Authors: Jan Guillou
Magnus blandió dudoso ante sí la espada de su padre y tocó con cuidado el filo. Se sobresaltó al cortarse tan rápido. Al ir a devolver la espada, su mirada descubrió una larga inscripción en oro que le era imposible leer y preguntó por su significado, si se trataba de una mera decoración o si era algo que hacía que la espada fuera mejor.
—Ambas cosas —respondió Arn—, Es el saludo de un amigo y una bendición, y algún día, pero no hoy, te explicaré lo que dice.
El sol estaba ya en su punto más alto y Arn sorprendió a sus jóvenes acompañantes estirándose para desatar el manto que llevaba detrás de la silla de montar y colgárselo sobre los hombros. Los demás se miraron interrogativamente y Arn les dijo que, si querían protegerse contra el calor, hiciesen lo mismo que él. Todos lo siguieron, indecisos, excepto el príncipe Erik, que llevaba el manto forrado de armiño y pensaba que el calor ya era malo de por sí como para encima añadirle la piel. Y así fue como él acabó siendo quien más sudaba cuando a última hora de aquella tarde llegaron a su lugar de descanso en Askeberga.
El día en que iba a celebrarse la despedida de soltera en Husaby, la finca real se transformó por completo en un campamento militar. Al menos ésa era la impresión de Cecilia, que se sentía cada vez más incómoda al oír por doquier el ruido de cascos de caballo, tintineos de armas y graves voces de hombre. Desde Arnäs habían enviado una docena de soldados y en los pueblos que debían lealtad a Arnäs se habían reunido dos veces esa cantidad de hombres de guerra. Un círculo de tiendas fue creciendo en torno a Husaby, grupos de jinetes exploraban los bosques de alrededor y se enviaron batidores en todas las direcciones. Nada podía pasarle a la novia hasta que estuviese a buen recaudo bajo el edredón.
A lo largo de esas semanas de solsticio en que Cecilia había sido huésped en sus propias tierras, había permanecido casi todo el tiempo en el telar, junto a la vieja Suom. La amistad que había surgido al cabo de poco tiempo no era la habitual entre sierva y doncella. Suom sabía hacer milagros en su telar, dando vida al sol y a la luna, a la imagen del Novio Vencedor y a iglesias como en un universo propio en el que algunas cosas estaban cerca y otras lejos. Cecilia había llevado consigo desde Riseberga algunos de los tintes que había fabricado durante muchos años, al igual que hilo mezclado de lino y lana. Suom decía que jamás había visto unos colores tan hermosos y que todo lo que había hecho a lo largo de su vida habría quedado mucho mejor si desde el principio hubiese tenido ese conocimiento. Cecilia le explicó a Suom el origen de los colores y cómo había que cocerlos y mezclarlos, y Suom le enseñaba con sus manos cómo era posible tejer figuras en el centro de una tela.
Habían tenido tanto que enseñarse la una a la otra y lo habían disfrutado tanto las dos, que empezaron muy tarde a hacer lo que era más importante: el manto de novia de Cecilia. En la recogida de la novia, el camino hacia la bendición en la iglesia y hasta la cerveza de matrimonio, la novia debía ir vestida con los colores de su propio linaje hasta que pudiese elegir por sí misma. Cecilia estaba segura de que elegiría un manto azul tras convertirse en la señora de Arn, a pesar de que pudiese parecer que desdeñaba su propio linaje. Pero los recuerdos que tenía del color azul de cuando estaba en el convento de Gudhem eran muy intensos. Allí la reina Blanka y ella habían estado solas entre todas las hijas de los Sverker, que llevaban un hilo rojo atado al brazo como muestra de su fidelidad interna y de su odio hacia las dos enemigas, Cecilia Rosa y Cecilia Blanka. Ella y su mejor amiga las habían desafiado atándose un pequeño hilo azul al brazo. Aquella vez en que el rey y el canciller llegaron al fin a recoger a Cecilia Blanka para convertirla en reina, el canciller hizo algo de lo que Cecilia en el día de hoy seguía guardando grato recuerdo.
Fue llamada al
hospitium
del convento, donde la malvada Rikissa le arrancó con desprecio el trozo de hilo azul, y Cecilia estuvo a punto de echarse a llorar por el ultraje y por su propia impotencia. Entonces el canciller se acercó y le colgó su propio manto de los Folkung, una protección que nadie podía malinterpretar. Desde aquel día siempre se sintió azul y no verde, que era el color del linaje de Pål.
Suom había escuchado toda esta explicación cargada de emoción con un relativo interés y cuando Cecilia, hacia el final de la historia, percibió su impaciencia, Suom explicó que nunca había tenido demasiado interés en aquello que se refería a conventos y a Cristo Blanco, pues su fe era otra.
Cecilia quedó como petrificada al oír que la buena mujer no era cristiana. Una cosa así era casi imposible de comprender y no sabía muy bien si debía lamentarse por Suom o maldecirla.
La anciana se encogió de hombros y dijo, concisa, que la fe de los siervos solía ser diferente de la de la gente y que era algo que no molestaba a nadie y que más valía que cada uno estuviese satisfecho con su fe. Era cierto que había algunos siervos que se habían dejado bautizar, pero eso era sobre todo para dar coba a los amos. De todos modos, seguían manteniendo su propia fe a escondidas.
La idea de Cecilia de salvar a Suom de la depravación, pues ya le tenía muchísimo aprecio, se desvaneció rápidamente cuando Suom dejó bien claro que no deseaba dar lástima ni tampoco ser salvada.
Acordaron no hablar más del tema y, con energías renovadas, se pusieron manos a la obra con el trabajo del manto de compromiso. Suom tejió el estandarte del linaje de Pål en el centro, sobre la espalda; un escudo negro con un chivo gris plateado que parecía tener vida propia a pesar de no haber sido añadido, sino que formaba parte de la tela. Tras muchas pruebas, Cecilia había logrado un verde profundo y resplandeciente con el que ambas estaban muy satisfechas. Al final consiguieron acabar el manto a tiempo.
Hacia el atardecer, cuando iba a iniciarse el banquete de la despedida de soltera, llegó el momento de la separación entre Suom y Cecilia. La anciana empezó a recoger las telas y los enseres que había llevado consigo en un bulto desde Arnäs. Ahora que había completado su trabajo, regresaría sola caminando en la noche de verano hasta Arnäs. Pero como Cecilia no quería despedirse de ella, pidió que Suom le contara cómo era su vida en Arnäs, si estaba bien o si podía ser mejor, y si sus hermosas labores obtenían el aprecio que se merecían.
Suom explicó, aunque un poco reacia, que había sido mejor antes cuando era joven, especialmente en los tiempos en que seguía con vida la señora Sigrid, la madre del señor Arn y del señor Eskil. La señora Sigrid había pasado mucho tiempo con Suom en el telar de Arnäs, y en aquellos tiempos casi todas las paredes de Arnäs estaban decoradas con las telas y los tapices de Suom. Habían sido retirados con la llegada de la señora de Eskil a Arnäs y ahora debían de estar guardados en alguno de los cobertizos.
En el último momento, Suom se privó de decir nada malo de la señora de Eskil, al comprender que Katarina era la hermana de Cecilia. Pero Cecilia ya lo había comprendido. Movida por un repentino impulso, le preguntó si le gustaría ir a vivir a Forsvik, de modo que pudieran continuar cosiendo y tejiendo juntas. Pero entonces la anciana se rió y le contestó que difícilmente sería ella quien decidiría si estaba a la venta.
Cecilia se sonrojó al comprender la falta de delicadeza que había tenido con su pregunta, se le había olvidado por completo que Suom no era libre. Y tampoco sabía si ahora empeoraría más las cosas si prometía informarse de si Suom estaba a la venta con su propietario, fuera éste Eskil, Arn o su padre.
Aun así, se despidieron con afecto y Cecilia se abstuvo en el último momento de desear la paz de Dios en el camino hacia Arnäs.
Tras separarse, Cecilia permaneció sola y pensativa en el telar, reflexionando sobre qué era ser siervo y qué era ser libre. Había vivido casi toda su vida de adulta en un monasterio y no acababa de comprender esas cosas de la misma manera que sus parientes de Husaby, que trataban a los siervos como si fuesen animales, carentes de razón y voluntad, sin que por ello parecieran personas especialmente malvadas.
Aquel que era siervo podía ser comprado, eso era cierto. Pero aquel que poseía un siervo también podía darle la libertad. En ese caso, lo que tenía que hacer era comprar primero a Suom, por extraña que le pareciese la idea —tal vez incluso pedir a la anciana como un regalo de matrimonio adicional—, llevarla a Forsvik y concederle allí la libertad. También se le pagaría por su trabajo, pues debía de ser muy valioso.
Por mucho que pareciese sabio y bueno pensar de ese modo, la idea de pedir a alguien como regalo como si fuera un manto o una nueva y hermosa cinta para el pelo le resultaba repugnante.
Cinta para el pelo, pensó. Mañana se pondría fin a esos tiempos. Desde el fin de su larga penitencia, Cecilia había ido con su larga melena roja suelta, y la recogía con una cinta del pelo así como podían hacerlo las mujeres solteras. Ahora le resultaba difícil imaginar que pronto llevaría un gorro de esposa.
Pero no era un asunto demasiado importante y además no creía que su futuro marido fuese demasiado severo con una obligación que comportaba pasearse constantemente con un gorro de dormir.
Se levantó con decisión, se enfundó el más hermoso de los mantos verdes de Pål y se encaminó hacia la casa principal, donde sus parientes estaban reunidos para la breve cerveza vespertina que daría inicio a la velada de despedida. Al entrar en la sala, a los tres hermanos Pål se les iluminó el rostro en lo que parecía una alegría completamente sincera al ver su manto. Lo admiraron y todo el mundo quiso tocar la tela y retorcerla entre sus manos para ver su brillo. También parecían aliviados por haberse librado del agravio de que ella hubiese decidido coserse un manto azul en lugar de honrar sus propios colores en esta gran boda.
Pål Jönsson en persona le entregó una pequeña jarra de cerveza y bebió con Cecilia el primero, tras lo cual ella bebió con el hermano más joven, Algot. El más joven de todos, Sture, que todavía era soltero, había viajado a Arnäs para ser el único joven del linaje de Pål que tomaba parte en la despedida de soltero. Alzaron también sus jarras por el joven Sture, pues como decía Pål, no sería cosa fácil ser el único del linaje de Pål que bebiera en una despedida de soltero rodeado por los Folkung y los Erik.
Luego se empezó a organizar todo aquello que debía suceder en una velada de despedida de soltera. Seis doncellas del linaje de Pål entraron en la sala y todas saludaron a Cecilia tomándole la mano. No conocía a ninguna, pues todas eran muy jóvenes. El cura de la iglesia de Husaby bendijo a las siete doncellas y entraron sirvientes a entregarles a cada una una túnica y una corona de ramitas de arándanos rojos.
Cecilia tenía sólo una vaga idea de lo que era una velada de despedida y no sabía en absoluto cómo comportarse cuando las jóvenes y desconocidas doncellas se colocaron en fila, cada una con la túnica blanca entre sus brazos y la corona de ramitas encima. Pensó que lo único que podía hacer era hacer ver como si nada le fuese extraño y seguir a las demás, que ahora habían empezado a avanzar lentamente por las puertas abiertas hacia la noche de verano.
Fuera había una fila de soldados, de los cuales uno de cada tres sujetaba una antorcha ardiente entre sus manos para mantener los espíritus malignos o las almas en pena alejados de las doncellas en ese preciso momento de su aparición, que era el más peligroso ante las fuerzas de la oscuridad.
Cecilia iba la última en la procesión, que avanzaba lentamente hacia el bosque de robles y el riachuelo que se hallaba un poco más allá y donde se vislumbraban los baños iluminados por antorchas y hachones.
En el preciso momento de dejar el patio y dar los primeros pasos por el robledal, las otras doncellas entonaron una canción que Cecilia no había oído jamás a pesar de que seguramente había oído un millar de ellas. No entendía todas las palabras, pues muchas eran muy antiguas, pero comprendió que era una canción dedicada a una diosa de tiempos paganos. Fuera, en el bosque, se movían sombras amenazadoras. Pero Cecilia no creía tanto en dríades y duendes como en guardias armados e intranquilos.
Tal como exigía la costumbre, las siete doncellas debían llegar a la casa de purificación en la hora más oscura de la noche de verano. Pero ahora, una semana después del solsticio, no se podía hablar de gran oscuridad. Aun así, las cegaron las antorchas y los cirios que ardían en torno a los baños. Delante de la casa había dos bancos alargados sobre los que las acompañantes de Cecilia, entre risas y con gran alborozo, empezaron a colocar sus ropas, de modo que una tras otra iban quedando completamente desnudas. También se quitaron las cintas del pelo y con los dedos peinaron sus cabellos, esparciéndolos en toda su longitud sobre hombros y pechos.
Cecilia vaciló y se sonrojó, pero su vergüenza quedó oculta en la oscuridad. Nunca antes se había mostrado desnuda ante otra persona y al principio no sabía cómo comportarse.
Las otras doncellas bromearon abrazándose, tiritando y pidiéndole que se apresurara para que pudieran entrar pronto al calor. Cecilia pensó entonces que, si era escrupulosa, había una persona que sí la había visto desnuda, aunque de eso hacía mucho tiempo, una sola: Arn Magnusson. Se dijo a sí misma que si era capaz de mostrarse desnuda ante un hombre, si bien era su amado, debería serle más fácil todavía ante mujeres, y tímida y torpe se quitó las ropas y las colocó sobre el banco de madera.
Ahora caminaron todas en fila con los brazos cruzados sobre el pecho, dando siete vueltas a la casa de baño mientras cantaban otra canción pagana que Cecilia tampoco había oído jamás y de la que no conocía ni letra ni melodía. Luego la doncella que caminaba la primera abrió la puerta de la casa de baño y todas entraron corriendo con gritos y risas en el vapor.
En el interior había grandes tinas de madera con agua ardiente y fría y cubos con los que verter el agua. Tras un primer tanteo con un pie desnudo resultó que tenían que verter agua fría en la tina ardiente, que era tan grande que habrían cabido al menos dos bueyes enteros. Algunas salpicaron agua fría sobre las otras y de nuevo hubo mucho griterío y risas.
Finalmente, una de ellas se armó de valor, se metió en la tina, se apresuró a sentarse, jadeó un par de veces y les indicó con la mano que se estaba bien. Inmediatamente la siguieron todas las demás y se sentaron formando un círculo, se cogieron de las manos y cantaron más canciones paganas, algunas con un contenido que hizo que Cecilia sintiese cómo se sonrojaba todavía más bajo sus mejillas ardientes. Las canciones eran groseras y hablaban de lo que estaba prohibido hasta la noche de bodas pero que a partir de entonces estaba más que permitido, aunque muchos de los versos parecían decir que lo que mejor sabía era la fruta prohibida.