Frank salió acompañado de Ben. Julyan miró a Maxim y le dijo:
—Ese pobrecillo parecía aterrado. Estaba temblando como una hoja. ¿Le han maltratado alguna vez?
—No —dijo Maxim—. Es completamente inofensivo y siempre le he dejado que vague a su gusto por toda la finca.
—Pues estoy seguro de que alguien le ha asustado. Tenía los ojos como un perro que sabe que le van a pegar.
—¡Si le hubiesen dado una buena paliza, seguramente se hubiera acordado de mí! Pero, en lugar de eso, lo contrario: le van a recompensar con una buena cena, y, ¡ay de quien le toque el pelo!
—Este testigo, desde luego, no le ha servido a usted para nada —dijo el coronel tranquilamente—. No puede usted aducir la más mínima prueba de acusación contra De Winter. Ni siquiera el motivo que usted cita es suficiente. Si lleva el asunto a los tribunales, fracasará usted en su propósito. Dice usted que iba a casarse con la difunta señora de Winter y que la veía clandestinamente en la casita de la playa, pero hasta ese pobre idiota que acaba de salir dice que jamás le ha visto a usted. Por lo tanto, no tiene prueba de esas pretendidas relaciones.
—¡Ah!, ¿no? —dijo Favell.
Le vi sonreír y dirigirse al timbre.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó el coronel.
—Ahora lo verá.
Adiviné de qué se trataba. Frith apareció.
—Dile a la señora Danvers que venga —dijo Favell.
Frith miró un momento a Maxim, y éste asintió con un gesto. Frith salió y el coronel preguntó:
—¿No es la señora Danvers el ama de llaves?
—Pero también era amiga de Rebeca. La conoció mucho antes de que se casara, y se puede decir que la crió. Creo que va usted a encontrar en Danny un testigo bastante diferente de Ben.
Frank entró en el cuarto y Favell le dijo:
—¡Qué! ¿Venimos de acostar a Ben? ¿Le han dado ya de cenar y le han dicho que sea buen chico? Me parece muy bien; pero creo que ahora la sociedad en comandita no va a salir tan bien librada.
—Favell ha mandado decir que venga la señora Danvers, porque cree que puede decir algo de interés —dijo el coronel.
Frank lanzó una mirada a Maxim; el coronel la advirtió y apretó los labios. No me gusto nada ese gesto. No, nada. Comencé a morderme las uñas.
Todos quedamos en espera de que se abriese la puerta. Al fin entró la señora Danvers. Hasta entonces, casi siempre la había visto sola y a mi lado parecía alta y enjuta, cuando noté lo bajita que era en comparación con Favell, Frank y Maxim, me dio la impresión de que se había encogido y arrugado. Se quedó junto a la puerta, mirándonos a todos por turno.
—Buenas tardes, señora Danvers —dijo Julyan.
—Buenas tardes, señor coronel.
Era la misma voz gastada, muerta, automática, que yo había escuchado tan a menudo.
—Ante todo, quiero hacerle una pregunta —dijo Julyan—. ¿Sabe usted la clase de relaciones que unían a la difunta señora de Winter con el señor Favell, aquí presente?
—Eran primos hermanos.
—No me refiero a relaciones de consanguinidad, sino a algo más íntimo.
—No sé qué quiere usted indicar.
—¡Vamos! ¡Venga ya, Danny! Sabes perfectamente lo que quiere decir. Yo ya se lo he dicho al señor coronel, pero no quiere creerme. ¿Verdad que Rebeca y yo nos entendíamos? ¿Verdad que estaba enamorada de mí?
Para mi sorpresa la señora Danvers le observó en silencio, con un punto de desprecio.
—No.
—¡Oye!, ¡vieja estúpida…! —empezó a decir Favell, pero la señora Danvers le interrumpió:
—No estaba enamorada de usted ni del señor. No estaba enamorada de nadie. Estaba por encima de esas cosas. Despreciaba a todos los hombres.
Favell se puso rojo de ira.
—Óyeme: ¿venía o no venía por el sendero del bosque a encontrarse conmigo, una noche y otra noche? ¿No la esperabas tú? ¿No solía pasar los fines de semana conmigo en Londres?
—¡Y qué! —saltó la señora Danvers, con pasión repentina—. ¡Qué, si lo hacía! ¿No tenía ella derecho a divertirse? Para ella el amor era un juego. Ella misma me lo dijo. Se dejaba querer porque eso le divertía, porque le hacía reír. Y de usted se reía, como de todos los demás. ¡Cuántas veces la he visto reírse a carcajadas de todos ustedes!
Había algo horrible en aquel inesperado torrente de palabras. Algo repugnante que, sin embargo, no me resultaba nuevo. Maxim se había puesto lívido. Favell estaba mirando a la señora Danvers como si no acabara de comprender. El coronel se tiraba de los pelitos del bigote. Nadie dijo nada durante algunos minutos, y nada se oía sino el incesante salpicar de la lluvia. Entonces, la señora Danvers rompió a llorar. Lloraba como aquella mañana en la alcoba, con llanto seco y angustioso. Yo no podía mirarla, y hube de volverme de espaldas. Todos continuamos callados. Y el ruido de la lluvia se entremezcló con el de los gemidos de aquella mujer. Faltó poco para que comenzara a gritar sin poderme contener. Deseaba salir del cuarto corriendo y gritando.
Nadie se acercó a ella ni hizo lo más mínimo para consolarla, mientras continuaba llorando. Por fin, tras una eterna espera, fue dominándose, poco a poco, hasta quedar inmóvil el cuerpo, con la cara haciendo extrañas muecas y las manos agarrándose nerviosas a la negra tela de su vestido. Al fin calló, y el coronel habló sosegada y tranquilamente:
—Señora Danvers: ¿podría usted pensar en alguna causa, aunque fuera muy remota, que pudiera haber inducido a su señora a quitarse la vida?
Tragó saliva y continuó retorciendo la tela de su vestido, para luego sacudir la cabeza y responder:
—No.
—¿Lo ven ustedes? —intervino Favell—. Es imposible. Ella lo sabe tan bien como yo. Ya se lo he dicho.
—Usted, cállese —dijo el coronel—. Deje a la señora Danvers tiempo para pensar. Todos estamos de acuerdo en que esa suposición parece absurda. Y no estoy discutiendo la autenticidad o la veracidad de esa nota. Esa nota la escribió durante las pocas horas que pasó en Londres. Tenía algo importante que comunicarle. Existe la posibilidad de que si supiésemos qué es lo que tenía que decirle, pudiéramos dar con la solución de este terrible problema. Enseñe esa nota a la señora Danvers. Puede que ella sepa indicarnos algo.
Favell se encogió de hombros, buscó la nota en el bolsillo y la tiró a los pies de la señora Danvers, que se agachó para recogerla. Todos estuvimos mirándola mover los labios mientras la leía. La leyó dos veces. Después negó con la cabeza.
—No sé qué quiere decir. Si hubiese tenido algo importante que decir al señorito Jack…, antes me lo hubiera dicho a mí.
—Usted, ¿no la vio aquella noche?
—No; había salido. Pasé la tarde en Kerrith. Nunca me lo perdonaré. Nunca, hasta el día de mi muerte.
—Entonces…, no sabe lo que le ocurría, no nos puede dar una idea… Esas palabras «Tengo algo que decirte», ¿no le indican absolutamente nada?
—No, nada.
—¿Nadie sabe que hizo ella durante su último día en Londres?
Nadie respondió. Maxim sacudió la cabeza. Favell dejó escapar una imprecación y dijo:
—Esa nota la dejó en mi casa a eso de las tres de la tarde. El portero la vio. Para llegar aquí cuando lo hizo debió de salir de Londres enseguida, y aún así tuvo que venir echando chispas por esas carreteras.
—La señora tenía hora con el peluquero desde las doce a la una y media —dijo la señora Danvers—. Me acuerdo, porque yo misma telefoneé a Londres a media semana para que le reservasen esa hora. De doce a una y media. Cuando iba a arreglarse el pelo comía siempre en su club, para no tener que quitarse las horquillas tan pronto. Es casi seguro que comió allí ese día.
—Vamos a suponer que tardase medía hora en comer; ¿qué hizo hasta las tres? Eso es lo que deberíamos averiguar —dijo el coronel.
—Pero, ¡hombre! ¿Qué demonios nos importa lo que hizo? —gritó Favell—. Lo único que nos interesa es saber que ella no se mató.
—Yo tengo en mi cuarto su agenda —dijo la señora Danvers—. Me quedé con todas esas cosas, porque el señor nunca me las pidió. Es posible que apuntase sus citas de aquella tarde. En esas cosas era muy ordenada. Las apuntaba todas, y una vez que las había cumplido, ponía una cruz. Si cree usted que puede servir para algo, iré por la agenda.
—¿Qué dice, De Winter? ¿Le importa que la veamos?
—¿A mí? ¡Claro que no! ¿A santo de qué iba a importarme?
Una vez más vi que Julyan miraba a Maxim con la misma expresión de curiosidad. Esta vez también Frank lo notó, y él, a su vez, miró a Maxim, y luego a mí. Me levanté y me puse a mirar por la ventana. Ya no llovía tan fuerte. La violencia del chaparrón había cesado. Ahora, la lluvia caía con un rumor más suave, más tranquilo. La grisácea luz del anochecer iluminaba el cielo. El césped parecía más oscuro al empaparse de lluvia, y los árboles, como envueltos en mantos de melancolía. Yo escuchaba a la servidumbre en el piso de arriba, corriendo las cortinas, cerrando las ventanas que aún quedaban abiertas, preparando la casa para la noche. La rutina del día seguía su curso inalterable. Cortinas cerradas, zapatos que se llevaban a limpiar, la toalla puesta en la silla del cuarto de baño y el agua corriendo en mi bañera. Las camas preparadas, las zapatillas debajo de la silla. Y, mientras tanto, allí estábamos nosotros, en la biblioteca, callados, conscientes de que el destino de Maxim iba a decidirse en unos instantes.
Cuando oí que la puerta se cerraba suavemente, me volví. Era la señora Danvers, que volvía con la agenda en la mano.
—No me equivocaba. Aquí están las citas, como les había dicho. Aquí están las del día en que murió.
Abrió la agenda, que era un librito encuadernado en piel roja, y se lo dio al coronel, el cual, una vez más, sacó las gafas. Hubo una pausa mientras el coronel examinaba la página en cuestión. No sé por qué, pero en aquellos momentos que pasó examinando la página del diario, mientras nosotros esperábamos, fueron los más angustiosos de aquel horrible día.
Miré a Maxim, clavándome las uñas en las palmas de las manos, recelando de que el alborotado latir de mi corazón pudiera ser oído por el coronel.
—¡Hola! —dijo, señalando con el dedo hacia la mitad de la página. «¡Ahora ocurrirá algo definitivo y sin remedio!», pensé—. Sí, aquí lo tenemos: «A las doce, peluquero», como dijo la señora Danvers, y a su lado, una cruz, lo que indica que estuvo en el peluquero. «A la una, comida en el club», y la correspondiente cruz. Pero y esto, ¿qué significa? «A las dos, Baker». ¿Quién era este Baker?
Miró primero a Maxim, que sacudió la cabeza, y luego a la señora Danvers.
—¿Baker? —repitió ésta—. No conocía a nadie con ese nombre. Jamás he oído ese nombre.
—Pues aquí está bien claro —dijo Julyan alargándole la agenda—. Véalo usted misma, y con una cruz trazada con fuerza, hecha como si quisiera romper el lápiz. No cabe duda de que, sea quien sea este Baker, le vio.
La señora Danvers estaba mirando el nombre escrito en la agenda y la cruz negra que aparecía a su lado, mientras repetía: «Baker, Baker… ».
—Me parece que si averiguáramos quién es este Baker, resolveríamos el misterio —dijo el coronel—. ¿No habría caído en garras de prestamistas?
—¿Mi señora entre prestamistas? —dijo la señora Danvers mirándole con desprecio.
—Bueno, pues, chantajistas, tal vez —dijo mirando hacia Favell.
La señora Danvers negó con la cabeza y continuó repitiendo: «Baker…, Baker…».
—¿Tenía algún enemigo? ¿Alguien que la hubiera amenazado y de quien tuviera miedo?
—¿Miedo ella? —dijo la señora Danvers—. No temía a nada ni a nadie. Lo único que la preocupaba era hacerse vieja y enfermar, morir en la cama. Mil veces me dijo que cuando muriera quería hacerlo como una vela que se apaga. Y éste fue mi único consuelo cuando murió, porque el ahogarse no duele, ¿verdad?
Miró inquisitivamente al coronel, pero éste no contestó. Se quedó un momento dudando, tirándose del bigote; y le vi dirigir otra de aquellas miradas a Maxim.
—¡Estamos perdiendo el tiempo estúpidamente! —dijo Favell adelantándose—. Nos estamos saliendo de la cuestión. ¿A quién le importa ese señor Baker? ¿Qué tiene que ver él en el asunto? Probablemente es un vendedor de medias o de cremas para la cara. Si se tratara de alguien de importancia, Danny, para quien Rebeca no tenía secretos, habría oído hablar de él.
Yo miraba a la señora Danvers, que, agenda en mano, volvía una a una las hojas, cuando dejó escapar una exclamación.
—Aquí hay algo… Entre los números de teléfono dice: «Baker, 0488». Pero no dice qué central.
—¡Magnífico, Danny! —dijo Favell—. Con los años te estás convirtiendo en un detective formidable. Es una lástima que llegues tarde por doce meses. Eso lo podías haber hecho hace un año.
—Desde luego, éste es el número del teléfono —dijo el coronel—. 0488, y el nombre de Baker. ¿Por qué no pondría también la central?
—¡No importa! ¡Pruébelas todas! —dijo Favell irónicamente—. Tardará toda la noche, da lo mismo. A Max no le importa tener que pagar una cuenta de teléfono de cien libras, ¿verdad, Max? La cuestión es ganar tiempo; lo mismo haría yo si me encontrara en tu pellejo.
—Al lado del número hay un garabato —dijo el coronel—; pero puede tomarse por cualquier cosa. Mire, señora Danvers; ¿cree usted que puede ser una «M»?
La señora Danvers volvió a coger la agenda.
—Podría ser una «M» —dijo poco segura—; pero no parece su letra. Acaso si lo hubiera hecho con mucha prisa… Sí pudiera ser una «M».
—Mayfair 0488 —dijo Favell—. ¡Qué portentoso genio el mío!
—¡Está bien! —dijo Maxim, encendiendo el primer cigarrillo—. Vamos a probar. Anda, Frank, pide conferencia con Mayfair 0488.
Sentí que el dolor me subía hasta el corazón. Me quedé muy quieta apretándome el costado con una mano. Maxim no me miró.
—Anda, hombre, Frank, ¿qué esperas? —insistió Maxim.
Pasó Frank al cuartito de al lado. Estuvimos esperando mientras pedía la comunicación. A los pocos momentos volvió.
—Dicen que me llamarán.
El coronel puso las manos a la espalda y empezó a pasear por la habitación. Estuvimos un rato en silencio, hasta que, transcurridos unos cuatro minutos, rompió el silencio la llamada aguda e insistente del teléfono, con esa persistencia irritante y monótona que anuncia una conferencia telefónica. Fue Frank a contestar.
—¿Es el 0488 de Mayfair…? ¿Puede decirme si vive ahí alguien llamado Baker? Está bien. Bueno, perdón. Sí, seguramente me han dado un número equivocado. Muchas gracias.