Fui soltando las manos y dejé escapar un suspiro… Y en aquel momento, la niebla blanquecina y su silencio, se rasgaron repentinamente, rotos en dos, por una explosión que hizo temblar la ventana. El cristal se estremeció en su marco. Abrí los ojos. Miré a la señora Danvers. El estampido fue seguido de otro, y luego por un tercero y por un cuarto. El retumbar de las explosiones hirió el aire y pájaros invisibles levantaron el vuelo de los árboles del bosque que rodeaba la casa, haciendo eco a los estampidos con su estrepitoso batir de alas.
—¿Qué es eso? ¿Qué ha pasado? —pregunté estúpidamente.
La señora Danvers me soltó el brazo y miró por la ventana, tratando de penetrar la niebla con la mirada.
—Son cohetes —respondió—. Debe de haber encallado algún barco en la bahía.
Nos quedamos escuchando, mirando juntas la niebla blanca y espesa. Al cabo de un rato escuchamos pisadas que corrían por la terraza debajo de nosotras.
E
RA Maxim. No le veía, pero reconocí su voz. Mientras corría iba llamando a voces a Frith. Luego oí a Frith que contestaba desde el vestíbulo y que salía a la terraza. Vi sus dos figuras confusas en la terraza.
—Está en tierra, está bien —dijo Maxim—. Lo estaba mirando desde el cabo y lo vi entrar en la bahía y dirigirse derecho contra los arrecifes. No lo podrán poner a flote con esta marea. Deben de haber creído que estaban en el puerto de Kerrith en vez de en la bahía. La niebla no dejaba ver absolutamente nada ahí fuera. Di en casa que preparen algo de comer y de beber por si esa pobre gente necesita algo y llama a la oficina del señor Crawley y dile lo que ha ocurrido. ¡Ah! Y tráeme unos cigarrillos.
La señora Danvers se retiró de la ventana. Una vez más su cara quedó sin expresión, cubierta por aquella máscara de muerta que tan bien conocía.
—Mejor será que bajemos —dijo—. Frith estará buscándome para que prepare las cosas. Es muy probable que el señor traiga a los náufragos a la casa, como dijo. Tenga cuidado con las manos; voy a cerrar la ventana.
Me hice atrás y vi cómo cerraba la ventana y las maderas, corriendo luego las cortinas.
—Afortunadamente el mar está tranquilo —dijo—, o de lo contrario, esa gente lo hubiera pasado mal. En un día como hoy no corren peligro. Pero el barco se perderá, si es que ha encallado en los arrecifes, como dijo el señor.
Echó una mirada al cuarto, para asegurarse de que no quedaba nada en desorden o fuera de su sitio, y arregló la colcha de la cama de matrimonio. Luego abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar.
—Daré orden en la cocina para que preparen una comida fría, y así no importará la hora en que vuelvan los señores. Puede que el señor no quiera volver a la una en punto si se halla ocupado allá abajo.
La miré, algo aturdida aún, y salí por la puerta abierta moviéndome con dificultad, como un muñeco de madera.
—Cuando vea al señor, haga el favor de decirle, señora, que todo está preparado por si desea traer a casa a los náufragos. Cuando lleguen encontrarán algo caliente esperándolos.
—Está bien, señora Danvers.
Me volvió la espalda y se dirigió, por el pasillo, hacia la escalera de servicio. Vi alejarse su figura larguirucha, chocante, vestida con traje negro, que llegaba justo hasta el suelo rozándolo ligeramente, como las amplias faldas de hace treinta años. Llegó a la esquina del pasillo y dejé de verla.
Fui andando lentamente hacia la puerta que estaba junto al arco, aún con la cabeza aturdida y confusa como si acabara de despertar de un sueño demasiado largo. Pasé la puerta y comencé a bajar las escaleras, sin saber para qué. Frith, que en aquel momento cruzaba el vestíbulo hacia el comedor, se paró al verme y esperó hasta que terminé de bajar.
—El señor vino hace un momento, señora; cogió unos cigarrillos y se volvió a la playa. Parece que ha encallado un barco.
—Ya —dije.
—¿Oyó la señora los cohetes?
—Sí, los oí.
—Yo estaba con Robert en el antecomedor, y al principio los dos creímos que un jardinero había disparado un cohete de los de anoche, y entonces le dije a Robert: «¿Por qué estarán haciendo eso con este tiempo, en lugar de guardarlos para los niños el sábado por la noche?». Pero luego oímos otro y un tercero, y Robert dijo: «Ésos no son fuegos artificíales; eso es un barco que está pidiendo socorro». Y yo le dije: «Me parece que tienes razón». Y salí al vestíbulo, y entonces oí al señor que me estaba llamando desde la terraza.
—Sí —le dije.
—No es de extrañar, con esta niebla, señora. Así se lo acabo de decir a Robert. Es difícil encontrar el camino en tierra, y más aún debe de serlo en el mar.
—Sí, sí.
—Si la señora quiere encontrar al señor, se fue no hace ni dos minutos por la pradera.
—Gracias, Frith.
Salí a la terraza y vi que, poco a poco, los árboles iban precisando sus siluetas al otro lado de la pradera. La niebla se disipaba, subiendo en tenues nubecillas hacia el cielo, formando anillos de humo por encima de mi cabeza. Miré hacia las ventanas de la casa y las vi con las persianas echadas y tan herméticamente cerradas, que parecía lo estuvieran para siempre.
Sólo hacía cinco minutos que había yo estado en pie ante la ancha ventana central. Ahora me parecía altísima y muy lejana. Bajo los pies sentía las losas duras y macizas. Miré al suelo para luego volver a alzar la vista hacia la ventana y, al hacerlo, se apoderó de mí un extraño agobio y noté que se me iba la cabeza mientras gotas de sudor me corrían por la nuca. Ante mis ojos pareció llenarse el aire de negros puntitos saltarines. Entré en el vestíbulo y me senté en una silla. Me estuve allí, muy quieta, sujetándome las piernas.
—¡Frith! —llamé—. ¡Frith!, ¿está usted en el comedor?
—Sí, señora —respondió, y saliendo al momento cruzó el vestíbulo, viniendo hacia mí.
—Frith, aunque le parezca un poco raro…, me gustaría tomar un poco de coñac…
—Ahora mismo, señora.
Continué muy quieta, sujetándome las piernas, hasta que volvió Frith con una copa de licor en una bandeja de plata.
—¿No se encuentra bien la señora? ¿Quiere que llame a Clarice?
—No, ya se me pasará, Frith. Es que tenía un poco de calor; no es nada.
—Es que hace mucho calor esta mañana, señora. Mucho. Casi diría que está la mañana opresiva.
—Sí, Frith, muy opresiva.
Bebí el coñac y coloqué de nuevo el vasito sobre la bandeja.
—Quizá el estampido de los cohetes haya asustado a la señora. ¡Sonaron tan de repente!
—Sí, no los esperaba nadie.
—Y con esta mañana tan calurosa, y habiendo estado anoche tanto tiempo de pie, acaso no se encuentre bien la señora —dijo Frith.
—Sí, puede que sea eso.
—¿No querría la señora echarse un rato? La biblioteca está muy fresca.
—No, no. Voy a salir, seguramente, dentro de unos momentos. No se preocupe, Frith.
—Como mande la señora.
Se fue y me dejó sola. Sentada en el vestíbulo, tranquilo y silencioso, se me fue pasando el sofoco. Habían desaparecido ya todos los rastros de la fiesta. Como si ésta no hubiese tenido lugar. El vestíbulo estaba como de costumbre, gris, callado y austero, con las panoplias y cuadros de siempre. Me parecía imposible que yo hubiera podido estar allí la noche antes, vestida con mi traje azul, al pie de la escalera, dando la mano a los quinientos invitados. No podía figurarme la galería de los trovadores con los atriles de los músicos, ni a los músicos mismos, uno tocando el violín, otro el tambor… Me levanté y salí a la terraza otra vez.
Continuaba levantándose la niebla, subiendo por encima de las copas de los árboles. Ya se veía el bosque al otro lado de la pradera. Encima de mí un sol pálido trataba de atravesar los oscuros celajes. El calor se dejaba sentir más fuerte que nunca; denso, «opresivo», como Frith dijo. Una abeja zumbó junto a mí en busca de néctar, ruidosa, zumbante, hasta que calló de súbito al deslizarse dentro de una flor. En las laderas del repecho, un jardinero puso en marcha el motor de la segadora. Un asustadizo pardillo trazó su huida en el aire, escapando del chirrido de las cuchillas, hacia la rosaleda. El jardinero, inclinado sobre las asideras de mando de su máquina, comenzó, calmoso, a segar el suelo, a ambos lados, con dos surtidores de puntas de hierba y cabezas de margaritas. Me llegó el perfume dulzón y caliente de hierba segada y, al fin, el sol logró perforar la blanca neblina, besándome la cabeza. Llamé a Jasper silbando, pero no vino. Seguramente se había marchado con Maxim, cuando éste bajó a la playa. Miré mi reloj. Eran más de las doce y media, casi la una menos veinte. El día anterior a la misma hora, Maxim y yo estábamos en el jardincillo de delante de la casa de Frank, esperando con éste a que su ama de llaves nos subiera la comida.
Hacía veinticuatro horas me estaban gastando bromas acerca de mi disfraz: «Os vais a llevar la sorpresa más grande de vuestra vida», les había dicho yo.
El recuerdo de tales palabras me hizo sentir una vergüenza dolorosa. Y entonces me di cuenta, por primera vez, de que Maxim no se había marchado, como yo había temido. La voz que había escuchado en la terraza era la que yo conocía, tranquila y serena, no como la que oí desde el descansillo de la escalera salir de su boca la noche antes. Maxim no se había marchado y estaba allí abajo, por la playa. Y estaba tal como él era, tranquilo, normal. Lo único que había hecho, después de todo, era lo que Frank había dicho: salir a dar un paseo, y cuando estaba en el promontorio había visto el barco que se acercaba a la escollera. Mis miedos no tenían razón de ser. A Maxim no le pasaba nada, nada en absoluto. Lo que a mí me había ocurrido fue algo horrible y degradante, algo de lo cual no quería ya acordarme, que ni siquiera acababa de comprender, que era preciso sepultar en lo más hondo de mi memoria, con los miedos pueriles de mi niñez; pero carecía de importancia, al fin y al cabo, mientras que a Maxim no le hubiera pasado nada.
También yo tomé entonces el pendiente y tortuoso sendero que, atravesando la arboleda oscura, bajaba a la playa de la casita de piedra.
La niebla había desaparecido casi por completo, y cuando llegué a la playa vi enseguida el barco, encallado como a dos millas de tierra, con la proa apuntada hacia las rocas. Eché a andar por el rompeolas, y al llegar al final me quedé parada, reclinada contra el muro. En las rocas se veía un grupo de gente que, sin duda, había llegado hasta allí siguiendo el sendero de los vigías costeros de Kerrith. Las rocas y el promontorio pertenecían a la finca de Manderley, pero los de Kerrith siempre habían disfrutado de peaje por la cima del acantilado. Algunos estaban bajando hacia la playa para ver más de cerca el barco varado. Había quedado éste escorado grotescamente con la popa alzada, y junto a él ya se veían numerosas barcas que daban vueltas alrededor. El barco salvavidas iba y venía sin apartarse del lugar del siniestro. Alguien se puso de pie en él y gritó algo por un altavoz, pero no pude oír el qué. En la bahía aún había algo de niebla que me ocultaba el horizonte. Otro barquito de motor apareció con un ruido monótono, llevando varios hombres a bordo. Estaba pintado de gris oscuro, y vi entre los tripulantes uno de uniforme. Será, me dije, el jefe del puerto de Kerrith, con el agente de la Compañía Lloyd’s de seguros. Llegó otra lancha, trayendo curiosos de Kerrith, y se puso a dar vueltas en torno al vapor encallado, mientras la gente charlaba muy excitada. Sus voces me llegaban resbalando por encima del agua.
Volví por el rompeolas hacia la playa, y tomé el sendero que conducía al lugar donde estaba la gente. No vi a Maxim por ningún lado, pero sí a Frank, que estaba hablando con un vigía. Cuando le vi quise esconderme, momentáneamente cortada. No hacía aún una hora que le había llamado por teléfono y ahora no sabía qué hacer; pero en cuanto me vio me saludó con la mano, y entonces me dirigí a él y al vigía que me era conocido.
—¿Qué? ¿A ver el espectáculo, señora? —dijo sonriendo—. Me temo que esté la cosa durilla de pelar. Puede que los remolcadores consigan ponerlo a flote, pero lo dudo. Ha quedado bien sujeto en la escollera.
—¿Qué van a hacer? —pregunté.
—Va a bajar ahora un buzo para ver si la quilla ha sufrido. Es ese hombre, el que tiene el gorro colorado de punto. ¿Quiere usted mirar con los gemelos?
Cogí los gemelos y los enfoqué hacia el barco. Vi unos hombres que examinaban la popa, mientras otro señalaba alguna cosa. El tripulante del barco salvavidas continuaba dando voces por el megáfono.
El jefe del puerto de Kerrith se había unido al grupo de hombres que examinaban la popa del barco. El buzo, con su gorro colorado, estaba sentado en la lancha gris.
La barca con los curiosos continuaba dando vueltas alrededor. Una mujer se había puesto de pie y estaba sacando una fotografía. Un grupo de gaviotas se posó sobre el agua y quedó flotando, gritando estúpidamente, a la espera de algunas sobras de comida.
Devolví los gemelos al vigía, y le dije:
—No parece que ocurra nada.
—Ahora, enseguida, bajará el buzo —dijo el vigía—. Al principio tienen que discutir un poco, como todos los extranjeros. Allí vienen los remolcadores.
—No conseguirán nada —dijo Frank—. No hay más que ver lo escorado que está. Allí hay mucha menos agua de lo que yo creía.
—Esa escollera entra mucho en el mar —dijo el vigía—. Lo que ocurre es que en lancha se pasa por encima sin notarlo. Pero un barco de ese calado, claro, ha dado de lleno contra ella.