Pasó junto a nosotros una mariposa, alocada, sin dirección fija.
—Ya viste lo que dijeron —prosiguió—. Creen que se quedó encerrada en el camarote. El jurado creerá lo mismo. Phillips se lo dirá.
Hizo una pausa, y yo continué callada.
—Tú eres mi única preocupación. Lo demás no me importa. Si viviera otra vez, haría exactamente igual. Estoy contento de haber matado a Rebeca. Nunca, nunca me remorderá la conciencia por haberlo hecho. Pero no puedo quitarme de la cabeza el daño que esto te ha causado. Durante toda la comida he estado mirándote, sin poder pensar en otra cosa. Ya no tienes en los ojos aquella mirada encantadora, tan tuya, de niña, que yo quería tanto. Ya no volverás a tenerla. También la maté cuando te dije lo de Rebeca. Estas veinticuatro horas te han echado muchos años encima.
A
QUELLA tarde, cuando Frith trajo el periódico de la localidad y lo dejó sobre la mesa, vi los grandes titulares de la primera página. Maxim no estaba porque había subido temprano a vestirse para cenar. Se quedó Frith parado unos momentos, como si esperase que le dijera algo, y me pareció necio y hasta grosero no mencionar un asunto que indudablemente significaba mucho para todos los de la casa.
—Es terrible, Frith —le dije.
—Sí, señora. Todos lo sentimos mucho.
—Es triste para el señor tener que volver a remover lo pasado.
—Sí, señora, muy triste. Es tremendo tener que pasar por el trance de identificar un segundo cadáver. Supongo que no cabe duda de que esta vez se trata verdaderamente de la difunta señora.
—Así lo creo. No hay duda posible.
—Es muy extraño, señora, que se dejase la señora coger en el camarote como en una trampa. La señora sabía navegar muy bien.
—Sí. Eso es lo que decimos todos. Pero a veces no se puede evitar un accidente. Y supongo que nunca sabremos cómo ocurrió.
—No es probable, señora. Pero es terrible. La servidumbre está toda muy apenada. Y luego, que haya ocurrido tan de pronto, justo después del baile. Parece…, que no debería haber pasado tan enseguida.
—Tiene usted razón, Frith.
—¿Se va a abrir alguna investigación, señora?
—Sí; por pura fórmula.
—Naturalmente, señora. ¿Será necesario que declaremos algunos de nosotros?
—Creo que no.
—Permítame la señora que diga que yo consideraría un honor poder hacer algo por los señores. El señor lo sabe muy bien.
—Sí, Frith. Estoy segura de que lo sabe.
—He prohibido a la servidumbre que hable del asunto; pero es muy difícil vigilarlos a todos. Sobre todo a las criadas. De Robert, naturalmente, me encargo yo. La noticia ha sido un golpe terrible para la señora Danvers.
—Era de suponer.
—Se fue a su cuarto en cuanto terminó de comer y no ha vuelto a bajar. Alice, que le ha llevado hace un rato una taza de té y el periódico, me ha dicho que parece estar enferma.
—Lo mejor que puede hacer es quedarse en su cuarto. Si no se encuentra bien, no tiene sentido que baje. Puede que Alice se lo quiera decir. Ya nos las arreglaremos entre el cocinero y yo para pedir las cosas.
—Sí, señora. Yo no diría que está enferma. Es únicamente el golpe que ha sufrido al enterarse del hallazgo del cuerpo de la difunta señora. La señora Danvers la quería mucho.
—Ya, ya lo sé.
Salió Frith, luego de decir esto, y eché una rápida ojeada al periódico antes de que bajara Maxim. El caso llenaba toda una columna de la primera plana, ilustrada con una horrorosa y medio borrada foto de Maxim, sacada por lo menos unos quince años antes. Era terrible verle allí, mirándome fijamente. Luego había una gacetilla, al final de la página, acerca de mí, explicando quién era la segunda mujer de Maxim, y refiriéndose a continuación al baile de disfraces. Así impreso, con aquellas letras negras, sonaba como si hubiéramos hecho algo malo y cruel. Describían a Rebeca, bellísima, inteligente, adorada por todos; luego contaban su muerte, ahogada, y, a renglón seguido, decían cómo a la primavera siguiente Maxim se había vuelto a casar, llevando inmediatamente a Manderley su segunda mujer (así lo decían), y dando en su honor un fastuoso baile de disfraces. Y a la mañana siguiente se había hallado el cadáver de su primera mujer, ahogada, encerrada en el camarote de un barquichuelo, en el fondo de la bahía.
Todo lo que decían era cierto, pero salpicado de ligeras inexactitudes que hacían el relato más picante, más del gusto de los centenares de lectores que exigían su ración de emociones diarias por un penique. Pero todo ello daba la impresión de que Maxim era un ser repugnante, una especie de sátiro, que después de traer a Manderley a su «joven desposada» —como decía el periódico— había organizado, sin esperar un momento, un ostentoso baile, como si él y yo quisiéramos exhibirnos ante todo el mundo.
Escondí el periódico debajo de un almohadón para que Maxim no lo viese, pero no pude hacer otro tanto con los periódicos de la mañana. El relato aparecía también en los periódicos de Londres, encabezado por una fotografía de Manderley, Manderley era «noticia» y Maxim también. A Maxim lo llamaban «Max de Winter», lo que tenía un tono de antipática e inoportuna confianza. Todos los periódicos hacían mucho hincapié sobre el hecho de que el hallazgo del cuerpo de Rebeca ocurriera al día siguiente del baile, como si éste se hubiese celebrado sabiendo lo que iba a suceder. Dos periódicos decían que lo ocurrido era «irónico», y puede que lo fuera. Todo ello resultaba… ¡interesante! Vi cómo Maxim, sentado ante su desayuno, iba palideciendo más y más, según leía los periódicos, uno tras otro, sin olvidar el de la localidad. No dijo nada, sino que se limitó a mirarme, y yo le tendí la mano.
—¡Canallas! —dijo en voz baja—. ¡Canallas! ¡Más que canallas!
Pensé en todo lo que dirían si supieran la verdad. No ya una columna, sino cinco o seis. Pancartas en Londres. Los vendedores de periódicos lo vocearían en las escaleras del metro. Y en los anuncios, en la mitad de los anuncios, aparecería esa palabra espantosa de siete letras, en tipo grueso y negro.
Frank vino después del desayuno. Parecía fatigado y tenía la cara ojerosa, como si no hubiese dormido.
—Vengo de teléfonos de decir que desvíen a la oficina todas las llamadas que vengan para Manderley —le dijo a Maxim—, sea quien sea. De los reporteros me encargo yo. Y de todos los demás, también. No quiero que os estén molestando a los dos. Ya ha llamado bastante gente de los alrededores, y a todos les he contestado lo mismo: que los señores de Winter agradecen su amable interés y que esperan que todas sus amistades comprendan sus deseos de no hablar por teléfono durante los próximos días. Tu hermana llamó a eso de las ocho y media. Quería venir, sin perder un momento.
—¡Dios mío! —dijo Maxim.
—No te apures. La he convencido para que no venga, diciéndole que no puede hacer nada, y que tú no querías más compañía que la de tu mujer. Me preguntó que cuándo se va a celebrar la encuesta judicial, y le he dicho que aún no está decidido. Lo que temo es que no podamos evitar que venga si se entera por los periódicos cuándo se celebra.
—¡Malditos periodistas!
—Sí, desde luego. A todos nos gustaría retorcerles el pescuezo, pero hay que ponerse en su lugar. Lo hacen por ganarse sus garbanzos. Tienen que informar a sus periódicos de todo. Si no mandan artículos sensacionalistas, lo más probable es que el director los ponga en la calle. Si el director no consigue que su periódico se venda bien, la empresa le echa a él, porque si no se vende bien, pierde dinero la empresa… No tendrás que verlos ni que hablar con ellos, Maxim. Yo me entenderé con ellos. Lo que tienes que hacer es pensar bien en la investigación y nada más.
—Sé perfectamente lo que tengo que decir.
—Naturalmente que lo sabes; pero no olvides que el
coroner
[*]
, ese vejete de Horridge, es un pesado a quien le encanta investigar hasta los detalles más insignificantes, para demostrar al jurado lo bien que lo hace. Tienes que tener cuidado, no te vaya a hacer perder la paciencia.
—¿Por qué diablos voy a perder la paciencia? No creo que tenga ningún motivo para estar preocupado.
—Claro que no. Pero yo he presenciado muchos interrogatorios y sé que es fácil ponerse nervioso. Y no querrás ponerle contra ti.
—Frank tiene mucha razón —intervine yo—. Comprendo perfectamente lo que quiere decir. Cuanto más suavemente y más deprisa vaya todo, más malos ratos nos ahorraremos. Cuando se termine procuraremos olvidarlo, como seguramente hará todo el mundo, ¿verdad, Frank?
—Naturalmente —respondió.
Aún rehuía mirarle a los ojos, pues estaba cada vez más convencida de que sabía la verdad, y la había sabido siempre. Me acordé de cuando le conocí, el primer día que pasé en Manderley, en que él y Giles y Beatrice estuvieron a comer, y ésta hizo algunos comentarios acerca de la salud de Maxim. Frank desvió tranquilamente la conversación, ayudando, sin que nadie lo notara, a Maxim, como lo hacía siempre que algo le amenazaba. Recordé también que siempre mostró evidente desgana al hablar de Rebeca, y su procedimiento pomposo y ceremonioso de intervenir en el mismo momento que una conversación amenazaba tornarse íntima. Y, al recordarlo, lo comprendí todo. Frank estaba en el secreto, sin que Maxim lo sospechara. Y Frank no quería que Maxim se diera cuenta. Los tres habíamos alzado entre nosotros estúpidas barreras que nos aislaban de los demás.
El teléfono no volvió a molestarnos. Todas las llamadas iban a parar a la oficina. No teníamos nada que hacer, sino esperar. Esperar al martes.
A la señora Danvers no la vi por ningún lado. Todos los días me encontraba con el menú preparado, pero no lo volví a cambiar. Pregunté por ella a Clarice. Me dijo que atendía a sus ocupaciones corrientes, pero sin hablar con nadie, y que comía y cenaba en su despachito.
Clarice, los ojos muy abiertos, sentía una enorme curiosidad; pero ni me preguntó nada ni yo estaba dispuesta a discutir el asunto con ella. Probablemente, en la cocina no hablarían de otra cosa, ni en la finca, ni en la portería, ni en las granjas. Y Kerrith supuse estaría lleno de habladurías. Nosotros solamente salíamos al jardín, sin alejarnos de la casa, sin siquiera llegar al bosque. El tiempo aún no había cambiado, y hacía un bochorno agobiante. El aire estaba cargado y nubes henchidas de lluvia, que no llegaba a caer, ocultaban el sol, blancas y pesadas. Yo notaba la lluvia escondida detrás de las nubes, y hasta la olía.
La encuesta iba a celebrarse el martes, a las dos de la tarde. A la una menos cuarto nos sirvieron la comida. Frank se quedó a comer. Afortunadamente, Beatrice había telefoneado que le era imposible venir, pues Roger, su hijo, había cogido el sarampión, y estaban todos los de la casa en cuarentena. Bendije al sarampión, pues creo que Maxim no hubiera podido aguantar tener a Beatrice en casa, sincera, verdaderamente preocupada, cariñosa, pero haciendo preguntas sin cesar. Preguntas, preguntas y preguntas.
Aquel almuerzo fue una comida rápida y tensa. Ninguno hablamos gran cosa. Yo sentía de nuevo aquella extraña sensación de angustia y no tenía hambre, ni casi podía tragar. Cuando acabó la farsa de la comida fue un alivio. Maxim salió al jardín y oí cómo ponía en marcha el motor del coche. El runrún del automóvil me tranquilizó. Era la señal de partida, era la señal de algo que hacer, en lugar de permanecer sentados en Manderley. Frank nos siguió en su cochecito. Durante todo el camino conservé mi mano sobre la rodilla de Maxim, mientras él conducía.
No parecía estar nervioso, sino completamente tranquilo. En cuanto a mí, me parecía ir en coche hacia un sanatorio con alguien a quien fueran a operar, y sin saber qué ocurriría, sin saber cómo saldría la operación. Tenía las manos heladas y el corazón me latía, como a tropezones, como si no supiera llevar el compás. Y aquella angustia, aquella incesante angustia, honda, muy honda… La vista iba a celebrarse en Lanyon, seis millas más allá de Kerrith. Tuvimos que dejar los coches en la plaza del mercado, grande y empedrada. El coche del doctor Phillips estaba ya allí, y también el del coronel Julyan y otros. Vi que una mujer miraba con curiosidad a Maxim, y luego daba con el codo a su acompañante.
—Creo que será mejor que yo me quede aquí —dije—. Me parece que, después de todo, no voy a entrar con vosotros.
—Si yo no quería que vinieras —me respondió Maxim—. Hubieras estado mucho mejor en Manderley. Te lo he dicho.
—No, aquí sentada en el coche, estaré bien.
Frank llegó y metió la cabeza por la ventanilla.
—¿No viene usted?
—No —respondió Maxim—. Prefiere quedarse en el coche.
—Hace usted bien. Estará mejor aquí. Terminaremos enseguida.
—Aquí espero.
—De todos modos, le guardaré un sitio, por si cambia usted de manera de pensar.
Se alejaron juntos y yo me quedé allí sentada. Aquel día les tocaba cerrar temprano a las tiendas, y éstas presentaban un aspecto abandonado y triste. Apenas se veía a nadie. Desde luego, Lanyon nunca ha sido lugar de veraneo, pues está en el interior. Miraba sentada a las tiendas, mientras comenzaron a correr los minutos, y yo me preguntaba qué estaban haciendo el
coroner
, Frank, Maxim, el coronel Julyan… Bajé del coche y empecé a pasearme por la plaza del mercado. Me paré ante un escaparate. Luego seguí mis pasos. Vi que un guardia me miraba con curiosidad, y para escapar de él me metí por una bocacalle.