerto ella, nos hubiéramos casado.

Julyan demostró su evidente sorpresa.

—¡Ah! Comprendo. Así es diferente. ¿Es cierto lo que he oído, De Winter?

Maxim se encogió de hombros y respondió:

—Es la primera vez que lo oigo.

Julyan miró a uno y a otro, sin saber qué hacer, y después dijo:

—Vamos a ver, Favell; ¿quiere ser algo más explícito?

Favell le miró un momento; comprendí que estaba tramando algo, pero que aún no estaba bastante despejado para llevarlo a buen término. Metió la mano lentamente en el bolsillo del chaleco y sacó el papel de Rebeca.

—Esta nota la escribió Rebeca unas horas antes de ese supuesto paseo suicida en barco. Tómela, léala y dígame si, en su opinión, una mujer que escribe eso está pensando en matarse.

Sacó Julyan las gafas de un estuche que llevaba en el bolsillo y leyó la nota. Luego se la alargó a Favell, diciendo:

—No; al parecer no. Pero no sé a qué alude esta nota. Quizá usted, o usted, De Winter, lo sepan.

Maxim no respondió. Favell dobló la nota sin dejar de mirar a Julyan ni un segundo.

—En esa nota, mi prima me citaba de manera concreta. Me dice en ella, con perfecta claridad, que coja el coche y venga a Manderley, porque tiene algo que decirme aquella misma noche. Seguramente no sabremos nunca lo que era; pero, para el caso, es lo mismo. Lo que nos importa es el hecho de que me citase y se propusiera pasar la noche en la casita de la playa, para verme a solas. Que saliera a dar un paseo en barco no me sorprendió. Lo solía hacer, pasando en su velero un par de horas, después de volver de Londres. Pero de eso a que se encerrara en el camarote y comenzase a hacer agujeros en el casco para ahogarse adrede, como si fuera una niña histérica o neurótica… ¡que no, hombre, que no!

Su rostro había enrojecido y las últimas palabras las dijo casi gritando. Pude ver que su manera de conducirse en nada le favorecería con Julyan, en cuya apretada boca vi que Favell no le había hecho buena impresión.

—Mi querido amigo —dijo—, es inútil que se enfade usted conmigo. Ni soy el
coroner
que dirigió la encuesta, ni he formado parte del jurado de este caso. Es claro que deseo ayudarle en lo que pueda, y a De Winter. Dice usted que se niega a creer que su prima se suicidara. Sin embargo, usted mismo ha oído la declaración del armador. Las espitas estaban abiertas y los agujeros estaban allí. Bueno, vamos a ver. ¿Qué opina usted que ocurrió entonces?

Favell volvió la cabeza lentamente y se quedó mirando a Maxim. Aún continuaba jugando con la carta de Rebeca.

—Ni Rebeca abrió esas espitas ni hizo tales agujeros. Rebeca no se quitó la vida. Me ha pedido usted mi opinión, y le juro que la va a escuchar. A Rebeca la asesinaron. Y si quiere usted saber quién la mató, ahí le tiene usted, junto a la ventana, con esa cara de superioridad. Ni un año pudo esperar para casarse con la primera que se topó. Ahí le tiene usted; ahí tiene usted al asesino, el muy noble y muy distinguido señor Maximilian de Winter. Mírele bien. ¿Verdad que tiene un gran tipo para la horca?

Y Favell rompió a reír, con risa de beodo, estentórea, forzada y estúpida, sin dejar de retorcer entre sus dedos la nota de Rebeca.

Capítulo 24

¡
BENDITA sea la risa de Favell! ¡Bendito aquel dedo acusador, y su cara enrojecida, y sus ojos inyectados en sangre! ¡Bendito sea aquel traspié que dio! Benditos sean todos, pues tuvieron el efecto de poner de nuestra parte al coronel. Favell le molestó, y yo lo vi en su cara y en el rápido movimiento de los labios. Estaba claro que no le creía, y que estaba de nuestra parte.

—Este hombre está borracho. Ni sabe de lo que está hablando.

—Borracho, ¿eh? —gritó Favell—. Nada de eso, mi buen amigo. Usted será magistrado y coronel, por añadidura; pero no me impresiona. Para una vez en la vida que me apoya la ley, voy a aprovecharme. No es usted el único magistrado del condado. Hay otros que no tienen la cabeza hueca y que saben lo que es justicia. No son militares incompetentes, retirados forzosos hace años, que ahora se pasean exhibiendo unas cuantas filas de medallas de guardarropía. Max de Winter mató a Rebeca, y lo probaré.

—Un momento, Favell —dijo el coronel, en voz baja y tranquila—. ¿No estuvo usted en la vista? Sí, me acuerdo ahora que le vi allí. Si tan escandalosa le parece la injusticia cometida, ¿por qué no se lo dijo al jurado y al
coroner
mismo? ¿Por qué no sacó usted esa carta durante la vista?

Favell miró un momento y luego se echó a reír.

—¿Que por qué? ¡Porque no me ha dado la gana! Porque prefería entendérmelas con De Winter personalmente.

—Por eso le telefoneé a usted —dijo Maxim, viniendo hacia nosotros desde la ventana—. Ya habíamos escuchado, antes de que usted viniera, las acusaciones de Favell, y le pregunté lo mismo que usted. ¿Por qué no comunicó sus sospechas al
coroner
? Parece, según me dijo, que no es hombre de fortuna, y si yo estuviera dispuesto a asegurarle una renta anual de dos mil o tres mil libras, me promete no volver a molestarme. Frank estaba presente, y mi mujer también. Le ruego que les pregunte.

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