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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (23 page)

BOOK: Rebeca
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Tenía razón, claro que tenía razón. Pobre Frank, tan bueno, mi amigo, mi aliado. Yo no era más que una egoísta y una histérica, una mártir de mi propio complejo de inferioridad.

—Esto se lo habría debido decir a usted antes —le dije.

—¡Ojalá lo hubiese hecho! Puede que se hubiera ahorrado muchas preocupaciones.

—Me encuentro más feliz, mucho más feliz. Y…, pase lo que pase, puedo contar con usted como un amigo, ¿verdad, Frank?

—¡Por completo!

Habíamos salido de la sombría arboleda del camino y había mucha más claridad. Nos miraban los rododendros. Pronto pasaría su hora. Ya estaban demasiado abiertos y algo mustios. El próximo mes comenzarían a caérseles los pétalos, uno a uno, y los jardineros los barrerían. Su belleza era poco duradera. Breve, corta.

—Frank, antes de dar por terminada esta conversación para siempre, ¿promete decirme la verdad si le pregunto una cosa?

Se paró y me miró con desconfianza.

—Eso no es justo —respondió—; podría usted preguntarme algo a lo que yo no pudiera responder de ninguna manera.

—No, no es una pregunta de esa clase. No es íntima, ni personal, ni nada de eso.

—Bueno, haré lo que pueda.

Íbamos andando por la curva final del camino, y Manderley se alzaba ante nosotros, sereno, tranquilo, en medio de los prados de césped, sorprendiéndome, como siempre, con su simetría perfecta, con su gracia y su gran sencillez.

El sol jugaba sobre los cristales de los ajimeces. Las piedras de los muros, a las que se agarraba el liquen, brillaban con luz color de miel. Una delgada columna de humo subía, retorciéndose en el aire, desde la chimenea de la biblioteca. Me mordí la uña del pulgar, y mirando a Frank con el rabillo del ojo, le pregunté:

—Dígame —y procuré dar a mi voz el tono más natural posible para quitar importancia a la cosa—. Dígame: ¿era bonita Rebeca?

Calló unos segundos. No le podía ver la cara, pues estaba mirando hacia la casa.

—Sí —dijo lentamente—, sí; es probable que sea la mujer más bonita que he visto en toda mi vida.

Subimos la escalinata, entramos en el vestíbulo, y llamé la timbre para que sirvieran el té.

Capítulo 12

N
O veía mucho a la señora Danvers, siempre dedicada a sus quehaceres. Continuaba llevando la casa, me telefoneaba a diario al gabinete, y me mandaba, sin falta, los menús para que los aprobara. Pero a eso se reducían nuestras relaciones.

Ella había contratado para mi servicio particular a una doncella, Clarice de nombre, hija de alguien de la finca, una muchacha agradable, bien educada, que, afortunadamente, no había servido antes y no tenía, por ello, ideas alarmantes acerca de lo que estaba bien y mal. Creo que de toda la casa era la única que me respetaba verdaderamente. Para ella yo era «la señora». Las posibles críticas de los demás criados no la afectaban. Había estado alejada de Manderley algún tiempo, pues la había educado una tía suya, que vivía a veinticinco kilómetros de distancia, y en cierto modo era tan nueva en Manderley como yo. Con ella me encontraba a gusto. No me importaba decirle:

—Clarice, ¿quieres hacer el favor de coserme esta media?

La otra, Alice, la criada, era mucho más exigente. Yo prefería sacar a escondidas mis combinaciones y camisones del cajón donde los guardaba, y coserlos yo misma, que dárselos a ella para que lo hiciese. Una vez la vi con una de mis combinaciones sobre el brazo examinando la sencilla tela y el humilde borde de puntilla. Nunca olvidaré su cara. Estaba casi escandalizada, como si aquella pobreza fuera un insulto a su orgullo. Nunca se me había ocurrido ponerme a pensar en mi ropa interior. Mientras estuviera limpia y bien arreglada creía que la calidad de telas y encajes no tenía importancia. Las novias, al casarse, a juzgar por lo que yo había leído, se compraban complicados juegos, con docenas y más docenas de cada cosa, pero yo no había ni pensado en ello. La cara de Alice me sirvió de lección. Escribí a toda prisa a una tienda de Londres pidiendo un catálogo de ropa interior. Para cuando acabé de elegir, Alice ya no estaba a mi servicio, por haberla sustituido Clarice. Me pareció que no valía la pena comprar ropa nueva en honor de Clarice; metí los catálogos en un cajón y nunca llegué a escribir a la tienda.

Pensé algunas veces si Alice se lo había dicho a los demás, y si se comentaría mi ropa interior entre las criadas como asunto algo delicado del que se hablaría a media voz cuando no hubiera hombres escuchando. Porque Alice era persona demasiado seria para hablar del asunto en broma. Jamás podría ella aludir a tal cosa jocosamente durante una conversación con Frith.

No, mi ropa interior era un asunto demasiado serio. Algo así como un caso de divorcio, cuya vista se celebra a puerta cerrada… En cualquier caso me alegró la sustitución. Clarice no sabía distinguir un encaje legítimo de su imitación. Fue un gesto amable de la señora Danvers contratarla. Supongo que pensaría que éramos tal para cual. Ahora que ya sabía los verdaderos motivos de la enemistad de la señora Danvers, la situación se me hacía más llevadera. Sabía que no me tenía un odio personal, sino que le dolía lo que yo representaba. Su actitud hubiera sido idéntica hacia cualquier otra que ocupase el lugar de Rebeca. Al menos, así deduje de lo que Beatrice me había dicho el día que vino a comer.

—¿No lo sabías? —dijo—. Adoraba a Rebeca.

Esas palabras, en un principio, me habían sorprendido. No sé por qué, pero no las esperaba. Pero cuando pensé en ellas, comencé a perder el miedo a la señora Danvers. Empecé a sentir lástima de ella. Me imaginaba lo que debía sufrir. Le dolería cada vez que me oyese llamar «la señora de Winter». Cuando a diario me llamaba por teléfono estaría pensando en otra voz al oírme contestar: «Dígame señora Danvers». Cuando recorriera las habitaciones y encontrase algo que indicase mi paso por allí, acaso una boina sobre una silla, una bolsa con mis cosas de hacer punto, pensaría en otra persona que antes había hecho lo mismo que yo. Yo, que ni siquiera había conocido a Rebeca. La señora Danvers, por el contrario, conocía hasta su voz y sus pasos. La señora Danvers sabía de qué color tenía los ojos, cómo sonreía, qué clase de pelo tenía. Yo no sabía ninguna de esas cosas. Nunca había preguntado acerca de ellas, aunque algunas veces, sentía que Rebeca era para mí algo tan real como para la señora Danvers.

Frank me había dicho que olvidase lo pasado, y yo quería hacerlo. Pero Frank no tenía que sentarse a diario en el gabinete, como yo, ni tocar aquella pluma que ella había tenido en la mano. Frank no necesitaba estar allí, con las manos sobre la carpeta, mirando los rótulos que ella había escrito en el casillero. No tenía que mirar los candelabros que había en la repisa de la chimenea, el reloj, el florero lleno de flores, los cuadros de las paredes, y recordar, a diario, que eran de Rebeca, que ella los había escogido, que no me pertenecían. Frank no tenía que sentarse a la mesa en el lugar que ella había ocupado, coger el cuchillo y el tenedor que ella había cogido, beber de su vaso. Ni se echaba Frank sobre los hombros el impermeable que había sido de ella, ni se encontraba luego su pañuelo en el bolsillo. Ni notaba él todos los días, como yo, las miradas cegatas de la perra desde su cesto, en la biblioteca, ni la veía levantar la cabeza al escuchar mis pasos de mujer, husmear el aire y dejar luego caer la cabeza porque yo no era la que esperaba.

Pequeñas cosas sin importancia, tonterías en realidad, pero allí estaban para que yo las viera, las oyera, las sintiera. ¡Dios mío! ¡Yo no quería pensar en Rebeca! ¡Yo quería ser feliz! Y hacer feliz a Maxim. Y yo quería que los dos lo fuésemos juntos. En lo más hondo de mi corazón era lo que yo más deseaba. Pero no podía impedir que ella se adentrase en mis pensamientos y se me apareciese en sueños. No podía remediar el sentirme como una invitada en Manderley, caminando por los lugares que ella había pisado, descansando en el mismo sitio que ella lo había hecho, una invitada que espera el regreso de la dueña. Una frase aquí y otra allí, pequeños reproches que se me hacían a todas horas, todos los días.

—Frith —dije una mañana de verano, entrando en la biblioteca con los brazos llenos de lilas—. Frith ¿dónde hay un florero alto para estas flores? Los que hay en el cuarto de las flores son todos demasiado pequeños.

—Para las lilas, señora, siempre se ha usado el jarrón blanco de alabastro que hay en el salón.

—Pero… ¿no se estropeará? ¿No se podría romper?

—La señora siempre usaba el jarrón de alabastro, señora.

—¡Ah! Entonces…

Me trajeron el jarrón de alabastro, ya lleno de agua, y coloqué las perfumadas lilas, arreglé las ramitas, una a una, mientras la habitación se revestía de color malva y de una agradable fragancia, que se mezclaba con el perfume del césped recién cortado que entraba por la ventana abierta.

Y, mientras, pensaba: «Eso ya lo hizo Rebeca. Cogía las lilas como yo estoy haciendo, y las colocaba, rama por rama, en el jarrón blanco. Yo no soy la primera que lo hace. Ese jarrón es de Rebeca, y las lilas, también. Debía de haber salido al jardín, como yo, con aquel sombrero de alas caídas que un día vi en el fondo del armario, en el cuarto de las flores debajo de unos almohadones viejos; cruzaría por el césped hacia las lilas, puede que silbando. Acaso canturreando, llamando a los perros para que la acompañaran, con las tijeras en la mano, con estas mismas que ahora tengo yo».

—Frith, ¿quiere hacer el favor de quitar ese estante de libros de encima de la mesa junto a la ventana? Voy a poner ahí las lilas.

—La señora siempre ponía el jarrón de alabastro en la mesita de detrás del sofá, señora.

—¡Ah! Quizá…

Dudé con el jarrón en la mano. La cara de Frith estaba impasible. Claro que me obedecería si le dijera que yo prefería colocar el jarrón en la mesita de la ventana. Hubiera quitado el estante de libros inmediatamente.

—Bueno —dije—; puede que esté mejor en la mesa grande.

Y allí quedó el jarrón, como siempre, en la mesa que había detrás del sofá.

Beatrice no olvidó su promesa de un regalo de boda. Una mañana llegó un paquete, tan grande que Robert apenas podía con él. Yo estaba sentada en el gabinete y acabando de leer los menús de aquel día. Siempre he sentido un entusiasmo pueril por los paquetes. Corté la cuerda muy excitada y comencé a rasgar el papel. Parecía que eran libros. Sí, lo eran. Cuatro voluminosos tomos:
Historia de la pintura
. Y dentro del primer tomo una notita que decía: «Espero que esto sea de tu gusto», y firmado: «Con mucho cariño, Beatrice». Me la imaginaba entrando en la tienda de la calle de Wigmore para comprarlos. La veía husmeando por la tienda con sus bruscos modales, algo masculinos.

—A ver. Quiero unos libros para una persona aficionada al arte —diría.

Y el dependiente respondería obsequioso:

—Sí, señora. Tenga la bondad de venir por aquí.

Hojearía los libros, poco segura de su contenido.

—Sí, de precio están bien. Son para un regalo de boda. Quiero que sean bonitos. ¿Y son todos de arte?

—Sí, señora. Ésta es una obra clásica sobre temas de arte —respondería el dependiente.

Entonces, Beatrice debió de escribir aquella nota y, dando un cheque, diría la dirección.

—Señora de Winter, Manderley.

Fue un gran detalle por parte de Beatrice. Había algo de sincero y, al mismo tiempo, de conmovedor, en aquella visita suya a la tienda de Londres para comprarme los libros, porque sabía mi afición a la pintura. Supongo que se imaginaría que un día de lluvia yo me sentaría, hojeando concienzudamente las ilustraciones, y luego, provista de caja de pinturas y papel, quizá me atrevería a copiar una de las láminas. ¡Pobre Beatrice! ¡Qué simpática! Me dieron de pronto unas estúpidas ganas de llorar. Cogí los pesados tomos y me puse a buscar con la mirada un sitio donde colocarlos en el gabinete. No quedaban muy bien en aquel cuartito frágil y delicado. Pero no importaba. Después de todo, ahora era mi gabinete. Los coloqué en fila encima del escritorio. Conservaban difícilmente el equilibrio, apoyados los unos sobre los otros. Retrocedí para ver qué tal quedaban. Puede que me moviera demasiado bruscamente, el caso es que el último cayó, y los demás con él, tirando un cupido de porcelana que, a excepción de los candelabros, era lo único que había sobre el escritorio. Cayó al suelo, dando contra el cesto de los papeles, y se hizo añicos. Miré rápidamente hacia la puerta, como un niño que ha cometido una diablura. Me arrodillé en el suelo y recogí los pedacitos. Busqué un sobre y los metí dentro. Luego lo escondí todo en el fondo de uno de los cajones del escritorio. Llevé entonces los libros a la biblioteca y les hice sitio en la librería.

Cuando enseñé, orgullosa, los libros a Maxim, esté se echó a reír.

—¡Vaya con la buena de Be! —dijo—. Has debido de conquistarla. Ella, por su parte, jamás abre un libro, si lo puede remediar.

—¿Te dijo algo acerca de…, vamos, te dijo lo que yo le había parecido?

—¿El día que vino a comer? No, creo que no.

—Pensé que te habría escrito, o algo.

—Beatrice y yo no nos escribimos, como no ocurra algo importante en la familia. Escribir cartas es una pérdida de tiempo.

Supuse que yo no contaba como «algo importante» en la familia. Y sin embargo, si yo hubiera sido Beatrice y hubiese tenido un hermano que se acabase de casar, ¿no le habría dicho algo, expresado una opinión, escrito unas líneas? A no ser, naturalmente, que la mujer le hubiera caído antipática a una, o le hubiera parecido una persona poco apropiada… Entonces, claro, entonces sería diferente. Pero Beatrice se había molestado en ir a Londres y en comprarme aquellos libros. Si yo no le hubiese gustado no se habría tomado la molestia.

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