Dudé, con la mano aún en el picaporte. Ahora no sabía ni qué hacer ni qué decir.
Continuó mirándome con aquellos ojos rojos e hinchados, y no le pude contestar. Entonces habló ella:
—He dejado el menú sobre el escritorio, como de costumbre. ¿Quiere usted que se cambie algo?
Esas palabras me dieron ánimos, y avanzando unos pasos me quedé de pie en medio de la habitación.
—Señora Danvers, no he venido a hablar del menú. Ya se lo supone, ¿verdad?
No contestó. Abría y cerraba nerviosamente la mano izquierda.
—Ya ha conseguido lo que se proponía, ¿no es cierto? Esto es lo que usted andaba buscando, ¿no? ¿Está satisfecha? ¿Está contenta?
Volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventana, tal como estaba cuando yo entré en el cuarto.
—¿A qué vino usted aquí? —dijo—. Nadie en Manderley la quería. Estábamos perfectamente sin usted. ¿Por qué no se quedó donde estaba, en Francia?
—Vine aquí porque quiero a mi marido.
—Sí le quisiese, nunca se hubiera casado con él.
No sabía qué decirle. La situación era grotesca y fantástica. Continuó hablando, con aquella voz apagada, sin vida, con la cabeza aún vuelta hacia la ventana.
—Creí que la odiaba; pero ahora, todo se ha desvanecido, todo lo que sentía.
—¿Por qué había de odiarme? ¿Qué daño le he hecho yo para que me odie?
—Trató usted de suplantar a mi señora.
Rehuía mirarme. Estaba allí en pie, hosca, con la cabeza vuelta.
—Nunca cambié nada —le dije—. Manderley continuó como siempre. Jamás mandé nada. Todo se lo dejé a usted. Hubiera sido su amiga, si usted me hubiese dejado; pero se puso usted contra mí desde el primer día. Se lo vi en la cara, en el mismo momento que le di la mano por primera vez.
No contestó nada. Continuó abriendo y cerrando las manos, pellizcando su vestido.
—Son muchos los que se casan por segunda vez —continué—: hombres y mujeres. Miles de matrimonios así se celebran a diario. Pero habla usted como si mi vida con el señor hubiese sido un crimen, un sacrilegio, un insulto para los muertos. ¿No tenemos nosotros tanto derecho como otros a ser felices?
—El señor no es feliz —dijo, mirándome al fin—; eso lo ve cualquiera; no hay más que mirarle a los ojos. Vive atormentado y atormentado ha vivido desde que ella murió.
—¡No es verdad! —dije—. ¡No es cierto! Cuando estábamos juntos, en Francia, era feliz. Estaba más joven, mucho más joven, y reía y estaba alegre.
—¡Hombre, al fin y al cabo! —dijo—. No hay hombre que haga ascos a una luna de miel. El señor no tiene aún cuarenta y seis años.
Rió con desprecio, mientras se encogía de hombros.
—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Cómo se atreve?
Ya no le tenía miedo. Me acerqué a ella y comencé a zarandearla por un brazo.
—Fue usted la que me hizo ponerme aquel traje anoche. A mí no se me hubiera ocurrido, si no hubiese sido por usted. Y usted lo hizo por hacer daño al señor, porque quería verle sufrir. ¿Es que cree usted que no ha padecido ya bastante, sin que se le gastase esa broma horrible y ruin? ¿Cree usted que su dolor y sus sufrimientos pueden hacer volver a Rebeca?
Se soltó de mí con violencia, la ira tiñó ligeramente sus mejillas cadavéricas.
—¿Qué me importan a mí sus sufrimientos? —dijo—. Jamás ha pensado él en los míos. Creerá usted que me ha gustado verla sentarse en el sitio de mi señora, andar por donde ella andaba, tocar las cosas que fueron suyas. ¿No comprende lo que ha sido para mí tenerla que ver durante todos estos meses, saber que se sentaba usted a su escritorio del gabinete y hasta escribía con su propia pluma, y que se dirigía a mí por el mismo teléfono que ella usaba todos los días, sin falta, para hablarme, desde que vinimos a Manderley? ¿Qué cree usted que sentía al oír a Frith y a Robert y a todos los criados llamarla «señora»? «La señora ha salido de paseo». «La señora quiere el coche esta tarde a las tres». «La señora no vendrá a tomar el té hasta las cinco», y mientras tanto, mi señora, con su sonrisa, con su cara bonita, con sus maneras de ser, está fría, muerta y olvidada en el panteón de la iglesia. Si él sufre, merece sufrir, por haberse casado con una niña como usted, cuando todavía no han pasado diez meses. ¡Que lo pague ahora! Le he visto la cara y los ojos. Se ha creado un infierno y a nadie tiene que achacárselo. Él tiene la culpa. Él sabe que mi señora le está viendo, sabe que por la noche le está observando. Y no viene ella a mirarle con cariño, ¡claro que no! No era de las que se callan y se aguantan cuando les hacen una mala pasada. Ya me lo decía ella: «Danny…, ¡me la pagarán! Vaya si me la pagarán». Y yo le decía: «Pues, claro, ¡no van a salirse con la suya! Usted nació para pasarlo bien en este mundo». Y lo pasaba bien, claro que sí, sin tener nunca miedo de nada. Era tan valiente y decidida como un hombre. Debió haber sido un chico. ¿Usted no sabía que yo fui su niñera?
—¡No! No, señora Danvers. ¡Basta! ¿A que viene recordar todo eso? No quiero oírla más. ¿Es que cree que yo no sufro lo mismo que usted? ¿Es que no comprende lo que es para mí estar aquí, escuchándola hablar de ella, escuchando todas esas cosas?
No me oyó. Continuó hablando sin descanso, con locura de fanática, retorciendo y rompiendo la negra tela de su vestido con aquellos dedos largos…
—¡Qué bonita era hasta de pequeña! Parecía una figura de cuadro. Cuando pasaba, todos los hombres se volvían y se quedaban mirándola, y esto cuando no tenía más que doce años. Ya, ya se daba cuenta ella, incluso entonces. Me guiñaba un ojo el diablillo y me decía: «Danny, ¿verdad que voy a ser muy guapa?». Y yo le contestaba: «Ya veremos, bonita mía, ya veremos». Sabía tanto como cualquier persona mayor. Se ponía a hablar con señores y señoras y tenía más picardía y más viveza que cualquiera a los dieciocho años. Con su padre hacía lo que quería, y lo mismo hubiera hecho con su madre, si ésta no hubiese muerto. ¡Qué coraje tenía! ¡En eso no la ganaba nadie! El día que cumplió catorce años, salió conduciendo por primera vez un coche de cuatro caballos. Su primo, el señorito Jack, se subió al pescante con ella y quiso quitarle las riendas. Se pusieron a pelear, allá en lo alto del pescante, como un par de gatos monteses, mientras los caballos corrían al galope. Pero ganó ella, mi señorita ganó. Le dio con la empuñadura de la fusta en la cabeza, y cayó el señorito al camino, jurando y riendo. ¡Vaya un par, ella y el señorito Jack! Él ingresó en la Marina, pero no pudo aguantar la disciplina e hizo muy bien. Tenía, como mi señorita, demasiado coraje para que nadie le mandara…
Yo la miraba, fascinada, horrorizada. Sus labios dibujaban una extraña sonrisa de posesa, y parecía más vieja que nunca, mientras su cadavérica cara diríase que por momentos se hacía más viva y real.
—¡Nadie! ¡Nadie pudo nunca con ella! Siempre hizo lo que quiso y vivió como le pareció. ¡Y qué fuerza tenía! Me acuerdo de que, a los dieciséis años, se montó en uno de los caballos de su padre, un animal enorme, porque el mozo de cuadra le dijo que era demasiado fuerte para ella. Pero se aguantó en la silla. Parece que la estoy viendo, con el pelo al viento, dándole fustazos, clavándole la espuela, y cuando desmontó, el caballo se quedó cubierto de espuma y de sangre, todo temblando. «Le he dado una lección, ¿verdad, Danny?», me dijo, y se fue a lavar las manos, tan fresca. Y así fue su vida hasta que creció y se hizo mayor. Nada ni nadie le importaba. ¡Al final…, sucumbió! Pero no fue un hombre ni una mujer quien la venció. Hubo de ser el mar. El mar pudo con ella. El mar la mató al fin.
Se interrumpió, y quedó callada, moviendo la boca espasmódicamente. Luego rompió a llorar ruidosa y roncamente, con la boca abierta y los ojos secos.
—Señora Danvers —le dije—. ¡Señora Danvers! —la miraba sin saber qué hacer. Ya no desconfiaba de ella, ya no la temía, pero el espectáculo de aquella vieja sollozante y de ojos secos me hacía estremecer y me ponía enferma—. Señora Danvers, no está usted bien, debería acostarse. ¿Por qué no se va a su cuarto, a descansar un rato? ¿Por qué no se acuesta?
Se volvió hacia mí como una fiera y me dijo:
—¡Déjeme en paz! ¿A usted qué le importa si no escondo mi pena? A mí no me avergüenza sufrir, yo no me encierro en mi cuarto para llorar. Ni me doy paseos arriba y abajo, encerrada con llave, como hace el señor.
—¿Qué quiere decir? ¡El señor no hace eso!
—Lo hizo. Lo hizo cuando ella murió. En la biblioteca. Arriba y abajo, de un lado al otro. Yo le oía. Y hasta le vi hacerlo más de una vez por el ojo de la cerradura. De un lado a otro de la biblioteca, como una fiera enjaulada.
—¡No me lo diga! ¡No quiero saberlo!
—Y todavía se atreve usted a decir que le hizo feliz durante la luna de miel. ¡Hacerle feliz, usted, una chiquilla que podría ser su hija! ¿Qué sabe usted de la vida? ¿Qué sabe usted de los hombres? Viene usted aquí creyendo que puede suplantar a la señora de Winter. ¡Usted! ¡Usted ocupar el lugar de mi señora! ¡Pero si hasta los criados se rieron de usted cuando llegó a Manderley! ¡Hasta la criada idiota que se encontró usted en el corredor de atrás la primera mañana! Me gustaría saber lo que pensó el señor cuando, después de su encantadora luna de miel, la trajo a Manderley; lo que pensó cuando la vio sentada en la mesa del comedor por primera vez.
—¡Más vale que se calle, señora Danvers! ¡Más vale que se vaya a su cuarto!
—¡Que me vaya a mi cuarto! —dijo, imitando mi voz—. ¡Más vale que se vaya a su cuarto! ¡Vaya! La señora de la casa opina que debo irme a mi cuarto. Y ¿qué más? Luego irá usted lloriqueando al señor para decirle: «La señora Danvers me ha contestado mal. La señora Danvers es una insolente». Irá con el cuento, corre que te corre, como hizo cuando vino a verme el señorito Jack.
—No dije nada.
—¡Mentira! ¿Quién se lo dijo, si no? No pudo ser nadie más. Frith y Robert habían salido, y ninguno de los demás criados lo supo. Entonces fue cuando decidí darle a él y a usted una lección. Ahora, que sufra, a mí ¿qué? ¿Qué me importa a mí que sufra? ¿Por qué no he de ver al señorito Jack en Manderley? Es lo único que me queda que me recuerde a mi señorita. «No quiero volver a verle —me dijo—; se lo aviso por última vez». No se le han olvidado aún los celos, ¿eh?
Me acordé de cómo, agachada en la galería, cuando se abrió la puerta de la biblioteca, escuché la airada voz de Maxim, que decía precisamente las palabras que la señora Danvers acababa de repetir. ¿Celos? ¿Maxim, celoso?
—Tenía celos cuando vivía, y sigue teniéndolos ahora que está muerta —dijo la señora Danvers—. Prohíbe al señorito Jack que venga a casa, como también se lo prohibió entonces. Eso demuestra que no la ha olvidado, ¿eh? Claro que tenía celos. Y yo también. Y todos los que la conocían. Pero a ella le tenía sin cuidado. Se reía, nada más. «Viviré como quiera —me dijo—, y nadie en el mundo me lo impedirá». En cuanto la veía un hombre, se enamoraba de ella. Yo los he visto, aquí, en la casa, hombres que ella conocía en Londres y a los que luego ella invitaba a pasar unos días en Manderley. Iban a bañarse en el mar desde el yate, o los llevaba de merienda a la playa, junto a la casita de abajo. Le hacían el amor, ¿quién no se lo haría? Y ella se reía de ellos. Cuando volvía, me contaba, muerta de risa, lo que habían dicho y lo que habían hecho. Todo le dejaba sin cuidado. Para ella era como un juego. ¿Quién no iba a tener celos? Todos estaban celosos de ella; todos, porque todos estaban enamorados. El señor, el señorito Jack, el señor Crawley, todos los que la conocían, todos los que venían a Manderley.
—¡No quiero saber más! —dije—. ¡No quiero saber más!
Se me acercó, y poniendo su cara junto a la mía, dijo:
—Es inútil, ¿verdad? Nunca la podrá vencer. Está muerta, pero aún manda aquí. Ella es la señora de verdad, y no usted. La sombra, el fantasma… es usted. A quien olvidan y dan de lado y rechazan…, es a usted. ¿Por qué no se va de Manderley? ¿Por qué no se marcha usted?
Retrocedí hacia la ventana, mientras volvía a apoderarse de mí el antiguo miedo y horror. La señora Danvers me atenazó un brazo con sus dedos, y continuó:
—¿Por qué no se va? Aquí nadie la quiere. El señor no la quiere ni la ha querido nunca. No puede olvidar a mi señorita. Quiere quedarse otra vez solo en la casa, solo… con ella. La que debería estar en el panteón es usted, no ella. Usted es la que debería estar muerta, no la señora de Manderley.
Me empujó hacia la ventana abierta. Se veía abajo la terraza, gris y confusa, bajo el manto blanco de la niebla.
—Mire ahí abajo —me dijo—, ¿ve qué fácil sería? ¿Por qué no salta? No le dolería. Se rompería la nuca, y ésa es una muerte muy rápida y buena. No como la del que se ahoga. ¿Por qué no prueba? ¿Por qué no se va?
La niebla, húmeda y pegajosa, que entraba por la ventana abierta, me escocía en los ojos y en la nariz; me agarré con ambas manos a la barandilla de la ventana.
—No tenga miedo —dijo la señora Danvers—, no la voy a empujar. Puede usted saltar por su propia voluntad. ¿Qué sentido tiene quedarse en Manderley? Ni es usted feliz ni el señor la quiere. ¿Para qué va a quedarse aquí? ¿Por qué no da un salto y termina ya de una vez? Así dejaría de ser infeliz.
Veía los macetones de la terraza y la nota azul de las hortensias, que formaban grupos de flores tupidos y casi sólidos. Las losas se veían planas y de color gris. No presentaban ningún saliente, ningún pico… Claro que parecían hallarse muy lejos por la niebla, pero la verdad era que estaban bien cerca…; la ventana no era muy alta…
—¿Por qué no salta? —susurró la señora Danvers—. ¿Por qué no prueba?
La niebla se hizo aún más densa, ocultando a mis pies la terraza. Dejé de ver las losas y los macetones. No veía sino la niebla, blanca, perfumada de algas, fría, húmeda. Lo único real era la sensación de la barandilla en las manos y la presión de los dedos de la señora Danvers sobre mi brazo. Si saltara… si saltara no vería las losas de la terraza abalanzándose a mi encuentro, pues la niebla me las ocultaría. Sentiría un dolor agudo y rápido, como ella me había dicho. Al caer, me rompería el cuello. No sería una muerte lenta, como la del que se ahoga. Acabaría todo en un momento. Y Maxim no me quería. Maxim quería quedarse solo, una vez más, con Rebeca.
—¡Ande! ¡No tenga miedo! ¡Ande! —susurró la señora Danvers.
Cerré los ojos. Sentí vértigo por haber estado mirando demasiado tiempo a la terraza y me dolían las manos de estar agarradas a la barandilla. La niebla me penetraba en la nariz y se me pegaba a los labios, con su sabor rancio y agrio. Me asfixiaba, como si fuese una manta, como si fuese un anestésico. Empezaba a olvidar mi desgracia y que Maxim no me quería. Empecé a olvidar a Rebeca. Dentro de unos segundos no tendría que pensar en Rebeca…