—¡Maxim! ¡Maxim!
Encendió un cigarrillo, y permaneció callado unos instantes junto a la ventana, para luego renovar sus paseos por la habitación.
—Estuve a punto de matarla entonces… Hubiera sido muy fácil: un paso en falso…, un pie que se va… ¿Te acuerdas del precipicio? ¡Buen susto te di!, ¿no? Creíste que me había vuelto loco. Y puede que lo estuviera. Puede que ahora mismo lo esté. Es fácil perder el juicio cuando llevamos un demonio dentro.
No podía dejar de mirarle, paseando sin cesar de arriba abajo…
—Allá, al borde del precipicio, me hizo una propuesta: «Yo llevaré tu casa —me dijo—, y lograré hacer de ella la más famosa y conocida del reino, si quieres. Vendrá la gente a visitarnos y nos envidiarán y hablarán de nosotros para decir que somos la pareja más feliz, la más afortunada, la más simpática, la más atractiva de toda Inglaterra. ¿No crees que será divertido? ¿Que será para morirse de risa?». Esto me lo dijo allí, sentada al borde del precipicio, riendo, mientras destrozaba una pobre florecilla con los dedos.
Tiró el cigarrillo, casi recién encendido, a la apagada chimenea.
—No la maté. No hice nada. No pude hablar siquiera, sino únicamente mirarla y dejar que se riera. Subimos juntos al coche y juntos nos fuimos de allí. Demasiado sabía ella que yo haría lo que ella me había dicho; venir a Manderley, dar fiestas, invitar a la gente, y dejar que todo el mundo hablase de nuestro matrimonio, como si fuera el más feliz de los últimos cien años. Ella sabía que yo sacrificaría mi orgullo y mi honor y mis sentimientos, que lo sacrificaría todo en absoluto, antes de tener que explicar a todos mis amigos lo que, al cabo de una semana de casados, me había dicho mi mujer. Demasiado sabía ella que yo era incapaz de acusarla ante un tribunal, en demanda de divorcio, para convertirlo en el escándalo del día; incapaz de tolerar que los periódicos publicasen tanta inmundicia, y que los veraneantes de Kerrith se agolparan ante las verjas de Manderley, diciendo: «Ahí viene ese que se divorció hace poco. ¿No te acuerdas que lo leímos hace unos días en el periódico? ¡Qué cosas dijo el juez acerca de la mujer…!».
Se paró ante mí, con las manos extendidas, y me dijo:
—Me desprecias, ¿verdad? No puedes comprender mi vergüenza, ni mi horror, ni mi asco, ¿no es cierto?
No respondí, pero, cogiéndole las manos, las apreté contra mi pecho. No me importaba su vergüenza. No me importaba nada de lo que me estaba diciendo. Una sola cosa tenía importancia para mí, y ésa me la estaba repitiendo interiormente desde que la oí. Maxim no quería a Rebeca. Nunca la había querido, nunca, nunca. Nunca habían disfrutado juntos de un solo momento de felicidad. Hablaba y hablaba, pero todas aquellas palabras que oía ya carecían de significado.
—Mi pecado fue de amor, de amor por Manderley, ante el cual todo lo sacrifiqué. Tal vez fue un error. Ni Cristo ni su Iglesia nos enseñan a amar unas piedras, unos ladrillos, unos muros, ni nada dicen del cariño que un hombre puede llegar a tener por su terruño, por su solar, por su diminuto reino. Es un amor que no cabe en el Credo.
—¡Maxim! ¡Maxim mío! ¡Te quiero! —le dije, y acariciándome la cara con sus manos, dejé descansar mis labios sobre ellas.
—¿Comprendes? —me preguntó—. ¿Tú comprendes? ¡Di! ¡Di!
—Sí, comprendo; lo comprendo todo y te quiero.
Rehuí su mirada, sin embargo, para que no me viera la cara. ¿Qué podía importar que yo comprendiera o dejara de comprender? Mi corazón se sentía ligero como una pluma que flota en el aire. Maxim no había querido nunca a Rebeca.
—No quiero volver la vista hacia aquellos años. Ni siquiera quiero hablarte de ellos, de su ignominia y vergüenza. Toda nuestra vida era una mentira, una farsa sórdida y vil, que los dos representábamos delante de los amigos, de la familia, de los criados, de personas tan fieles y dignas como el pobre Frith. Aquí, en casa, nadie sospechó nunca de ella, y la admiraban, sin saber cómo se reía de ellos en cuanto volvían las espaldas, ridiculizándolos, imitándolos entre carcajadas. Me acuerdo de los días en que la casa se llenaba de gente, por uno u otro motivo, una fiesta en los jardines, un desfile. Se la veía entonces yendo de un lado para otro, con aquella sonrisa angelical, muy cogida de mi brazo, para luego repartir regalos a los niños; y al día siguiente se levantaba con el alba y se iba en coche a Londres, conduciendo como una energúmena, para llegar antes a un piso que tenía junto al río, a aquella inmunda madriguera en la que se recogía como un animal, para volver luego a Manderley el sábado, al cabo de cinco días de aborrecible iniquidad. Yo cumplí lo acordado por mi parte. Nunca la delaté. Fue su gusto maldito el que convirtió a Manderley en lo que es hoy. Los jardines, los setos, hasta las azaleas del Valle Feliz… Nada de eso existía en tiempos de mi padre. La finca, entonces, estaba salvaje, bellísima eso sí, pero salvaje, y descuidada, con una belleza peculiar, pidiendo a voces los cuidados, el tiempo y el dinero que mi padre nunca quiso dedicarle y que, de no haber sido por Rebeca, tampoco a mí se me hubiera ocurrido. La mitad de las cosas que ves hoy en la casa no estaban aquí cuando ella vino. El salón, tal como está, el gabinete…, todo son cosas de Rebeca. Esa sillería que Frith enseña con tanto orgullo los días de público, y aquel repostero de la pared…, Rebeca. Desde luego, algunas de ellas las teníamos antes de casarnos, pero relegadas en desvanes y cuartos de trastos, pues mi padre no entendía de muebles ni de cuadros; pero la mayor parte de lo que hay aquí lo compró Rebeca. La belleza del Manderley que tú conoces, el Manderley de que la gente habla y el que la gente pinta y retrata… es obra de Rebeca.
Continuaba yo callada, apretándome contra él. Quería que continuase hablando, para que se desahogara y echara fuera todo el veneno que durante tantos años le había estado corroyendo; todo el odio, toda la repugnancia e inmundicia acumulados durante los años perdidos que pasó en silencio.
—Así vivimos, mes tras mes, año tras año, callando yo y aguantándolo todo…, por Manderley. Lo que hacía en Londres, no me importaba, porque no perjudicaba a Manderley. Durante los primeros años supo disimular cuidadosamente su conducta, y nadie sospechó nada ni remotamente; pero luego, poco a poco, fue abandonando las precauciones. Ya sabes lo que ocurre cuando un hombre empieza a beber. Al principio, no abusa, bebe todos los días, pero con cierta moderación, contentándose con una borrachera cada cinco o seis meses; pero pronto comienza a perder el dominio de sí mismo y bebe hasta embriagarse una vez al mes, cada quince días, todas las semanas, un día sí y otro no… Acaba por no poder resistir, y desaparece toda cautela. Eso fue lo que le ocurrió a Rebeca. Empezó a convidar a Manderley a sus amigos. Al principio sólo era uno o dos, y mezclados entre los demás invitados pasaban inadvertidos. Luego, comenzó a dar meriendas en la casita de abajo. Una vez volví de una cacería en Escocia y me encontré con media docena de sus amigos aquí, gente a quien yo no había visto en la vida. La avisé, pero se limitó a encogerse de hombros, y a decirme: «¿A ti qué diablos te importa?». Le dije que tuviera en Londres las amistades que quisiera, pero que Manderley era mío y que tenía que cumplir lo pactado. Se sonrió y no me respondió. Fue entonces cuando comenzó a poner cerco al pobre Frank, ¡a Frank!, y su fidelidad y timidez le hicieron venir a decirme un día que se quería marchar de Manderley a buscar otra colocación. Estuvimos discutiendo dos horas, aquí mismo, en la biblioteca, hasta que, al fin, comprendí lo que ocurría. Le acosé a preguntas y le obligué a confesarme lo que pasaba. Rebeca no le dejaba en paz ni a sol ni a sombra; iba a su casa continuamente, y siempre estaba invitándole a la casita de la playa. ¡Pobre Frank! ¡Tan bueno y honrado y fiel! Jamás se había figurado la verdad, y nos creía un matrimonio normal y feliz, como nosotros aparentábamos serlo.
»Fui a Rebeca —continuó— y le eché en cara su conducta. Se puso hecha una furia, maldiciéndome, lanzándome a la cara los más soeces insultos de su vocabulario particular. Fue una escena odiosa y repugnante, tras la cual se marchó a Londres a pasar un mes entero. Cuando volvió, parecía más tranquila, y creí que lo ocurrido le había servido de lección. Al poco tiempo vinieron Be y Giles a pasar unos días y me convencí de algo que ya había sospechado antes: a Be no le gustaba Rebeca. No sé, pero me parece que, a pesar de su manera de ser, brusca y franca, había adivinado lo que Rebeca era en realidad, y que algo raro pasaba entre ella y yo. Fueron unos días embarazosos y desagradables. Uno de ellos, Giles salió con Rebeca en el balandro, mientras Be y yo nos quedamos tumbados en la hierba. Cuando volvieron no hice más que ver a Giles demasiado alegre y expansivo sin justificación, y mirar luego a los ojos de Rebeca, para comprender que se había dedicado al asedio de Giles, como antes hiciera con Frank. Aquella noche, durante la cena, me di cuenta de que Be estaba observando a Giles, que estuvo riendo toda la noche más alto que de costumbre y hablando hasta por los codos, mientras Rebeca, con su cara de ángel, estaba sentada a la cabecera de la mesa.
Todas las piezas del rompecabezas iban acoplándose, incluso las de forma más extravagante, para las que mis dedos torpes nunca habían encontrado un hueco adecuado: la evidente molestia de Frank cuando yo le hablaba de Rebeca; la actitud de Beatrice rehuyendo toda confidencia, y sus silencios, que yo había interpretado como cariño hacia Rebeca y sentimiento por su muerte, cuando, en realidad, eran señales de vergüenza y azoramiento. Me parecía increíble no haber comprendido nada hasta entonces. Pensando en lo que me había ocurrido, me pregunté cuántos serán los que sufren sin descanso por ser incapaces de vencer su propia timidez y reserva, que en su ceguera y locura les hace edificar una gran muralla que les impide ver la verdad. Así había yo inventado cuadros mentirosos, ante los cuales luego me senté, para atormentarme con su contemplación, por haberme faltado el valor de exigir el conocimiento de la verdad. Si yo hubiese dominado mi timidez y hecho el más leve esfuerzo por acercarme a Maxim, éste me hubiera contado la verdad cuatro o cinco meses antes.
—Ni Be ni Giles volvieron a pasar unos días en Manderley. Nunca los volví a invitar solos. Venían… oficialmente, con motivo de un baile o de una fiesta. Ni yo le dije nunca nada a Be, ni ella a mí; pero creo que adivinó la clase de vida que hacíamos, como Frank. Rebeca volvió a tener cuidado y su conducta aparente fue de nuevo irreprochable; pero, si por algún motivo me tenía que marchar de Manderley, nunca sabía yo lo que en mi ausencia podría acontecer. Con Frank y Giles no había pasado nada, pero siempre podía ocurrir que le diera por divertirse con alguien de la finca, o de Kerrith, y entonces sobrevendría lo que yo temía, estallaría la bomba del comadreo que me aterraba, la del escándalo…
Me pareció volver a estar junto a la casita de la playa, y escuchar el golpeteo de la lluvia sobre su tejado. Vi el polvo de los barquitos sobre la chimenea; los agujeros mordidos por las ratas en el sofá; Ben, con sus ojos necios de pobre idiota, que me decía: «No me mandará usted al asilo, ¿verdad?», y la senda oscura y pendiente que subía por el bosque… ¡Si una mujer se ocultara detrás de aquellos árboles, al moverse se oiría el frufrú de sus vestidos mezclado con el tenue respirar de la brisa nocturna!
—Rebeca tenía un primo —continuó Maxim—, un tipo que tras una larga temporada en el extranjero, había vuelto a Inglaterra. En cuanto yo me marchaba de Manderley, aparecía él. Frank le vio varias veces. Se llama Jack Favell.
—Le conozco. Vino el día que estuviste en Londres.
—¿También tú le viste? ¿Por qué no me dijiste nada? Lo supe por Frank, que vio su coche en el momento de entrar en la finca.
—No quise… porque creí que te recordaría a Rebeca.
—¡Recordármela! —dijo en voz baja—. ¡Santo Dios! ¡Como si hiciera falta que me la recordaran!
Se quedó mirando fijamente algo que no existía, y dejó de hablar unos segundos, acaso pensando, como yo, en aquel camarote inundado bajo las aguas de la bahía.
—El tal Favell se veía con ella en la casita de la playa. Rebeca decía que iba a salir en el yate, y que no volvería hasta la mañana siguiente, y lo que hacía era quedarse con él toda la noche en la casita de abajo. La volví a avisar y le dije que si encontraba a aquel miserable en la finca le pegaría un tiro. Su vida pasada había sido repugnante y canallesca. Sólo pensar que tal persona andaba por lugares como el Valle Feliz, me sacaba de quicio, y le dije a Rebeca que no lo toleraría. Esta vez se olvidó de sus palabras soeces. Me di cuenta de que estaba algo más pálida que de costumbre, con ojeras y nerviosa, y me pregunté qué iba a ser de ella el día que comenzara a sentirse vieja, a parecer vieja. Así continuaron las cosas sin que ocurriera nada de particular. Hasta que una vez se fue a Londres, para volver el mismo día, lo cual no hacía nunca. Naturalmente, no la esperaba. Aquella noche cené en casa de Frank. Aquellos días teníamos mucho trabajo.
Había comenzado a hablar con frases rápidas y cortas, mientras yo le apretaba las manos entre las mías.
—Volví, después de cenar, a eso de las diez y media, y vi su bufanda y sus guantes en una silla del vestíbulo. Me pregunté para qué demonios habría vuelto. Fui al gabinete, pero no estaba allí. Supuse que había bajado a la casita de la playa, y decidí que ya no podía aguantar más aquella vida de engaño y vileza. Aquello tenía que acabar, fuera como fuera. Cogí una pistola para asustar a quien estuviera con ella, y a Rebeca también. Y bajé a la casita, sin pensarlo más. Los criados no se habían enterado de que yo había vuelto. Vi luz en la ventana de la casita y entré. Me sorprendió encontrarla sola. Estaba tumbada en el sofá, y a su lado tenía un cenicero lleno de colillas. Tenía mala cara y una expresión extraña.
»Comencé a echarle en cara, sin más preámbulos, su conducta con Favell, mientras ella me escuchaba en silencio.
»—Esta vida de ignominia ya ha durado bastante. Y ha de acabar —le dije—. ¿Te enteras? Lo que hagas en Londres, me tiene sin cuidado. Es cosa tuya. Allá puedes vivir con Favell o con quien te venga en gana. Pero aquí, en Manderley, no.
»Tardó unos segundos en contestarme. Se quedó mirándome fijamente, y luego me sonrió.
»—Y…, si me conviene más vivir aquí, ¿qué pasa?
»—Ya sabes las condiciones —le contesté—. Por lo que a mí respecta, he cumplido mi parte de nuestro repugnante pacto. Tú, no. Y si crees que puedes hacer aquí, en mi casa, lo mismo que en tu madriguera de Londres, te aseguro que ya he soportado todo lo que estoy dispuesto a soportar. Te juro y te aviso que no lo aguanto ni un minuto más.