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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (46 page)

BOOK: Rebeca
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»Apagó contra el cenicero el cigarrillo que estaba fumando, se levantó y se desperezó, estirando los brazos por encima de la cabeza.

»—Tienes razón, Max —me dijo—. Ya es hora de que cambie de vida.

»Noté lo pálida y delgada que estaba. Comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Vestida con su traje de marinero, parecía un muchacho, un muchacho bello, como un ángel de Botticelli.

»—¿Se te ha ocurrido pensar lo difícil que te sería acusarme de nada? Ante un tribunal, quiero decir, si quisieras divorciarte. ¿No comprendes que no tienes la más mínima prueba contra mí? Todos tus amigos, y hasta los criados, creen que el nuestro es un matrimonio perfecto.

»—¿Y Frank? —le pregunté—. ¿Y Beatrice?

»Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

»—¿Qué podría decir Frank de mí? —dijo—. ¿Quién le haría caso si yo negaba lo que él dijera? Y en cuanto a Beatrice… ¿no creería todo el mundo, al verla declarar contra mí, que se trataba sencillamente de una mujer celosa, cuyo marido perdió la cabeza en una ocasión e hizo una tontería? No, hijo, no; te ibas a ver muy apurado para poder probar nada en mi contra.

»Se quedó mirándome, columpiándose sobre las puntas de los pies y los talones, mientras sonreía. Luego continuó:

»—¿No comprendes que me sería muy fácil hacer que Danny, mi doncella particular, jurase lo que me diera la gana ante el tribunal, y que los demás criados, siguiendo su ejemplo, harían otro tanto? Todos creen que vivimos en Manderley como marido y mujer. Y lo mismo creen todos tus amigos, toda la gente que conocemos. ¿Me quieres hacer el favor de decirme cómo vas a probar que no es verdad?

»Se sentó sobre la mesa, dejando colgar las piernas y sin dejar de mirarme.

»—¿No crees que hemos desempeñado demasiado bien nuestros papeles de esposos enamorados?

»Aún me parece estar viéndola, balanceando un pie calzado con una sandalia a rayas. Me ardía el cerebro y me quemaban los ojos.

»—Danny y yo podríamos ponerte en ridículo —dijo tranquilamente— hasta tal punto, que nadie creería ni una palabra de lo que dijeras; absolutamente nadie.

»Y continuó moviendo de un lado al otro aquel maldito pie con su sandalia de rayas azules y blancas.

»De repente, saltó de la mesa y se quedó delante de mí, sonriendo, con las manos aún en los bolsillos.

»—Si tuviera un niño, Max —dijo—, ni tú ni nadie podríais probar que no es tuyo. Crecería aquí, en Manderley, y llevaría tu nombre. No podrías evitarlo. Y cuando tú te murieras, heredaría Manderley. Tampoco podrías evitar eso. La finca está vinculada. ¿No te gustaría tener un heredero, un heredero para tu adorado Manderley? ¡Cómo disfrutarás viendo a mi hijo arropadito en su coche, debajo del castaño, jugando y cazando mariposas en el Valle Feliz…! Será, indudablemente, la emoción más grande de tu vida ver cómo va creciendo mi hijo, y saber que cuando te mueras esto pasará a ser suyo…

»Calló un minuto, balanceándose, y encendiendo un cigarrillo se fue hacia la ventana. Luego se puso a reír, y a reír… Creí que no callaría nunca.

»—¡Qué divertido! ¡Qué deliciosamente divertido, qué estupendamente divertido! ¿No te he dicho que ya es hora de que cambie de vida? ¡Pues ya sabes por qué! ¡Qué contentos se pondrán los encantadores, los necios de tus arrendatarios! Vendrán a darme la enhorabuena, a decirme que eso era lo que siempre habían esperado. Ya verás qué buenísima madre voy a ser, Max. Igualito que he sido la esposa perfecta. Y nadie adivinará la verdad, ¡absolutamente nadie!

»Dio media vuelta y se quedó mirándome, sonriendo, con una mano metida en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando el cigarrillo. Aún sonreía cuando la maté. Le disparé al corazón. La bala le atravesó de parte a parte. Pero no cayó inmediatamente, sino que permaneció en pie unos instantes, mirándome fijamente, aún sonriente y con los ojos completamente abiertos…

Maxim había ido bajando la voz hasta ser ya solamente un murmullo. La mano que tenía entre las mías estaba helada. No quise mirarle. Tenía mis ojos fijos en Jasper, que dormía junto a mí, tumbado en la alfombra, golpeando de cuando en cuando el suelo con el rabo.

—Me había olvidado —continuó Maxim con voz sorda, cansada y sin expresión—, de que cuando se mata a una persona salía tanta sangre.

En aquel momento vi un agujero en la alfombra, junto al rabo de Jasper. Un agujero quemado por una colilla. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? Hay gente que dice que la ceniza es buena para las alfombras.

—Tuve que ir a la playa a por agua —dijo Maxim— y hacer Dios sabe cuántos viajes. Incluso en la chimenea, a la cual ni siquiera se había acercado Rebeca, descubrí una mancha. Y luego, un gran charco junto a ella. Comenzó a soplar el viento. La ventana, abierta, estuvo dando portazos todo el tiempo, mientras yo trabajaba arrodillado en el suelo, con un trapo y el cubo de agua a mi lado.

«Y la lluvia sobre el tejado —pensé—; se le ha olvidado el tamborileo de la lluvia sobre el tejado, sin demasiado ruido.»

—La llevé al barquito —dijo—. Serían las once y media; puede que las doce. La noche estaba muy oscura. No había luna. El viento soplaba del oeste, medio huracanado. La bajé al camarote, y allí la dejé. Tuve que maniobrar para salir de la bahía, remolcando el bote contra la marea. El viento me era favorable, pero soplaba a rachas y no me ayudaba, pues el velero estaba al abrigo del promontorio. Se me enredó la vela mayor al tratar de izarla. Hacía ya mucho tiempo que no manejaba un velero, pues nunca iba con Rebeca.

Medió un silencio agobiante.

—La marea —continuó Maxim— era fuerte y entraba en la bahía con violencia. El viento me llegaba desde el promontorio como si saliera por un embudo. Conseguí sacar el velero más allá de la boya luminosa y traté de virar para evitar la escollera. El foque se sacudía dando latigazos. No supe arriarlo, y cuando sopló una fuerte bocanada de viento, se rasgó enrollándose en el mástil. La vela se estremecía, haciendo ruido de tormenta y restallando encima de mi cabeza como un látigo. No conseguí acordarme de lo que tenía que hacer. Traté de alcanzar el foque, pero solamente conseguí desplegarlo como una bandera. Otro golpe de viento, que ahora soplaba de cara, comenzó a hacer que el barco fuera de costado, acercándose a la escollera. Estaba la noche tan oscura, que no se veía en absoluto nada de lo que había sobre la cubierta, escurridiza y negra. No sé cómo, bajé al camarote, llevando una barra de hierro. Vi que si no me daba prisa no me daría tiempo, pues cada vez nos acercábamos más a la escollera, y continuando en aquella dirección, pronto nos encontraríamos en los bajíos. Abrí las espitas y hundí la barra de hierro en las planchas del casco. Una de las planchas se rompió en dos. Comenzó a entrar agua. Clavé la barra en otro sitio. El agua me llegaba ya a los tobillos. Allí dejé a Rebeca, tirada en el suelo. Cerré las dos ventanillas, y la puerta, con cerrojo. Cuando subí a cubierta estábamos a veinte metros de la escollera. Cogí algunas de las cosas que había sobre cubierta y las tiré al mar: un salvavidas, un par de remos, un rollo de cuerdas. Salté al bote, remé con fuerza y me puse a mirar. El velero continuaba acercándose a la costa, mientras se hundía de proa. El foque continuaba fustigando el aire, restallando como un látigo. Pensé que acaso lo oyese alguien, alguien que anduviera de paseo por el acantilado o pescadores de Kerrith que estuviesen por allí, aunque yo no los viera. El barquito se fue empequeñeciendo hasta no ser sino una sombra negra sobre el agua. El mástil comenzó a temblar y a crujir. De repente, el yate se tumbó de costado, y se hundió después de saltar el mástil en dos pedazos. El salvavidas y los remos quedaron flotando a poca distancia de mí. El velero había desaparecido, pero aún estuve un rato mirando el sitio donde le había visto por última vez. Luego me puse a remar y volví a tierra. Había comenzado a lloviznar.

Calló. Aún continuaba con la mirada fija en el vacío. Luego me miró, sentada yo en el suelo, a su lado.

—Eso es todo —dijo—; ya te lo he dicho todo. Dejé el bote amarrado a la boya, como ella hubiera hecho. Volví a la casita para examinarla. El suelo estaba mojado de agua de mar, pero podía haberlo hecho la misma Rebeca. Subí por el camino del bosque y vine a casa. Subí la escalera y penetré en el vestidor. Me acuerdo de cómo me desnudé. La llovizna se había convertido en aguacero, y hacía mucho viento. Estaba sentado en la cama, cuando llamó a la puerta la señora Danvers. Le abrí, después de ponerme la bata, y le hablé. Estaba preocupada por Rebeca. Le dije que se acostara y volví a cerrar la puerta. Me quedé un largo rato sentado junto a la ventana, mirando la lluvia y escuchando el ruido del mar, que rompía en la playa.

Permanecimos sentados, sin decir nada, sus manos heladas entre las mías, mientras yo me preguntaba por qué no vendría Robert a llevarse las cosas del té.

—Pero se hundió demasiado cerca de tierra. Yo pensaba haberlo echado a pique en alta mar. Allí no la hubieran encontrado nunca. ¡Pero estaba tan cerca!

—Ha sido por el barco que encalló —le dije—. Si no, no hubiera pasado nada. Nadie hubiera sospechado lo ocurrido.

—Estaba demasiado cerca.

Volvimos a callar. Estaba muy cansada.

—Sabía que esto tenía que ocurrir algún día. Lo sabía incluso el día que fui a Edgecombe a identificar aquel cadáver, como si fuera el suyo. Todo era cuestión de tiempo. Rebeca ganaría al final. Que yo te encontrara a ti, eso no podía cambiar nada. Que yo te quiera… ¡Qué más da! Rebeca tenía que ganar al final. Rebeca sabía que sería ella quien ganaría la partida. Lo vi en su sonrisa cuando murió.

—Rebeca está muerta —le dije—. Eso es lo que no tenemos que olvidar. No puede hablar ni acusarte. Ya no puede hacerte más daño.

—¿Y su cadáver? El buzo lo ha visto. Está allí, tirado en el suelo del camarote.

—Hay que explicarlo. Diremos que se trata de otra persona, de alguien que tú no conoces.

—Pero sus cosas están allí. Las sortijas. Aunque la ropa se haya podrido en el agua, algo encontrarán que les dirá de quién se trata. No es como un cuerpo que cae al mar y que luego se destroza contra las rocas. El camarote está intacto… Seguramente está allí, en el suelo, tal como la dejé. El barco está en buen estado, a pesar del tiempo que ha pasado. Nadie lo ha tocado. Está descansando sobre la arena del mar, en el mismo sitio en que se hundió.

—¿No se descompone un cuerpo en el agua —pregunté—, aunque esté allí sin moverse? El agua lo descompondrá, ¿no?

—No sé. No lo sé.

—¿Cómo vamos a saberlo?

—El buzo volverá a bajar mañana, por la mañana, a las cinco y media. Searle lo ha dispuesto todo. Van a intentar poner el velero a flote. No habrá allí nadie. Voy a ir con ellos. Va a mandar su lancha para que me recoja en la playa, a las cinco y media.

—¿Y después? Si lo ponen a flote, ¿qué van a hacer?

—Searle va a llevar la chalana grande y la anclará lo más cerca que pueda. Si la madera del velero no está podrida y aguanta, lo izarán a bordo de la chalana con la grúa. Entonces se lo llevarán a Kerrith. Searle me ha dicho que varará la chalana en la ensenada abandonada que está antes de entrar en el puerto de Kerrith. Dejará el velero sobre la arena para que salga todo el agua. Cuando está la marca baja no pueden llegar allí las barcas de los curiosos, pues encontrarían más barro que agua. Va a llevar un médico.

—¿Para qué? ¿Qué va a hacer allí un médico?

—No lo sé.

—Si descubren que se trata de Rebeca, tienes que decir que te equivocaste al identificar el otro cadáver. Una espantosa equivocación. Tienes que decir que cuando fuiste a Edgecombe estabas enfermo y no sabías lo que estabas haciendo. Que no estabas seguro… Que solamente te pareció…, y te equivocaste. Eso es. ¿Verdad que vas a decirlo?

—Sí.

—No pueden probar nada. No te vio nadie aquella noche. Tú estabas acostado. No pueden probar nada. Nadie sabe lo ocurrido sino tú y yo. Nadie. Ni siquiera Frank. Somos los únicos que lo sabemos, ¿verdad que sí?

—Sí.

—Se creerán que el barco volcó y se fue a pique cuando ella estaba en el camarote. Se creerán que había bajado por un cabo, y, de pronto, un golpe de viento hizo zozobrar el barco. ¿Verdad que es eso lo que se creerán? ¿Verdad que sí?

—No lo sé.

En esto empezó a sonar el timbre del teléfono en el cuartito que daba a la biblioteca.

Capítulo 21

E
NTRÓ Maxim en el cuartito y cerró la puerta. A los pocos minutos se presentó Robert para recoger el servicio del té. Le di la espalda para que no me viera la cara. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que empezara a correr la voz, hasta que llegara a la cocina, a Kerrith? ¿Cuándo se enteraría la gente?

Oí el murmullo de la voz de Maxim encerrado en el cuartito. Me atenazó una angustia en la boca del estómago como la que siente quien espera a lo desconocido. El sonido del timbre del teléfono pareció despertar cada nervio de mi cuerpo, antes adormecidos. Había estado sentada en el suelo, frente a Maxim, su mano entre las mías, mi cabeza reclinada en su hombro, como si todo fuera un sueño. Mientras escuchaba su relato, parte de mi persona había cambiado tras él como una sombra. También yo había matado a Rebeca y hundido el yate y, junto a él, estuve escuchando el rumor del viento y del mar. También yo había estado esperando la llamada de la señora Danvers. Todo lo había compartido con él, todo y aun más. Pero la otra mitad de mi persona estuvo sentada todo el tiempo sobre la alfombra, impasible y distanciada, pensando en una sola cosa que me repetía sin cesar a mí misma: «No quería a Rebeca; Maxim no estaba enamorado de Rebeca». Pero aquella llamada de teléfono había reunido mis dos mitades, y una vez más estaba allí toda entera, como antes, la misma de siempre. Sin embargo, sentía algo que era nuevo; a pesar de la ansiedad y la preocupación, me encontraba más ligera y descansada. Ya no tenía miedo a Rebeca, ya no la odiaba. Al saber que había sido una mujer malvada, viciosa y corrompida, se disipó mi odio, pues ya no podría hacerme ningún daño. Ahora me sentaría ante su escritorio y tocaría su pluma y miraría aquellos casilleros, sin que nada me importase. Y si iba a su cuarto y me asomaba a su ventana, como había hecho poco antes, no sentiría ya miedo alguno. El poder de Rebeca sobre mí se había desvanecido como la niebla, y ya nunca más me atormentaría su recuerdo, ni me perseguiría al bajar la escalera, ni se sentaría a mi lado en el comedor, ni se asomaría al vestíbulo para espiarme. Maxim no la había querido nunca, y yo no la odiaba ya. Habían aparecido su cuerpo y su yate, de nombre curiosamente profético,
Je reviens
, pero yo me había librado de ella para siempre.

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