—Cuando sonaron los cohetes —dijo Frank— yo estaba en la primera cala del valle. Apenas se veía a dos metros de distancia donde yo me encontraba. Y, de repente, sonaron los cohetes.
«¡Qué parecido es todo el mundo cuando tiene un interés común!», pensé. Allí estaba Frank, contándomelo todo, lo mismo que antes había hecho Frith, como si no fuera igual, como si aquello le pudiera importar a nadie. Comprendí, sin embargo, que había bajado a la playita en busca de Maxim. Sabía que el se había asustado, como lo había hecho yo. Pero ahora todo estaba ya olvidado: nuestra conversación por teléfono, la angustia que mostrábamos los dos, aquella insistencia suya por verme…; simplemente porque un barco desconocido había encallado a causa de la niebla.
Vino un chiquillo corriendo hacia nosotros, y preguntó:
—¿Se ahogarán todos los marineros?
—No, hombre. No les pasará nada —respondió el vigía—. El mar está llano como un plato. Esta vez no se ahoga nadie.
—Si hubiese ocurrido anoche, nadie los hubiera oído —dijo Frank—. Seguramente se dispararon ayer más de cincuenta cohetes, además de los fuegos artificiales.
—Ya los hubiéramos oído —contestó el vigía—. Por el resplandor de los fogonazos hubiéramos sabido la dirección de dónde salían. Ahí está el buzo, señora; mire cómo se pone la escafandra.
—¡Yo quiero ver al buzo! —chilló el niño.
—Ahí lo tienes —le contestó Frank, al tiempo que se agachaba y señalaba la dirección—. Aquel hombre que se está poniendo el casco. Ahora le van a bajar al agua.
—¿Y no se ahoga?
—Los buzos no se ahogan —explicó el vigía—, porque les dan aire todo el tiempo. Fíjate cómo desaparece. Allá va.
Se rompió un momento la tranquila superficie del agua, pero pronto quedó en calma de nuevo.
—¡Se ha metido dentro! —dijo el chico.
—¿Dónde está Maxim? —pregunté.
—Ha ido a llevar a uno de los tripulantes a Kerrith —respondió Frank—. Parece que el pobre perdió la cabeza, y cuando el barco encalló, se tiró al agua. Le encontramos agarrado a una de las rocas del acantilado. Estaba empapado y tiritando, como si fuera de gelatina. No sabía ni una palabra de inglés. Maxim se descolgó por las rocas, le encontró sangrando como un cerdo por una herida que se había hecho contra una roca, y le habló en alemán. Llamó a una de las lanchas motoras de Kerrith que andaba por allí como si fuera un tiburón hambriento y se lo llevó para que le curase un médico. Si tienen suerte, encontrarán al doctor Phillips a punto de sentarse a comer.
—¿Cuándo se ha ido? —dije.
—Justo antes de llegar usted —dijo Frank—. No hace ni cinco minutos. Hasta me extraña que no haya visto usted la lancha. Maxim iba sentado precisamente en la popa con el alemán.
—Debe de haberse marchado cuando yo venía subiendo hacia aquí.
—Maxim no tiene precio en situaciones como ésta —dijo Frank—. Siempre está dispuesto a ayudar. Ya verá usted cómo se lleva a toda la tripulación a Manderley y les da de comer y de beber y hasta camas.
—Y que lo diga usted. Por uno de los de su finca daría hasta la camisa, si hiciera falta —dijo el vigía—. ¡Ojalá hubiera más como él en la comarca!
—Sí, no nos vendrían mal, no —contestó Frank.
Continuamos mirando el barco. Los remolcadores se mantenían preparados para intervenir, pero el barco salvavidas se había vuelto a Kerrith.
—Hoy no han tenido faena los del salvavidas —dijo el vigía.
—No —dijo Frank—; y me parece que tampoco los remolcadores podrán hacer nada. Me temo que el único que tendrá trabajo será el que desguace el barco…
Volaban las gaviotas en círculos por encima de nosotros, maullando como gatos hambrientos, y algunas se posaron al borde del acantilado, mientras otras, más audaces, flotaban sobre las aguas cerca del barco.
El vigía se quitó la gorra y se enjugó la frente, diciendo:
—Parece como si faltara el aire, ¿verdad?
—Sí —le respondí.
La lancha, llena de curiosos y fotógrafos aficionados, puso rumbo a Kerrith, dejando oír el latir de su motor.
—¡Se han cansado! —dijo el vigía.
—No me extraña —comentó Frank—. Seguramente pasarán varias horas hasta que ocurra algo. Antes de que traten de ponerlo a flote el buzo tendrá que dar su opinión.
—Claro —dijo el vigía.
—La verdad es —dijo Frank— que aquí no hacemos nada. Yo, por mi parte, ya estoy echando de menos la comida.
No dije nada. Él vaciló y sentí su mirada posada sobre mí. Después de unos segundos, me preguntó:
—¿Qué va a hacer usted?
—Me parece que me quedaré un ratito. Nos han preparado una comida fría, de manera que no importa a la hora que llegue. Quiero ver qué va a hacer el buzo.
La verdad era que no me encontraba con ánimos de enfrentarme con Frank. Quería estar sola, o acompañada de alguien a quien apenas conociera, como el vigía.
—¡Pero si aquí no va usted a ver nada! ¿Por qué no se viene a comer conmigo?
—No, gracias; de veras.
—¡Bueno, bueno! Ya sabe donde encontrarme si me necesita. Estaré en la oficina toda la tarde.
Saludó con la cabeza al vigía y se marchó, peñas abajo, hacia la playa. ¿Le habría ofendido? No pude remediarlo. Ya lo explicaría todo algún día. Parecían haber ocurrido tantas cosas desde que le hablé por teléfono… Y, además, no quería que Frank continuase machacando sobre el asunto. Lo único que me apetecía era quedarme sentada en las peñas mirando el barco.
—¡Qué buena persona es el señor Crawley! —dijo el vigía.
—Sí, lo es.
—Y daría la mano derecha por el señor de Winter.
—Creo que sí la daría.
Aún continuaba jugando sobre la hierba el chiquillo de antes.
—¿Cuándo va a salir el buzo? —nos preguntó.
—Todavía no, buena pieza —le contestó el vigía.
Una mujer, con un traje rosa a rayas y una redecilla para el pelo vino campo a través hacia donde estábamos, gritando:
—¡Charlie! ¡Charlie! ¿Dónde estás?
—Ahí viene tu madre a ajustarte las cuentas —le dijo el vigía.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡He visto al buzo! —gritó el arrapiezo.
Nos saludó, sonriendo, la mujer. No me conocía. Era una veraneante de Kerrith.
—Parece que se acabó la emoción, ¿no? —dijo la mujer—. Estaban diciendo por ahí que el barco tendrá que quedarse varios días donde está.
—Están esperando a que suba el buzo para ver qué dice —dijo el vigía.
—No comprendo cómo hay quien quiera ser buzo —dijo la señora—. ¡Deberían pagarles bien!
—Ya lo hacen —dijo el vigía.
—¡Mamá! ¡Yo quiero ser buzo!
—Pues díselo a papá —dijo la madre sonriéndonos, y luego, dirigiéndose a mí, añadió—. Esto es muy bonito, ¿verdad? Nos hemos traído una cesta de merienda, sin pensar que íbamos a tener niebla y hasta un naufragio. Estábamos a punto de volvernos a Kerrith cuando nos estallaron los cohetes delante de las narices, como quien dice. ¡Vaya susto que nos dieron! «¿Qué ha sido eso?», le pregunté a mi marido; y él me contestó: «Parece que es alguien que pide socorro; vamos a quedarnos a ver qué pasa». Y no hay manera de llevárselo de aquí. Es tan imposible como su hijo. Yo, la verdad, no veo que esto resulte muy divertido.
—No —dijo el vigía—; lo que es ahora no hay nada que ver.
—¡Qué bosques más bonitos son ésos! —dijo la mujer, y luego añadió—. Supongo que serán particulares.
El vigía tosió, para disimular al mismo tiempo que me echaba una mirada, y dijo:
—Sí, son particulares.
—Mi marido dice que, con el tiempo, se parcelarán todas estas fincas grandes para hacer casas. No me importaría tener una casita aquí con vistas al mar. Aunque no sé, puede que esto en invierno no me gustase.
—Sí, en invierno no hay mucho que hacer por estas tierras —dijo el vigía.
Continué yo mordiendo una hierba. El chiquillo corría, dando vueltas a nuestro alrededor. El vigía miró la hora y dijo:
—Bueno, yo tengo que marcharme. ¡Buenas tardes!
Me saludó y echó a andar por el sendero que llevaba a Kerrith.
—Vamos, Charlie —dijo la mujer—. Ven, vamos a buscar a papá.
Me hizo una amable inclinación de cabeza y se alejó hacia el borde del acantilado, con el niño corriendo detrás de ella. Un hombre delgado, con pantalones cortos de color caqui y chaqueta ligera de franela con rayas de vivos colores, le hizo señas con el brazo. Se sentaron junto a unas zarzas y la mujer comenzó a desliar unos paquetes.
Me hubiera gustado poder desprenderme de mi identidad y sentarme con ellos, a comer huevos duros y emparedados, a reír recio, a hablar con ellos, y volver luego en su compañía a Kerrith, por la tarde, para jugar a la orilla del mar, con los pies descalzos, y corretear por la playa. Luego iríamos a su pensión para merendar quisquillas. Pero en lugar de todo eso, tenía que volver andando sola por el bosque hasta llegar a Manderley, donde esperaría la vuelta de Maxim. ¿Qué nos diríamos? ¿Cómo me miraría? ¿Cómo sonaría su voz? Permanecí sentada en lo alto del acantilado, abstraída en mis pensamientos, sin que se me ocurriera pensar en la comida. No tenía hambre.
Llegó más gente para ver el barco. Aquello constituía la diversión de la tarde. No veía a nadie conocido. Eran todos veraneantes de Kerrith. El mar estaba tranquilo, como un espejo. Las gaviotas habían dejado de trazar círculos en el aire para posarse en el agua, cerca del barco. Durante la tarde llegaron más lanchas. Aquel día los barqueros de Kerrith debieron de hacer un buen negocio. Subió el buzo y volvió a bajar. Uno de los remolcadores se fue, quedando el otro de guardia. El jefe del puerto de Kerrith se marchó en su lancha gris, llevándose algunos hombres con él y también al buzo, que había vuelto a salir. Los tripulantes del barco, apoyados en la barandilla, echaban migajas a las gaviotas mientras los veraneantes bogaban calmosamente en sus barcas alquiladas. No pasaba nada. La marea fue bajando dejando el barco fuertemente escorado y con la hélice al aire. Fue palideciendo el sol y aparecieron por poniente pequeñas nubecillas blancas. Aún hacía mucho calor. La mujer del traje rosa a rayas se levantó y echó a andar con el niño camino de Kerrith, seguida del hombre de pantalones cortos, que llevaba el cesto de la merienda.
Miré el reloj. Ya habían dado las tres. Me levanté y bajé la cuesta de la playa, que estaba desierta y tranquila, como de costumbre. Los guijos tenían un color gris oscuro. El agua del pequeño puerto parecía, en su quietud, como de cristal. Al cruzar la playa, crujieron los guijos bajo mis pies con ruido rechinante. Las nubecillas que aparecieron por el este se habían extendido por todo el cielo y escondieron el sol. Cuando llegué al otro extremo de la playita vi a Ben, en cuclillas, junto a una poza entre dos rocas, cogiendo caracoles. Al pasar yo, mi sombra cayó sobre el agua. Ben alzó la cabeza y me vio.
—¡Buenas! —dijo, trazando una sonrisa con su boca entreabierta.
—Buenas tardes —le contesté.
Se puso de pie, abrió un sucio pañuelo que había llenado de caracoles, y me dijo:
—¿Le gustan los caracoles?
No quise desairarle y cuando le di las gracias, me puso en la mano como hasta una docena de caracoles, que yo metí en los bolsillos de la falda.
—Están muy ricos con pan y manteca. Pero antes hay que cocerlos.
—Bueno, está bien.
Estaba mirándome con su sonrisa estúpida.
—¿Ha visto el vapor? —me preguntó.
—Sí; ha encallado, ¿verdad?
—¿Eh?
—Digo que ha encallado —repetí—. Probablemente tiene un agujero en el casco.
Quedó su cara sin expresión y estúpida.
—¡Vaya! ¡Un agujero! Ella está allí abajo. ¡No volverá! —dijo, con una expresión estúpida.
—Puede que los remolcadores la puedan poner a flote cuando suba la marea.
No respondió. Estaba mirando fijamente en dirección al barco encallado. Lo veíamos de costado desde donde estábamos, con el casco pintado de rojo por debajo de la línea de flotación y destacando con el negro de los lados y su única chimenea inclinada hacia tierra. Los tripulantes continuaban asomados a la borda, echando de comer a las gaviotas y mirando al mar. Las barcas de remos se alejaban hacia Kerrith.
—Es holandés, ¿verdad que sí?
—No sé; holandés o alemán.
—Se hará cachitos ahí donde está.
—Me temo que sí.
Sonrió de nuevo y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Se hará cachitos, poquito a poco. Éste no se hundirá como una piedra, como el otro —se rió socarronamente, mientras se hurgaba la nariz. Callé yo y él continuó—. ¡Yo no he dicho nada! Ya se la habrán comido los peces, ¿verdad?
—¿A quién?
Señaló con el pulgar hacia el mar.
—Pues…, ¿a quién va a ser? ¡A la otra!
—¡Pero, Ben, los peces no se comen los barcos!
—¿Eh?
Se quedó mirándome, con su cara bobalicona, sin expresión alguna.
—Bueno, adiós; me tengo que marchar —le dije.
Me alejé, dirigiéndome hacia el sendero que subía por el bosque. No quise mirar hacia la casita, pero no pude evitar verla, allí, a mi derecha, gris y callada. Comencé a subir por el sendero, sin pararme; pero a medio camino tuve que detenerme para descansar. Mirando por entre los árboles pude ver aún el barco encallado. Ya no se veía ninguna barca de curiosos. Hasta los tripulantes habían desaparecido en el interior del barco. Las nubes se habían extendido hasta cubrir el cielo por completo. Un ligero soplo de viento me acarició la cara inesperadamente, y una hoja seca me cayó en la mano. Sentí un inexplicable escalofrío, y cesó de nuevo el viento, volviendo el calor pegajoso de antes. El barco, inclinado sobre un costado, desiertos el puente y la cubierta, y con una chimenea apuntando a la costa, presentaba un aspecto desolado. Estaba el mar tan tranquilo, que hasta cuando rompía sobre los guijos lo hacía con el ruido apagado y susurrante de un suspiro.
Eché a andar de nuevo cuesta arriba, con las piernas cansadas, la cabeza cargada y el corazón acongojado por un extraño presentimiento. La casa se alzó ante mí, apacible, cuando salí de la espesura por el sendero que desembocaba en la pradera. Parecía asegurada y protegida contra toda desgracia, más hermosa que nunca. Mientras estaba contemplándola desde la collada, me di cuenta, quizá por primera vez y con un extraño sentimiento de orgullo, de que aquélla era mi casa, que yo pertenecía a Manderley y Manderley era mío. Árboles, césped y macetones se reflejaban en los cristales de los graciosos ajimeces. Una delgada columna de humo ascendía de una de las chimeneas. El césped recién segado de la pradera tenía el dulce perfume del heno. Un mirlo cantaba desde el castaño. Una mariposa amarilla me precedió a la terraza, trenzando en el aire su vuelo alocado.