Jasper estaba resoplando, oliendo la escala de hierro.
—Ven —le dije—; no quiero caerme detrás de ti.
Volví a la playa por el malecón. La casita a la orilla del bosque no tenía un aspecto tan misterioso y amedrentador como la primera vez que la vi. Era el sol, que lo cambiaba todo. Hoy tampoco golpeaba la lluvia sobre el tejado. Fui acercándome, despacito, por la playa. Después de todo, no era más que una casita donde no vivía nadie. No había por qué asustarse. No había ningún motivo en absoluto. Cualquier casa tiene un aspecto húmedo y siniestro cuando no ha sido habitada durante algún tiempo. Hasta los sitios nuevos. Además…, ¿no se habían celebrado allí hasta cenas a la luz de la luna? Los invitados que venían a pasar el sábado y el domingo, bajaban allí probablemente para bañarse, y luego saldrían a dar un paseo en el barquito o balandro. Me quedé mirando el jardincito, abandonado, invadido de ortigas. Tendría que cuidarlo alguien, uno de los jardineros. No hacía falta dejarlo en aquel estado. Empujé la verja, y fui hasta la puerta de la casita. No estaba cerrada del todo. Yo estaba segura de haberla cerrado bien la última vez. Jasper empezó a gruñir, olfateando y dando resoplidos, con el hocico pegado a la rendija de la puerta.
—¡No! ¡Jasper! ¡Calla!
Continuó resoplando ruidosamente, con el hocico metido en la hendidura. Empujé la puerta y miré dentro. Estaba muy oscuro. Como la otra vez. Nada había cambiado. Allí estaban las telarañas colgando de las jarcias de los barquitos. Pero la puerta del otro cuartito estaba abierta. Jasper volvió a gruñir, y se oyó el ruido de una cosa que caía. Ladró entonces furioso, y escabulléndose por entre mis piernas entró en la casa y se fue como una flecha hacia la puerta abierta. Le seguí latiéndome el corazón, pero luego me quedé parada en medio del cuarto.
—¡Jasper! ¡Ven ahora mismo!
Estaba a la puerta del cuartito, ladrando furioso, casi locamente. Allí dentro había algo… alguien. No era una rata, pues contra una rata se hubiera echado sin dudarlo.
—¡Ven aquí! ¡Jasper!
Pero no hizo caso. Fui hasta la puerta del cuartito, muy despacio.
—¿Hay alguien aquí dentro? —dije.
No contestó nadie. Me incliné y agarré el collar de Jasper, mirando luego con precaución, asomando la cabeza. Allá, en una esquina, apoyado contra la pared, había alguien sentado. Alguien que, a juzgar por su postura encogida, estaba todavía más asustado que yo. Era Ben, y estaba tratando de esconderse detrás de unas velas.
—¿Qué pasa, Ben? ¿Quieres algo? —le pregunté.
Abrió y cerró los ojos estúpidamente y miró, con la boca entreabierta.
—Yo no he hecho nada —dijo.
—¡Calla ya! —dije, regañando a Jasper.
Le tapé el hocico con la mano, y luego, quitándome el cinturón, se lo pasé por el collar a guisa de cadena.
—¿Qué quieres Ben? —pregunté, sintiéndome ahora ya algo más valiente.
No me respondió. Solamente me miraba con sus ladinos ojos de idiota.
—Más vale que salgas —le dije—. Al señor de Winter no le gusta que ande gente entrando y saliendo por aquí.
Se puso en pie, tambaleándose, sonriendo estúpidamente, y se limpió la nariz con el dorso de la mano. La otra la conservaba en la espalda.
—¿Qué tienes ahí, Ben?
Me obedeció como un chiquillo y me mostró la otra mano. Tenía un trozo de cuerda de la usada en las cañas de pescar.
—Yo no he hecho nada —repitió.
—¿Has cogido algo de aquí? —le pregunté.
—¿Eh?
—Mira, Ben —le dije—. Si quieres te puedes llevar esa cuerda, pero no debes volverlo a hacer. No debes coger lo que no es tuyo.
No dijo nada. Abría y cerraba los ojos, retorciéndose inquieto.
—Vamos, ven —le dije con firmeza.
Salió al cuarto grande y me siguió. Jasper ya había cesado de ladrar y ahora estaba oliéndole los talones a Ben. No quería estarme más tiempo en la casita y salí rápidamente, buscando la luz del sol. Ben me siguió arrastrando los pies. Entonces cerré la puerta.
—Mejor será que te vayas a tu casa —le dije a Ben.
Apretaba el pedazo de cuerda contra su corazón, como si fuese un tesoro.
—Usted no me mandará al asilo, ¿verdad?
Vi que el miedo le sacudía todo el cuerpo. Le temblaban las manos y tenía los ojos suplicantes, como los de un animal, fijos sobre los míos.
—Claro que no —le contesté con dulzura.
—Yo no he hecho nada —repitió—. Nunca se lo he contado a nadie. ¡No quiero ir al asilo!
Rodó una lágrima por la sucia mejilla.
—No te apures, Ben —le dije—. Nadie te va a mandar al asilo. Pero no debes volver a entrar en la casa.
Eché a andar, pero me siguió, tratando de cogerme una mano.
—Mire —me dijo—, tengo una cosa para usted.
Sonrió neciamente; me hizo señas de que le siguiera, y fue hacia la playa. Le seguí, y al poco trecho se inclinó y levantó una piedra plana, junto a una roca. Debajo había un montoncito de conchas. Escogió una y me la ofreció.
—Ésta es para usted —me dijo.
—Muchas gracias, Ben; es preciosa —le dije.
Sonrió otra vez, restregándose una oreja, ya olvidado el miedo.
—Tiene usted ojos de ángel.
Volví a mirar la concha, bastante sorprendida, sin saber qué decir.
—Usted no es como la otra —dijo.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién es la otra?
Movió la cabeza de un lado para el otro, y volvieron los ojos a mirarme furtivamente. Se puso un dedo contra un lado de la nariz, y dijo:
—Era alta. Era morena. Parecía una culebra. Yo la he visto. Con estos ojos la he visto. Por las noches, venía por las noches. Yo la he visto.
Hizo una pausa, mirándome fijamente. Calló. Luego siguió:
—¡Una vez la pesqué! ¡Cómo se puso! Se volvió contra mí. «¿No sabes quién soy?». Eso me dijo, y también: «Tú no me has visto aquí nunca, ¿sabes? Nunca. Si te cojo otra vez mirando por la ventana, te meto en el asilo. Eso no te gustaría, ¿verdad? En el asilo pegan», me dijo. Y yo, entonces, fui y le dije: «Yo no contaré nada, señorita». Y me toqué así la gorra, de esta manera.
Se tocó el sombrero de hule y luego preguntó ávidamente:
—Ya no está, ¿verdad?
—No sé de qué estás hablando, Ben —le dije muy despacio—. Nadie te va a mandar al asilo. Buenas tardes, Ben.
Me alejé por la playa hacia el sendero, tirando de Jasper por el cinturón. ¡Pobre diablo! Claro que estaba chiflado. No sabía de qué hablaba. Era poco probable que nadie le hubiera amenazado con el asilo. Tanto Maxim como Frank me habían dicho que era inofensivo. Seguramente los de su familia habían estado hablando de él y lo escuchó. El recuerdo de aquella conversación habría quedado impreso en su memoria, como en la de un niño una estampa fea. Probablemente tenía la inteligencia de un niño y sentiría simpatías y antipatías repentinas. Un día le gustaba alguien sin motivo alguno y estaría amable, y al otro, hosco. Conmigo se mostró simpático porque le dije que podía quedarse con la cuerda para anzuelos. Al día siguiente, si me veía, quizá ni me conociera. Era absurdo hacer caso de las palabras de un idiota. Volví la cabeza, sin dejar de andar, y miré hacia la caleta. La marea había empezado a subir y el agua se arremolinaba, poco a poco, alrededor del muro saliente que formaba el malecón. Ben había desaparecido entre las rocas. La playa estaba desierta de nuevo. A través de un claro, entre los árboles sombríos, vi un momento la chimenea de la casita. Y entonces se apoderó de mí un deseo repentino de echar a correr. Comencé a tirar de Jasper y subí anhelante por el sendero en cuesta, atravesando el bosque, sin volverme a mirar hacia atrás. Si me hubiesen ofrecido todos los tesoros del mundo, no hubiera podido deshacer el camino y bajar de nuevo a la casita de la playa. Me parecía que allá abajo esperaba alguien, en el jardincito donde crecían ortigas. Alguien que vigilaba y escuchaba.
Jasper ladraba, corriendo a mi lado. Se creía que era un juego nuevo. Mientras corríamos, trataba de morder y sacudir el cinturón que le ataba. No había notado yo lo juntos que allí crecían los árboles, ni sus raíces, que se extendían a través del sendero como zarcillos trepadores para hacernos caer. Corría y corría, respirando a duras penas, y a la vez pensaba: «Esto debería limpiarse. Maxim debía mandar unos hombres aquí para que empezaran enseguida. Esta maleza no tiene sentido ni es bonita». Aquella hilera de setos habría que talarla para dar un poco más de claridad al sendero. Ahora estaba oscuro, demasiado sombrío. Un desnudo eucalipto, medio asfixiado por las zarzas, parecía un esqueleto blanco y descolorido. Corría junto a él un arroyo negro y terroso, de curso entorpecido por el cieno de muchos años de lluvia, que se deslizaba silencioso hacia la playa, allá abajo. Aquí no cantaban los pajarillos, como en el valle. Era un silencio distinto. Corría y corría, falta de resuello, siempre subiendo por el sendero, y oía el rumor del mar, al adelantarse la marea arrastrándose por la playa, entrando en la caleta. Comprendía por qué a Maxim no le gustaban ni la caleta ni el sendero. Igual me ocurría a mí. Había sido una tontería venir por aquel camino. Me debía haber quedado en la otra playa, sobre las guijas blancas, para volver por el Valle Feliz.
Mucho me alegré de salir, al fin, a los macizos de césped, y ver la casa allá, en la hondonada, sólida y segura. Había salido de la espesura. Le diría a Robert que me sirviera el té bajo el castaño. Miré el reloj. Era más temprano de lo que creía; ni siquiera eran las cuatro. Tendría que esperar un rato. En Manderley no era costumbre tomar el té antes de la media. Me alegré de que no estuviera Frith. Robert no complicaba tanto el ceremonial para servir el té en el jardín. Cuando cruzaba por el césped para llegar a la terraza, me llamó la atención un rayo de sol reflejándose en algo metálico que se veía a través del verdor de los rododendros, en la revuelta del camino. Parecía el radiador de un automóvil. ¿Sería alguna visita? Pero hubieran llegado en el coche hasta la puerta, en vez de dejarlo allí oculto en el recodo, junto al seto. Me acerqué más. Sí, en efecto, era un automóvil. Ahora ya podía ver las aletas y el capó. ¡Qué cosa más rara! Las visitas no solían hacer eso. Y los de las tiendas iban por la parte trasera de la casa, pasando por las antiguas cuadras y el garaje. No era el Morris de Frank. Ese coche lo conocía yo de sobra. Éste era largo, bajo, un coche deportivo. Me quedé pensando lo que debía hacer. Si fuera una visita, Robert la habría llevado al salón o a la biblioteca. Desde el salón me verían al cruzar las praderas de césped. Y yo no quería presentarme a una visita vestida como iba. Tendría que invitarlos a tomar el té. Me quedé dudando donde empezaba el césped. No sé por qué, acaso porque el sol hiciera brillar algún cristal, alcé la cabeza y miré hacia la parte superior de la casa cuando noté, sorprendida, que alguien había abierto una de las ventanas del ala de poniente. Vi un bulto en la ventana. Un hombre. Debió de verme él también, pues se retiró apresuradamente, y alguien sacó un brazo y cerró la persiana.
Era el brazo de la señora Danvers. Reconocí la manga negra. Creí un momento que sería día de visita para el público y estaría ella enseñando la casa. Pero no, no podía ser, pues eso lo hacía siempre Frith, y Frith había salido. Además, las habitaciones de poniente no se abrían nunca al público; ni siquiera yo las había visto aún. No, no era día de visita. Nunca había turistas los martes. Puede que fuera alguien llamado para reparar algo en una de las habitaciones. Pero no dejaba de ser raro que aquel hombre, en cuanto me vio, se metiera dentro a toda prisa, y que luego cerraran la ventana. ¿Y el coche que habían dejado detrás de los rododendros, para que no se pudiera ver desde la casa? Bueno, allá la señora Danvers. Yo no tenía nada que ver con aquello. Si ella tenía amigos a quienes enseñaba el ala de poniente, no era asunto de mi incumbencia. Pero… no sabía que hubiera ocurrido antes. No dejaba de ser una casualidad que fuese el único día que Maxim no estaba en casa.
Crucé el césped, algo intranquila, pensando que quizá me estuvieran mirando desde detrás de las persianas.
Subí la escalinata y pasé al vestíbulo por la gran puerta principal. No había rastro de sombrero o bastón desconocidos; ninguna tarjeta en la bandeja. Estaba claro que no se trataba de una visita para nosotros. Por tanto, no era asunto mío. Entré en el cuarto de las flores, y me lavé las manos, para ahorrarme el tener que ir hasta el mío. Hubiera sido violento encontrármelos frente a frente en la escalera o en otro sitio cualquiera. Me acordé de que había dejado las cosas de hacer punto en el gabinete, antes de comer, y fui hacia allá por el salón, con el fiel Jasper pisándome los talones. La puerta del gabinete estaba abierta. Y noté que habían cambiado de sitio mi bolsa de labor. Yo la dejé sobre el sofá, y alguien la había cogido y metido detrás de un almohadón. En el lugar donde estuvo mi bolsa se veía el hoyo dejado por una persona al sentarse sobre los almohadones del sofá. Hacía muy poco que alguien había estado sentado allí y había quitado mi bolsa, porque le estorbaba. También habían movido la silla del escritorio. Por lo visto, cuando Maxim y yo no andábamos por allí, la señora Danvers recibía a sus amistades en el gabinete. Hubiera preferido no saberlo, y el descubrimiento me molestó.
Jasper estaba oliendo el sofá y moviendo el rabo. Por lo menos, él no sospechaba del visitante. Cogí mi bolsa de labor y salí del cuarto. En el mismo momento, la puerta del salón que daba al corredor enlosado y las dependencias traseras de la casa se abrió, y oí unas voces. Volví como una flecha al gabinete, justo a tiempo de que no me descubrieran. Allí me quedé, detrás de la puerta, haciendo un gesto a Jasper, que se había quedado al acecho, con la lengua colgando y moviendo el rabo. El demonio del perro iba a descubrirme. Me quedé muy quieta, casi sin respirar.
Entonces oí la voz de la señora Danvers, que decía:
—Debe de haber entrado en la biblioteca. Ha vuelto temprano por algún motivo. Si está en la biblioteca, puede usted salir por el vestíbulo sin que le vea. Espere aquí mientras voy a ver.
Estaban hablando de mí. Aumentó mi incomodidad más que nunca. Todo aquello era demasiado misterioso. Y yo no quería coger a la señora Danvers haciendo algo que no estuviera bien. En aquel mismo momento, Jasper volvió la cabeza rápidamente hacia el salón, y salió moviendo el rabo.
—¡Hola, chuchillo! —oí que decía la voz de un hombre.
Jasper comenzó a ladrar de alegría. Busqué con la mirada un lugar donde esconderme. No había sitio alguno. Se fueron acercando las pisadas, y el hombre entró en el gabinete. Al principio, no me vio, porque estaba yo detrás de la puerta; pero Jasper se lanzó sobre mí ladrando de contento.