Regreso al Norte (31 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Arn fingió no saber de qué hablaba y pidió una aclaración. Magnus le explicó su decepción al ver por primera vez a su padre, no como el guerrero de sus sueños, sino como un siervo con la paleta en la mano, y que debería haberlo comprendido mejor al abandonar Forsvik a caballo. Pero era tan tonto que había vuelto a tener la misma decepción al ver a Arn arrojar el hacha sin acertar. Era merecedor, por tanto, del escarmiento recibido y no había visto jamás mejores arqueros que el monje y su propio padre, en eso eran exactas las leyendas.

Arn intentó quitarle hierro al asunto con una broma, diciendo que prometía que en adelante practicaría con empeño la habilidad de arrojar las armas. Pero ese comentario no le hizo demasiada gracia a Magnus, que se mantuvo serio y reunió valor para preguntar algo sobre lo que le habían asaltado las dudas tan sólo después de que se hubo producido.

—Cuando llegamos cabalgando a Forsvik —dijo— y cuando aparecimos por la esquina donde vos, mi padre, estabais arriba en el caballete del tejado con la paleta… cuando bajasteis corriendo y nos miraste… ¿cómo pudisteis reconocerme de inmediato como hijo vuestro?

Arn estalló en una desmedida carcajada aunque desearía haber sido capaz de mantenerse serio.

—¡Mira esto! —exclamó, alborotándole el vigoroso pelo rojo—, ¿Quién como tú tiene el cabello de su madre, hijo mío? Y además, aunque hubieses llevado casco me habría bastado echar un vistazo a vuestros escudos. Uno de vosotros, es decir, tú, llevaba una luna creciente dibujada junto a nuestro león Folkung. Y si nada de esto fuese suficiente, te habría mirado a los ojos. Tienes los hermosos ojos castaños de tu madre.

—Mañana me convertiré en vuestro hijo legítimo —respondió Magnus con repentina emoción.

—Tú siempre has sido mi hijo legítimo —repuso Arn—, Tal vez fue un pecado el que tu madre Cecilia y yo cometimos al engendrarte demasiado pronto. Nuestra boda tardaba en llegar porque a mi amigo Knut no le fue tan fácil ser rey como había pensado en un primer momento, y había prometido asistir a nuestra boda siendo rey. Grande era el amor de tu madre y el mío, grande era también nuestro deseo, y cometimos un pecado que no somos los únicos en cometer. Pero grande o no, ambos lo hemos expiado con duras penitencias, nos hemos purificado. Y mañana beberemos la cerveza de matrimonio que fue planeada hace más de veinte años. Pero no será entonces cuando te convertirás en mi hijo, y yo tampoco me convertiré mañana en marido de Cecilia. Siempre he sido suyo y tú siempre has sido mi hijo, cada día lo fuisteis en mis plegarias durante una larga guerra.

Magnus permaneció en silencio y pensativo durante un rato, como si se sintiese inseguro de la dirección en la que debería seguir dando tumbos en la conversación. Le asaltaban muchos pensamientos a la vez.

—¿Creéis que el rey acudirá a vuestra boda, como prometió? —preguntó de repente, como si con ello se librase de pasar a temas de conversación más delicados.

—No, no lo hará —dijo Arn—. Birger Brosa no vendrá, eso lo sabemos, y creo que el rey tiene pocas ganas de ofender a su canciller. Y por lo que se refiere a la promesa de un rey, he llegado a aprender que existe cierta diferencia entre lo que se dice antes y después de que la corona quede colocada en su sitio. Sin embargo, todo se ha arreglado con inteligencia de tal manera que esté aquí el príncipe Erik, honrándonos así tanto con la presencia de los Erik como de la corona.

—Pero el príncipe Erik está aquí porque es mi amigo —objetó Magnus Månesköld sin reflexionar.

—Me alegra que esté aquí y me alegra que sea tu amigo —señaló Arn—. Pero ante todo es un príncipe real y nuestro próximo rey. De esta manera, mi amigo Knut resuelve su dificultad. Está aquí como me prometió. No está aquí como seguramente ha prometido a Birger Brosa. Así es como actúa un amigo sabio cuando es rey.

—¿Habrá pronto guerra? —preguntó Magnus, como empujado por una repentina inspiración o tal vez porque era ahora la cerveza la que guiaba su conversación en lugar del decoro.

—No —dijo Arn—. No en mucho tiempo, pero de eso hablaremos más adelante, en otra ocasión, cuando no hayamos bebido tanta cerveza.

Como si las palabras de Arn acerca de la cerveza hubiesen recordado a Magnus la fuerza de la naturaleza, se disculpó y se alejó para desahogarse hacia la noche sobre unas piernas un tanto inestables. Llegaron sirvientes con antorchas y más carne asada.

Un poco más tarde, el hermano Guilbert y Arn se quedaron allí sentados solos, cada uno con su copa de vino y rodeados por cánticos y ruido por todas partes.

Arn se burlaba de la última flecha del hermano Guilbert diciendo que, si uno piensa tanto antes de disparar, ya no hay nada que hacer. Entonces uno lo desea demasiado. Y si uno lo desea demasiado, utiliza también demasiadas fuerzas y eso el hermano Guilbert debería saberlo mejor que nadie.

Sí, puede que sea cierto, admitió el hermano Guilbert. Pero él había disparado para ganar. O al menos para hacerlo lo mejor que podía para que nadie pensase que le regalaba la victoria a Arn. A pesar de todo habían sido los Poderes Superiores quienes habían guiado la flecha.

—Deus vult
! —bromeó Arn, alzando el puño como en el saludo de los templarios.

El hermano Guilbert accedió de inmediato a participar en la broma y golpeó su puño contra el puño alzado de Arn.

—Tal vez podamos volver a competir, pero contra blancos más difíciles que se muevan y a caballo —propuso Arn.

—¡De eso nada! —respondió el hermano Guilbert con firmeza—. Lo único que quieres es poner a tu viejo profesor en su sitio. ¡Antes te doy una nueva paliza con el garrote!

Y ambos se rieron complacidos aunque ninguno de los jóvenes les prestaba ya ni tanta ni tan reverente atención, tal vez porque no comprendían la conversación. El hermano Guilbert y Arn habían pasado a hablar en franco, impelidos por la fuerza de la vieja costumbre.

—Dime una cosa, hermano —dijo Arn, pensativo—, ¿Cuántos templarios serían necesarios para dominar las dos tierras de Gota y la tierra de Svea?

—Trescientos —respondió el hermano Guilbert tras una breve reflexión—, Durante mucho tiempo, trescientos fueron suficientes para conservar Tierra Santa. Este reino es más grande, pero a cambio aquí no existe la caballería. Trescientos caballeros y tres fortalezas y habríamos pacificado toda la zona. ¡Ajá! ¡De modo que eso es lo que tienes en mente! Así que ahora mismo estoy construyendo la primera fortaleza con nuestros amigos sarracenos. ¡Divina ironía! Por cierto, ¿no te preocupa que los amigos sarracenos puedan traer problemas? Quiero decir que, tarde o temprano, estos bárbaros nórdicos comprenderán qué tipo de extranjeros son los que rezan cinco veces al día y además de una forma bastante indiscreta, si debo expresarme con delicadeza.

—Son muchas cosas a la vez —dijo Arn con un suspiro—. Sí, más o menos lo que estaba pensando es que, si formo una caballería que realice los mismos ejercicios que nosotros los templarios, lograremos la paz. Es cierto que hará falta más de una fortaleza. Y por lo que se refiere a los sarracenos, mi intención es que primero demuestren lo que valen y luego la gente ya elegirá entre la validez probada y sus propias falsedades acerca de lo que son los sarracenos.

—Esto último podría ser un juego peligroso —repuso el hermano Guilbert, pensativo—. Tú y yo conocemos la verdad sobre los sarracenos. Para eso existe una explicación. ¿Pero no crees que cualquiera de los obispos ignorantes y primitivos de este país caería muerto asfixiado por un trozo de tocino en el mismo momento en que comprendiese la verdad sobre tus constructores de castillos? Y en cuanto a construir la paz con una fuerza abrumadora como la que tienes en mente, está bien pero a la vez mal.

—Sé lo que está bien, pero ¿en qué sentido está mal? —inquirió Arn con premura.

—Está mal porque los nórdicos no comprenden lo que es la caballería de los nuevos tiempos y hasta qué punto es invencible. Y si creas ese poder, para lograr la paz tendrás que demostrarlo primero. Eso significa que en cualquier caso habrá guerra.

—He reflexionado mucho sobre eso, precisamente eso —admitió Arn—. Sólo tengo una respuesta y es que espero necesitar una lección poco severa. ¿Recuerdas nuestra regla de oro en la Orden del Temple?

—Cuando alces tu espada, no pienses en quien vas a matar. Piensa en quien vas a salvar
—respondió el hermano Guilbert en latín.

—Exacto —dijo Arn—, Exacto. ¡Que ésa sea la voluntad de Dios!

VI

P
or el camino del cortejo nupcial, iban y venían los caballos pesados, galopando con un estruendo que salía de los cascos. El sol se reflejaba en las largas alabardas y por todas partes se oía el fragor y el tintineo de las armas y las palabras excitadas de los soldados. Algunos jinetes llevaban el símbolo del rey, pero la mayoría eran Folkung procedentes de fincas y pueblos muy lejanos. Mil hombres armados protegerían a la novia en su viaje. Desde el principio de la paz no se habían visto tantos guerreros y era casi como en los viejos tiempos, cuando el rey había llamado a la guerra.

Desde los pueblos de la zona de Skara, la gente había salido de sus casas ya pronto por la mañana y se había colocado a lo largo de todo el camino desde Husaby hasta la iglesia de Forshem. Unos descansaban con cerveza y carne salada, otros buscaban a vecinos que no habían visto en mucho tiempo, mientras los niños corrían y jugaban. Todo el mundo había ido a ver a la novia cabalgar hasta Forshem. Pero antes ya se habían visto cortejos nupciales, y esta vez la mayoría esperaba ver algo más. Se habían visto presagios en forma de cuatro soles y corrían rumores de ataques malignos que acechaban a la novia. Se trataba de los peligros de las fuerzas oscuras que amenazaban a todas las novias: que sería raptada por Näcken, el espíritu acuático de los bosques, o petrificada por las dríades o envenenada por los trolls. Otras amenazas más terrenales eran que habría guerra y maldición para el país, tanto si la novia esa noche llegaba viva bajo el edredón nupcial como si la mataban o la raptaban los espíritus de la montaña. Entre los mayores y los más sabios se insinuaba que esa boda tenía mucho que ver con la lucha por el poder en el país.

Pasara lo que pasara durante ese cortejo nupcial, sería un espectáculo por el que valdría la pena esperar varias horas.

A la hora señalada, cuando el sol estaba en su cénit, los tres padrinos habían sacado a Cecilia al patio, Pål, Algot y el joven Sture, quien esa misma mañana había regresado de Arnäs con una fuerte resaca, pero de muy buen humor contaba muchas cosas sobre los torneos de los mozos con los mejores arqueros del país.

Los tres hermanos lucían sus mejores mantos verdes del linaje de Pål, pero se veían desteñidos y sencillos en comparación con el de Cecilia. En el patio estaba la mesa de la novia con cinco bolsitas de cuero llenas de tierra de las cinco fincas y un baúl pesado que era la dote que recogería el encargado de acompañar a la novia. Al lado estaba el regalo de Cecilia para el novio: el manto azul de los Folkung doblado que nadie había visto aún. Los siervos de los establos aguantaban los caballos almohazados y adornados para la fiesta y las seis doncellas vestidas de blanco aguantaban el lino largo de la novia entre sus manos. A Cecilia no la vestirían con el lino hasta justo antes de que llegase el encargado de recoger a la novia.

Allí estaban esperando pero no sucedía nada.

—Tal vez el señor Eskil bebió demasiada de su buena cerveza —dijo el joven Sture descaradamente. Él y todos los demás estaban seguros de que Eskil sería quien iría a buscar a la novia, puesto que el anciano señor Magnus estaba indispuesto.

Estuvieron una hora al sol sin darse por vencidos, puesto que eso traería mala suerte. Al principio Cecilia temía que algo malo hubiese ocurrido; luego su temor fue convirtiéndose en una ligera ira porque Eskil la hiciese quedar así. «Es tan astuto en los negocios como despreocupado por el bienestar de los demás», pensó Cecilia.

Sin embargo, pronto se daría cuenta de que el culpable del retraso no era Eskil.

Desde lejos, donde la carretera torcía cerca del puente sobre el riachuelo, se oían gritos de la gente que estaba esperando. No sonaban asustados o preocupados, sino más bien gritaban de júbilo.

La excitación de Cecilia y de los tres hermanos de Pål iba en aumento y tenían la mirada clavada en el recodo del camino donde aparecería el encargado de recoger a la novia.

Lo primero que vieron fue un jinete que llevaba el símbolo del rey. Luego seguía una procesión con muchas puntas de lanza brillando al sol.

—Si es éste el que nos ha hecho esperar, le está todo perdonado —jadeó Pål Jönsson, atónito, haciendo señas a las doncellas para que acudieran con el lino blanco y con ello cubrirle el pelo, la cara y casi todo el cuerpo a Cecilia.

Y así se quedó, totalmente quieta y estirada cuando los jinetes reales entraron con un ruido atronador en el patio y se colocaron en un círculo amplio, espadas en mano y los caballos mirando hacia afuera. En el gran vacío formado, el rey y la reina entraron cabalgando, ambos vestidos con armiño y corona, y detuvieron sus caballos a diez pasos de la expectante Cecilia y de sus tres hermanos.

Dado que el lino cubría la cara de Cecilia, nadie podía ver sus ojos. Por eso no podía mirar a los ojos de la reina, su más querida amiga, pero inclinó ligeramente la cabeza cuando Cecilia Blanka le sonrió a sabiendas de que Cecilia Rosa no esperaba su presencia allí.

El rey alzó su mano en señal de silencio ante su saludo.

—Hace muchos años, nos, Knut Eriksson, rey de los svear y los godos, prometimos que os acompañaríamos a ti, Cecilia, y a nuestro amigo Arn Magnusson en la cerveza nupcial. Las promesas no deben romperse, especialmente las promesas de un rey. ¡Aquí estamos, por consiguiente, y pedimos disculpas por haber tardado más de lo que pensábamos en cumplir esa promesa!

Después de estas palabras, el rey desmontó, se acercó y saludó por orden a los tres hermanos Pål. Todos lo saludaron del mismo modo, doblando rápidamente una rodilla hacia el suelo. Raras veces se comportaban así unos padrinos al entregar a la novia. Pero más raro aún era que el que iba a buscarla fuese el mismísimo rey.

El rey sólo inclinó brevemente la cabeza ante Cecilia, no la tocó, puesto que eso podría atraer mala fortuna para ambos.

Mandaron a los hombres del séquito del rey a cargar la dote y el regalo para el novio en un carruaje adornado con ramas y tirado por dos alazanes vivaces en lugar de bueyes. Los siervos llevaron los caballos para la comitiva nupcial y montaron. Colocaron un taburete para Cecilia, ya que montaba con el vestido y el velo de novia y no podía evitar la silla femenina de montar, la que normalmente encontraba tan detestable.

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