Ahora yo quedaba libre para estar con Maxim, para tocarle y abrazarle y quererle. Nunca más volvería a ser una chiquilla. Ya no sería yo, yo todo el tiempo, seríamos nosotros. Los dos juntos, él y yo, saldríamos al encuentro de cualquier amenaza.
Nadie nos podría separar ya. Ni Searle, ni el buzo, ni Frank, ni la señora Danvers, ni Beatrice, ni la gente de Kerrith con sus periódicos. No era cierto que la felicidad nos hubiera llegado demasiado tarde. Yo no era ya una chiquilla tímida y miedosa. Lucharía por Maxim y mentiría y cometería los perjurios que fueran necesarios, y si era preciso imprecaría a los dioses y elevaría mis oraciones al mismo tiempo. Rebeca no había ganado; Rebeca…, ¡había perdido!
Se llevó Robert el servicio del té y volvió Maxim.
—Era el coronel Julyan —me dijo—. Acaba de hablar con Searle. Vendrá mañana en la lancha. Searle le ha contado lo ocurrido.
—¿El coronel Julyan? ¿Qué tiene que ver él con esto?
—Es el magistrado
[*]
de Kerrith. Tiene que presenciarlo todo.
—¿Qué te dijo?
—Que si yo me había formado ya alguna opinión acerca de la identidad del cadáver.
—¿Y tú?
—Le he dicho que no, que todos creíamos que Rebeca iba sola. Le he dicho que no sabíamos de ningún amigo…
—Y…, ¿qué te respondió?
—Que si me parecía posible haber cometido un error cuando fui a Edgecombe.
—¿Ya se le ha ocurrido eso?
—Sí.
—¿Y tú?
—Le dije que tal vez, que no sabía.
—Entonces, ¿estará contigo cuando icen el yate? ¿Él y Searle y el médico?
—Y el inspector Welch también.
—¿El inspector Welch? ¿Un policía?
—Sí.
—¿Para qué?
—Es la costumbre cuando se descubre un cadáver.
Callamos y de nuevo volvió la angustia a atenazarme las entrañas.
—Puede que no sea posible sacar a flote el yate —dije.
—Sí, puede.
—Entonces…, no podrían hacer nada con el cadáver.
—No lo sé.
Se puso a mirar por la ventana. Estaba el cielo blanco y encapotado, como cuando llegué yo de las rocas. No soplaba ni la más ligera brisa. Todo estaba tranquilo y apacible.
—Hace una hora creí que iba a comenzar a soplar del sudoeste, pero se ha calmado el viento —dijo.
—Sí.
—Mañana estará el mar muy tranquilo para el buzo.
Empezó a sonar el teléfono otra vez. Había algo angustioso en ese agudo timbre que sonaba con una urgencia ruidosa. Maxim salió del cuarto, para contestar, cerrando la puerta tras él, como antes. Aún sentía que algo me oprimía las entrañas, y cuando sonó el timbre del teléfono el dolor se hizo más intenso. Aquel timbre me trajo a la memoria mi niñez, pues esa sensación la había notado cuando aún siendo muy niña, sin comprender lo que pasaba, me acurrucaba junto a un armario, debajo de la escalera de mi casa, mientras en las calles de Londres sonaban terribles estampidos. La sensación era idéntica; la angustia, la misma.
Volvió Maxim a la biblioteca y dijo:
—¡Ya empezamos!
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —dije, mientras me quedaba repentinamente fría.
—Era un reportero del
Country Chronicle
. Que si era verdad que habíamos encontrado el yate de la difunta señora de Winter.
—¿Qué le has dicho?
—Que se había encontrado una embarcación y que no sabíamos nada. Que puede que no sea el barco de Rebeca.
—¿No te dijo más?
—Sí. Me preguntó que si era cierto el rumor que corría acerca del hallazgo de un cadáver en el camarote.
—¡No!
—Sí. Alguien ha debido de decir algo. Searle, desde luego que no. Pero el buzo, o uno de sus amigos… No es posible hacer callar a esa gente. Mañana, a la hora del desayuno, lo sabrá todo Kerrith.
—Pero…, ¿qué le has dicho del cadáver?
—Que no sabía nada. Además, le he pedido que no vuelvan a molestarme por teléfono.
—Eso les va a sentar mal. Los vas a poner contra ti.
—¡Qué se le va a hacer! No quiero hacer declaraciones a los periódicos. Esa gente se cree que no tengo nada mejor que hacer que hablarles por teléfono y contestar a sus preguntas.
—Puede que necesitemos su ayuda.
—Si hay que luchar, lo haré sin ayudas. No quiero la protección de ningún periódico.
—El reportero llamará a otro. Al coronel Julyan o a Searle.
—Lo que es de esos dos no sacará mucho en limpio.
—¡Si pudiéramos hacer algo! Tenemos muchas horas por delante y las estamos desperdiciando sentados, sin hacer nada, esperando a que llegue el día de mañana…
—No podemos hacer nada —dijo Maxim.
Allí nos quedamos, sentados en la biblioteca. Maxim cogió un libro, pero estoy segura de que no leía. De vez en cuando alzaba la vista y se ponía a escuchar, como si oyera el teléfono. Pero éste no volvió a sonar, ni nadie nos molestó. Nos vestimos para cenar, como de costumbre, y me pareció increíble que la noche antes estuviera yo delante de mi espejo poniéndome mi vestido blanco, arreglando los rizos de la peluca. Todo aquello me parecía ya una pesadilla olvidada, algo que me venía a la memoria después de muchos meses. Cenamos. Frith, que ya había vuelto, nos sirvió con su cara solemne y sin expresión. ¿Habría estado en Kerrith? ¿Habría oído algo?
Después de cenar volvimos a la biblioteca. No hablamos mucho. Yo me senté en el suelo a los pies de Maxim, reclinando la cabeza sobre sus rodillas, mientras él me pasaba por el pelo el peine de sus dedos entreabiertos. Pero sus caricias ya no eran como las de antes, hechas sin pensar, como si estuviera rascando a Jasper. Notaba las yemas de sus dedos sobre la cabeza. De vez en cuando me besaba o me decía algo. Ya no se alzaba entre nosotros sombra alguna, y si permanecíamos callados a ratos, era por desearlo así. Y no pude menos de pensar cómo podía sentirme tan dichosa cuando tan negros nubarrones se cernían por encima de nosotros. Era una dicha indefinible la que sentía, y nada parecida a aquella con que soñara durante tantas horas de soledad. No era una felicidad febril y apasionada, sino sosegada y tranquila. Estaban abiertas de par en par las ventanas de la biblioteca, y cuando callábamos, entre caricia y caricia, fijábamos la vista en los oscuros y amenazadores nubarrones.
Aquella noche debió de llover, pues cuando desperté, poco después de las siete, y ya levantada me asomé al jardín, vi las rosas gotear colgadas de sus tallos y los bancales de césped húmedos y adornados de plata. El aire estaba ligeramente perfumado de neblina húmeda y de ese olor característico de las primeras hojas que caen. El otoño parecía haberse adelantado dos meses. Maxim se levantó a las cinco, sin que yo le oyera. Debió de hacerlo calladamente y salir silencioso por el cuarto de baño. Supuse que ya estaría en la bahía con el coronel Julyan, Searle y los tripulantes de la chalana. Allí estaría la barcaza, con su grúa y su gruesa cadena, levantando el yate de Rebeca. Esto lo pensé tranquilamente, sin sentir nada. Me los imaginé a todos allá en la bahía, mientras el oscuro casco del velero subía lentamente a la superficie, chorreando, cubiertos sus costados de conchas y de algas marinas. Cuando lo izaran a bordo de la chalana se escurriría el agua para volver al mar. La madera del casco estaría reblandecida, gris y pulposa. Olería a moho y barro y a las algas negruzcas que crecen en las profundidades del mar, junto a las rocas sumergidas que jamás conocen el aire. Tal vez pudiera leerse aún el nombre pintado en la proa:
Je reviens
, con las letras verduscas y borrosas. Los clavos estarían cubiertos de herrumbre, y Rebeca tirada en el suelo del camarote.
Me bañé y, vestida ya, bajé para desayunar a las nueve, como siempre. Junto a mi plato encontré un montón de cartas de gente agradeciéndome el baile. Leí algunas por encima. Frith me preguntó si tenía que guardar el desayuno para Maxim, y le contesté que no sabía cuándo iba a volver, añadiendo que tuvo que salir muy temprano. No me respondió. Parecía muy serio y solemne, y pensé si ya sabría lo ocurrido.
Cuando terminé el desayuno me llevé las cartas al gabinete. Olía allí dentro a cuarto sin ventilar. Abrí de par en par las ventanas, dejando entrar el fresco aire matinal. Encima de la chimenea vi unas flores mustias. Algunas estaban secas. El suelo estaba cubierto de pétalos caídos. Llamé al timbre y vino Maud, la doncella encargada de la limpieza.
—Esta mañana no han limpiado ustedes el gabinete —le dije—, y ni siquiera han abierto las ventanas. Esas flores están secas. Haga el favor de llevárselas.
La doncella, azorada, se disculpó.
—Perdone la señora.
Cogió las flores que había sobre la chimenea.
—Que no vuelva a ocurrir.
—No, señora.
Y se marchó, llevándose las flores. Jamás se me había ocurrido que fuera tan fácil ponerse seria. ¿Por qué me parecía tan difícil antes? En el escritorio vi el menú de la comida; salmón frío con mayonesa, chuletas en
aspic
, gelatina de pollo y un
soufflé
. Comprendí que eran restos de la noche del baile. Por lo visto, aún estábamos comiendo las sobras de la fiesta. Seguramente, era la misma comida fría que me prepararon el día antes, y que yo no comí. Los criados no parecían tener ganas de trabajar. Taché con lápiz el menú y llamé al timbre para que viniera Robert.
—Diga a la señora Danvers que mande preparar una comida caliente. Si aún quedan cosas frías que no las saquen a la mesa.
—Está bien, señora.
Salí detrás de él y fui al cuartito de las flores a buscar mis tijeras, y luego a la rosaleda para cortar unos capullos. La mañana ya se había templado. El día iba a ser tan caluroso y asfixiante como el anterior. ¿Estarían aún en la bahía, o habrían llegado a la ensenada de Kerrith? Ya sabría todo cuando volviera Maxim; pero, ocurriera lo que ocurriera, tendría que conservar la calma y vencer el miedo. Corté las flores y volví al gabinete. Ya habían cepillado la alfombra y recogido los pétalos. Comencé a arreglar las flores en los jarrones recién llenos de agua por Robert, y cuando ya casi había terminado, llamaron a la puerta.
—¡Entre!
Era la señora Danvers, y traía el menú en la mano. Estaba pálida, tenía ojeras y parecía muy cansada.
—Buenos días, señora Danvers.
—No comprendo —comenzó— por qué me mandó el menú y el recado con Robert. ¿Qué significa esto?
La miré con una rosa en la mano.
—Esas chuletas y ese salmón son los mismos que sirvieron ayer. Los vi en el aparador. Hoy quiero algo caliente. Si no quieren comer esas cosas en la cocina, es mejor que las tire. Hay tanto despilfarro en esta casa, que un poco más no se notará.
Se quedó callada, mirándome, mientras yo colocaba la rosa en el florero con las demás. Luego le dije:
—No vaya a decirme que no se le ocurre qué darnos. Estoy segura de que tiene usted en su cuarto menús para cualquier ocasión que pueda presentarse.
—No estoy acostumbrada a que se me manden recados con Robert. Si mi señora quería cambiar algo del menú, me llamaba ella misma por teléfono.
—Lo siento, pero no me interesa lo que solía hacer su señora. La señora ahora soy yo, y si me parece bien mandar recados con Robert, puede usted estar segura de que lo haré.
En aquel momento entró Robert en el cuarto y dijo:
—Señora, llaman por teléfono del
Country Chronicle
.
—Diga usted que no estoy en casa.
—Está bien, señora.
Y salió.
—¿Quiere usted algo más? —pregunté a la señora Danvers.
Continuó mirándome sin hablar.
—Si no tiene nada más que decir, más vale que vaya a la cocina a dar órdenes acerca de la comida. Estoy ocupada.
—¿Por que querían hablar con usted del
Country Chronicle
?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Es verdad —dijo muy despacio— lo que ha oído Frith en Kerrith ayer, que han encontrado el yate de mi señora?
—¿Le han dicho eso? No sé una palabra.
—Ayer vino aquí el capitán Searle, el jefe del puerto de Kerrith, ¿no? Me lo ha dicho Robert, que le abrió la puerta. Frith dice que el rumor que corre por Kerrith es que el buzo encontró ayer el yate.
—Puede que sí, pero más vale que espere usted que vuelva el señor y le pregunte a él.
—¿Por qué se levantó tan temprano el señor?
—Eso sólo le interesa a él.
Continuó mirándome fijamente, y añadió:
—Frith ha oído decir que encontraron un cadáver en el camarote. ¿Qué hace allí ese cadáver? Mi señora salía siempre sola.
—Es inútil que me pregunte. No sé más que usted acerca de todo eso.
—¿Está usted segura? —me preguntó, hablando muy despacio, sin dejar de mirarme.
Le di la espalda y coloqué el florero encima de la mesita, junto a la ventana.
—Dispondré otra comida —me dijo.
Se quedó esperando unos segundos, pero como yo callara, salió de la habitación. Ya no me asustaba, pensé. Había perdido el poder que tenía sobre mí, al mismo tiempo que Rebeca. Ya nada que pudiera decir o hacer me importaría o haría daño. Sabía que era mi enemiga, pero me daba igual. Únicamente…, si averiguara de quien era el cadáver hallado y se pusiera en contra de Maxim…, ¿qué podría hacer? Me senté en una silla y dejé las tijeras sobre la mesa. Se me habían acabado las ganas de continuar arreglando flores. No hacía sino pensar en lo que estaría haciendo Maxim. ¿Y para qué habría vuelto a llamar el reportero del
Country Chronicle
? Volví a notar que se apoderaba de mí la dolorosa angustia de antes. Me asomé a la ventana. Hacía un calor bochornoso. Estaba amenazando tormenta. Los jardineros comenzaron de nuevo a segar el césped. Vi a uno que caminaba con su máquina de un lado a otro, por la cima del repecho. No pude aguantar más tiempo el estar allí sentada en el gabinete. Dejé las tijeras y las rosas y salí a la terraza, comenzando a pasear por ella. Jasper me seguía sin hacer ruido, pensando por qué no le sacaba a dar un paseo. Continué mis idas y venidas, hasta que a eso de las once y media salió Frith del vestíbulo para decirme:
—Señora, el señor está al teléfono.
Pasé por la biblioteca hasta llegar al cuartito del teléfono. Cuando levanté el auricular me temblaban las manos.
—¿Eres tú? Soy yo, Maxim. Estoy hablando desde la oficina. Frank está conmigo.
—¿Qué hay?
Hubo una pequeña pausa, y luego siguió:
—Frank y el coronel Julyan comerán con nosotros, a eso de la una.