Regreso al Norte (29 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Aunque esta vez los jóvenes eran inusualmente maduros, dijo, defendiéndose de la risa burlona de Arn, y el novio era un hombre en su plenitud que contaba con un hijo y un sobrino entre los parientes. Seguro que no se había dado nunca una situación como ésa y puesto que algunos de estos hombres solteros, en especial el príncipe Erik y Magnus Månesköld, ya eran conocidos en el reino por su fuerza y su habilidad con las armas, asistiría mucha gente a ver el inicio de la celebración.

Arn propuso con un suspiro que como el hermano Guilbert era su amigo más viejo en la vida, después de Eskil, y no podía ser considerado de los Folkung, preferiría ver al hermano Guilbert y a nadie más como séptimo mozo. Pues la edad no significaba nada y era más que probable que el hermano Guilbert tuviese su virginidad mejor conservada que muchos de esos gallitos.

Eskil parecía un poco disgustado con esta propuesta, ya que opinaba que un viejo monje produciría más humillación que honra en los juegos que les esperaban.

Aunque Arn ya sospechaba lo que vendría y aunque le disgustase tanto como imposible le resultaba adaptarse a las costumbres de sus parientes, preguntó con cara de inocente qué podía ser eso de lo que eran capaces esos gallitos pero no el hermano Guilbert.

Eskil respondió, evasivo, que se trataba de siete juegos, siete juegos diferentes en la habilidad con las armas, y que otorgarían un eterno honor a aquel que se mostrase mejor que los demás en una despedida de solteros. Cuánto peor entonces si alguien, y en especial un amigo cercano, quedaba en ridículo.

Tras oír estas palabras, Arn permaneció un rato en silencio sentado sobre sus sábanas de matrimonio, aunque no por los motivos que Eskil imaginaba. Desde luego no le apetecía nada participar en juegos de armas con blandengues y niños y todavía le apetecía menos hacerles daño. Le recordaba aquel ingrato día en que el rey Ricardo Corazón de León había espoleado a uno de sus blandengues, sir Wilfred de Ivanhoe, a estrellarse lanza en ristre contra un templario. Ese tipo de cosas podían terminar mal.

Había que enseñar y educar a los niños, pero era un agravio competir contra ellos. Comprendió con tristeza que este pensamiento le resultaría a su hermano del todo incomprensible.

—¿En qué juegos de armas vamos a empeñar nuestro honor? —preguntó finalmente.

—Como dije, son siete juegos diferentes —respondió Eskil con impaciencia—. Tres juegos los hacéis a caballo, cuatro a pie, y son con hacha, lanza, arco y palo sobre tronco.

—¿Tres juegos a caballo y palo sobre tronco? —preguntó Arn con una repentina alegría—. Esto puede ser más divertido de lo que te imaginas y no te preocupes por el monje, pues se las apañará bien, y para vosotros, que miraréis, será un gran espectáculo. Pero primero debo ir a hablar con él, luego buscaré los arcos que están en la torre y haré ensillar a mi yegua de la forma que corresponde a un monje.

Eskil alzó los brazos y dijo que él se eximía de toda responsabilidad, se le ocurrieron otras cien cosas que debía solucionar y bajó corriendo por la escalera del novio con prisas renovadas.

Arn se arrodilló y apoyó su cara sobre la suave manta de la cama de matrimonio, inhaló los olores a hierbas y rezó para que la Madre de Dios sostuviese Su mano protectora sobre su amada Cecilia que seguía estando en peligro y para que él no se viese afectado por la soberbia y para que no hiriese a ninguno de los crios, ante todo no a su propio hijo, en los juegos infantiles de los que le sería imposible escabullirse.

Aquella tarde, temprano, habían llegado más de cien invitados a Arnäs para celebrar la despedida de solteros, pero sobre todo para ver el torneo de los mozos. El patio del castillo estaba abarrotado de tiendas de cerveza y anchos tablones colocados sobre caballetes para que todo el mundo pudiese ver las habilidades de los titiriteros. Sonaban flautas y tambores y los hijos de los artistas exhibían sus absurdas habilidades, se doblaban sobre sí mismos metiendo sus cabezas entre las piernas y se paseaban cuales enormes pulgas sobre los anchos tablones, provocando horror y risas. Pero el aire estaba cargado de emoción ante lo que todo el mundo no podía dejar de comentar: un torneo de mozos de una envergadura jamás vista por hombre alguno en que competirían a la vez un príncipe real y un guerrero del Señor regresado de Tierra Santa.

El espectáculo empezó con los siete mozos vestidos de blanco saliendo del establo en fila y, cabalgando, formaron un círculo en el patio del castillo con el príncipe Erik en cabeza. Cerraba la procesión un monje vestido de blanco que provocó risas y una oleada de sorpresa. Todos cabalgaban unos fornidos caballos nórdicos, todos a excepción de Arn Magnusson y del monje, que montaban unos pequeños y huesudos pencos que parecían asustados por el gentío y el barullo.

El príncipe Erik guió a los jinetes a través del portón del castillo hacia el prado con el pabellón de ramajes, donde unos siervos de cuadra sujetaron sus caballos mientras ellos desmontaban. Los invitados de Arnäs se reunieron expectantes sobre el muro bajo que daba hacia el oeste y desde donde las vistas sobre el campo de juegos eran tan buenas que ninguno de los espectadores perdería detalle.

Abajo en el prado, los siete mozos, pues así había que llamarlos aunque al menos cuatro de ellos fuesen unos hombres hechos y derechos, eligieron al príncipe Erik para que actuase de juez si surgían desacuerdos. Sin embargo, nadie pensaba que esos hombres fuesen a reñir como hacían los mozos de verdad, sino que cada uno de ellos actuaría con honra.

El primer juego consistía en lanzar el hacha y sería decisivo para lo que seguiría. Aquel que ganase el juego de hachas mandaría sobre el próximo juego y, por tanto, decidiría cómo proseguir.

De un grueso tronco de roble se había serrado un fino tablero y en su centro se había pintado un aro rojo que haría de blanco. Cada uno de ellos lo intentaría tres veces con unas viejas hachas de doble filo desde una distancia de diez pasos.

Arn y el hermano Guilbert, que se habían colocado juntos, comentaron bromeando que si en la mano tenías una hacha de guerra como ésa el objetivo debería ser intentar conservarla allí; si la arrojabas, no te serviría de mucho. Nunca habían visto este ejercicio y aún menos lo habían practicado.

El príncipe Erik fue el primero en tirar. Su hacha fue girando por el aire y con un golpe seco quedó clavada en el centro del aro rojo. Los espectadores lo ovacionaron y dejaron escapar un murmullo lleno de expectación, pues no estaría nada mal que un único Erik fuese capaz de derrotar a cuatro Folkung.

La segunda hacha acertó casi igual de bien, pero la tercera quedó un poco fuera del aro.

Luego le tocó lanzar a Magnus Månesköld. También él acertó con dos hachas en el interior del aro mientras que la tercera quedó un poco fuera. El príncipe Erik y él estuvieron de acuerdo en que Erik había sido el mejor de los dos y ninguno de ellos mostró ni decepción ni euforia.

El joven Torgils lanzó y acertó sólo con una hacha en el interior del aro, aunque las otras dos quedaron firmemente clavadas en la tabla. Folke Jönsson tiró un poco peor que Torgils, y cuando luego llegó el turno de Sture Jönsson se oyeron bastantes murmullos y risas desde el público del muro, pues era difícil evitar bromear acerca de lo que sucedería si un solo miembro de los Pål lograba derrotar tanto a los Folkung como a los Erik.

Eso fue precisamente lo que hizo, al menos hasta el momento. Sus tres hachas quedaron clavadas muy juntas y dentro del círculo rojo. Obtuvo fuertes aplausos por ello.

Cuando el gran monje dio un paso hacia adelante se produjo una gran risa generalizada, se dejaron caer unas cuantas burlas, y se oyeron algunos gritos diciendo que, por mucho que conservara su candor juvenil, no parecía que tuviese mucho que hacer en juegos como ésos. Y como era de esperar, sólo acertó con una hacha, que además fue a parar fuera del círculo rojo.

Se hizo un silencio total de tensa expectación cuando Arn Magnusson, el último de todos, se adelantó con las tres hachas en la mano. Pero pronto la decepción fue mayor y mucho se murmuró acerca de sus pésimos lanzamientos, dos de las hachas golpearon en el blanco pero no con el filo y sin clavarse y la tercera permaneció por unos instantes fuera del aro rojo antes de caer al suelo. Nadie esperaba eso de un hombre legendario.

Siete cestas fueron colocadas ante los mozos, que ahora tenían que llenar con nabos medio podridos del año anterior en función de cómo había sido su actuación. En consecuencia, Arn recibió siete nabos en su cesta y Sture Jönsson sólo uno. Quien al final de la competición tuviese menos cantidad de nabos sería el ganador de los juegos.

Ahora tocaba lanza. Sture Jönsson era quien tenía la potestad de decidir con quién se enfrentaría primero y con ello empezó el juego de verdad. Porque ahora no se trataba sólo de tener buena mano con las armas; ahora se trataba también de que aquel que quisiera ganar pensara con perspicacia. Si Sture apuntaba hacia la victoria, debería enfrentarse primero a los mejores para que recibiesen muchos nabos al ser los primeros en ser derrotados. Si en lugar de eso se conformaba con algo menos honroso, debía empezar por la otra punta y desafiar al monje o a Arn Magnusson, pues ambos habían mostrado ser unos pésimos tiradores.

Soberbio como si realmente pensase ser el campeón aquella noche, Sture Jönsson dirigió su lanza primero hacia el príncipe Erik. No obstante, no debería haber hecho eso porque cuando los dos hubieron arrojado sus tres lanzas contra un buey de heno, el ganador fue el príncipe Erik y Sture Jönsson el que llenó su cesta con siete nabos.

El príncipe Erik iba a por la victoria, nadie lo dudaba. Por eso hizo bien en dirigir ahora su lanza hacia Magnus Månesköld, que debía de ser su mejor contrincante y, por tanto, era preferible que recibiese el mayor número de nabos posible.

Se produjo una dura lucha entre dos tiradores muy buenos. Una y otra vez se produjo una oleada de admiración entre el público del muro. Los dos tiraron tan igualados y tan cerca del blanco con las tres lanzas que era imposible decidir entre ellos, por lo que acordaron tirar de nuevo.

La segunda vez el príncipe Erik acabó proclamando vencedor a Magnus Månesköld. Magnus señaló ahora al monje y lo venció con la facilidad que todo el mundo había pronosticado. Luego señaló con descaro a su propio padre.

También Arn Magnusson fue derrotado y con la misma facilidad que el monje, y pronto Magnus Månesköld hubo ganado este juego y muchos de los espectadores empezaron a sentirse seguros de que sería él quien terminaría con menos cantidad de nabos en su cesta y, por tanto, se ganaría una corona de oro.

El siguiente juego sería palo sobre tronco, en el que ambos contrincantes se balancearían sobre un tronco colocado sobre el foso e intentarían golpear al otro con un palo largo cuyas puntas estaban envueltas en piel. Lo normal en este juego era quitarse la mayor parte de las ropas, pues cuando terminase el juego todos excepto uno se habrían bañado en el foso.

Magnus Månesköld no se molestó siquiera en quitarse la túnica blanca y abierta cuando señaló en primer lugar al monje con su palo, tan seguro estaba de su victoria.

Estaba claro que el monje, por mucho que quisiera, no podía quitarse su hábito monacal de lana blanca, algo que despertó una gran alegría maliciosa entre los espectadores cuando éste fue y tomó su palo y dio, a modo de prueba, unos golpes fuertes al aire. Pero alguno que otro vio también cómo Arn Magnusson se estaba divirtiendo mucho allá abajo entre los mozos y golpeó la espalda del monje bromeando de forma grosera acerca de algo que seguramente tenía que ver con baños involuntarios.

Y fue entonces cuando el juego dio un giro completo y se convirtió precisamente en el espectáculo inolvidable que los más de cien espectadores estaban esperando.

El monje avanzó sonriendo y sacudiendo la cabeza sobre el tronco donde Magnus Månesköld lo esperaba con el palo bajado, como si un viejo monje que no sabía manejar ni la lanza ni el hacha no supusiese una gran amenaza.

Magnus Månesköld cayó al foso vestido con todas sus ropas tan rápidamente que nadie tuvo tiempo de ver lo sucedido. El monje debió de tener un golpe de suerte, eso fue lo que pensaron casi todos.

El hermano Guilbert dejó el palo a un lado, se arremangó un poco el hábito sobre sus piernas blancas y señaló luego al príncipe Erik, que se quitó la túnica blanca y avanzó hacia él con mayor cuidado del que había puesto su amigo. Y cayó chapoteando al foso casi con la misma rapidez que Magnus Månesköld. Esta vez la gente de los muros había seguido con mayor atención lo sucedido. Primero el monje había dirigido su palo hacia la cabeza del príncipe Erik, pero a medio camino lo había soltado con una mano y había barrido las piernas de su contrincante.

El monje despachó con la misma facilidad a los otros tres mozos, que cada vez se quitaban más y más ropa ante el baño que les esperaba, hasta que sólo quedó Arn Magnusson.

Arn se quitó la túnica de lana y la larga camisa azul antes de acercarse al hermano Guilbert. Intercambiaron unas palabras que pocos de los espectadores podían comprender por mucho que aguzaran los oídos, pues hablaban en franco.

—No es de extrañar que hayas perdido velocidad con los años, querido instructor —dijo Arn.

—¡Recuerda que nunca estuviste siquiera cerca de golpearme, mocoso! —replicó el hermano Guilbert, riendo, y levantó el garrote amenazador fingiendo dar un golpe ante el cual Arn ni siquiera se inmutó.

—Tu problema es que ya no soy para nada un mocoso —dijo Arn y al momento estalló la lucha.

Ambos pelearon durante mucho tiempo y a una velocidad vertiginosa en la que podían dar cuatro, cinco o seis golpes cada vez que atacaban al otro, que se defendía con la misma velocidad. Y quedó claro desde el principio que esos dos eran superiores en palo sobre tronco.

Al final fue como si el cansancio alcanzase primero al monje y entonces Arn aumentó la velocidad hasta que pronto golpeó un pie del monje y venció, a la vez que alargó el garrote para que el monje pudiese agarrarse a él a media caída y saltar y aterrizar allá donde el foso tenía menor profundidad. De esta manera, la mayor parte de su hábito de lana permaneció seca.

A partir de ese momento, ninguno de los mozos fue capaz siquiera de rozar una nueva victoria y eso quedó claro ya cuando empezó el primer juego a caballo.

Primero se trataba de cabalgar el uno contra el otro, cada uno con un saco de piel lleno de arena e intentar golpear al otro para que cayera de la silla. Arn, que había ganado al palo sobre tronco y por tanto decidía el orden en esta lucha, jugó con todos los mozos con la misma facilidad con la que el monje los había despachado con el palo. Cuando sólo quedaba el monje se produjo de nuevo una larga lucha y una exhibición hípica a velocidad vertiginosa con habilidades que eran casi imposibles de comprender. Arn ganó esta vez también y de nuevo pareció como si las fuerzas del monje fueran las primeras en faltar y que aquello fuese determinante.

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