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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (26 page)

BOOK: Reina Lucía
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—Pero, querida… —balbuceó.

—Lo haré yo misma, entonces —dijo.

Mientras Georgie caminaba en dirección a su casa tras la entrega de aquel iracundo mensaje, pensó que lo que deseaba era huir e irse de vacaciones con Foljambe y Dickie. Desde el domingo se había sentido frenéticamente excitado ante la idea de interpretar cuadros dramáticos delante de Olga. Aquel día concreto había sido simplemente una barahúnda de teléfonos y pespuntes y al final todo acabó en nada, pues ni las escenas teatrales ni la fiesta posterior parecían despertar en él el menor interés ahora que Olga no iba a estar presente. Y entonces, de repente, se le ocurrió que quizás lo que le pasaba era que se había enamorado de Olga, pues… ¿por qué, si no, iba a suponer su presencia o su ausencia una diferencia tan sustancial para él? Se detuvo, desolado, frente a la morera de la señora Quantock.

—¡Cuánta desgracia! ¡Cuánta desdicha! —se dijo.

Realmente, si la vida en Riseholme iba a convertirse en una sucesión de días histéricos que concluyeran en revelaciones devastadoras, cuanto antes se fuera con Foljambe y Dickie, mejor. Él no tenía ni la más remota idea de lo que suponía estar enamorado, pues lo más cerca que había estado de ello fue cuando vio a Olga despertarse en lo alto de la montaña y sintió que había equivocado su vocación al no ser su Sigfrido; pero era sólo una torpe deducción. En esta ocasión también el asunto tenía que ver con Olga, pero no con la Olga de las leyendas y las canciones que él tanto había idealizado, sino tal y como apareció en Riseholme, siendo ella misma e interesándose vivamente —pues así lo hacía— por los asuntos cotidianos del pueblo. Muy poco tiempo antes, cuando se le pasó por la cabeza trasladarse al pueblo por vez primera, Olga había hablado del lugar como un remanso de paz. Ahora lo conocía bastante mejor, y podía pasarse más tiempo que nadie escuchando a la señora Weston, e incluso solicitar que le contara más historias cuando la anciana ya no tenía nada que contar. Y sin embargo parecía que apenas se interesaba por Lucía. Georgie se preguntaba si habría una razón oculta.

En estos desoladores lamentos estaba cuando levantó la mirada y allí, a pocos metros, estaba Olga en persona saliendo por la puerta del jardín de Old Place. El primer impulso de Georgie fue fingir que no la había visto, y regresar a su casa de soltero sigilosamente; pero con toda seguridad ella lo había visto a él, puesto que lanzó un silbido tan agudo y penetrante con los dedos metidos en la boca que, aunque Georgie fingiera, como pretendía, no haberla visto, sería absurdo simular no haberla oído. Olga le hizo señas para que se acercara.

—¡Georgie, ha ocurrido una cosa espantosa! —le decía en la distancia mientras ambos se acercaban—. Oh, te acabo de llamar Georgie sin darme cuenta. Una vez que se ha tuteado a alguien, supongo que se le debe continuar tuteando para siempre. ¡A que no sabes qué ha pasado! —dijo, del modo más típicamente riseholmense.

—Que al final puedes venir a la fiesta de Lucía —aventuró Georgie.

—No, no puedo, no es eso. Bueno, nunca lo adivinarías. Como te mueves en esos círculos tan elevados… bueno, te lo diré. ¡Me acabo de enterar de que la Elizabeth de la señora Weston se va a casar con el Atkinson del coronel Boucher! No sé cuál es su nombre de pila, ni el apellido de ella, ¡pero sin duda son ellos dos!

—¡No me digas! —dijo Georgie, olvidando por unos instantes sus propios y acuciantes problemas—. ¿Te refieres a que se han fugado los dos? ¿Y qué va a ser de sus amos? La señora Weston no soportaría tener que contratar un criado, ¿y cómo demonios va a poder vivir sin su Elizabeth? Además…

Un leve rubor tiñó sus mejillas.

—Ya lo sé. Te refieres a los niños —dijo Olga de un modo implacable—, ¿no es así?

—Sí —dijo Georgie.

—¿Entonces por qué no lo dices? Tú y yo fuimos niños alguna vez, aunque no hay nadie en el mundo lo suficientemente viejo como para recordarlo. Además, no nos habría gustado nada que los amigos de nuestros padres se hubieran avergonzado de mencionarnos. Georgie, creo que eres un mojigato.

—No, no lo soy —dijo Georgie, dándose cuenta de que probablemente se estaba empezando a enamorar de una mujer casada.

—No importa si lo eres o no, ahora sólo hay una cosa que podemos hacer. Tenemos que conseguir que los otros dos se casen también. Así Atkinson podría continuar siendo el criado del coronel Boucher y Elizabeth la criada de la futura señora Boucher, a menos que esté ocupada con eso que te hizo ruborizarte antes. Así podrán servir juntos; y tú podrías dejarles a Foljambe, por ejemplo. Ya es hora de que comiences a hacer algo de provecho con tu relajada y egoísta vida. Así que ya está arreglado. Sólo nos falta conseguir que se casen.

—¿No estás yendo un poquito demasiado deprisa? —preguntó Georgie.

—No estoy yendo nada deprisa en absoluto en este momento. Sólo estoy hablando. Entra en mi casa inmediatamente, y tomaremos un vermut. El vermut siempre consigue convertirme en alguien brillante, a menos que me atonte; pero esperemos que todo vaya bien y que ocurra lo primero. Precisamente estaba saliendo a buscarte para contártelo…

Al poco rato se encontraban ambos sentados en el salón de música de Olga, con una botella de vermut entre ellos.

—Ahora bebámonos unos buenos tragos, Georgie —dijo—; y mientras bebes, cuéntamelo todo acerca de la historia sentimental de nuestra joven pareja.

—¿De Atkinson y Elizabeth? —preguntó Georgie.

—No, querido mío: del coronel Boucher y de la señora Weston. Tienen una historia sentimental, de eso no hay duda. Estoy segura de que todos vosotros pensabais que se iban a casar algún día. Pero si siempre están cenando juntos,
tête-à-tête
… Bueno, ese es un buen principio. ¿Estás seguro de que él no tendrá una mujer y una familia en Egipto, o en algún sitio por el estilo, o ella un marido y una familia en algún otro lugar? No me gustaría encontrarme con cadáveres en los armarios.

—No, que yo sepa —dijo Georgie.

—Entonces haremos como si no existieran. Desde luego, habrías sabido algo de ellos si existieran, y lo más seguro es que no existan. Y a los dos les gusta comer, beber y estar a la última. ¿No?

—Sí, pero…

—¿Pero qué? ¿Qué más queréis tú y todos los demás remilgados de este pueblo? ¿No es ese el mejor comienzo que una pareja puede desear de cara a una vida matrimonial?

—¿Pero no son un poco mayores? —preguntó Georgie.

—No mucho más mayores que tú y que yo. Y si no fuera porque yo ya tengo mi propio Georgie, no tardaría en intentar procurarme algún otro. ¿Sabes a quién me estoy refiriendo?

—¡No! —dijo Georgie firmemente. Aunque todo aquello llegaba al final de un día de lo más espeluznante, eso y el vermut consiguieron revitalizarlo.

—Entonces te contaré exactamente lo que la señora Weston me contó de ti. «Él siempre ha estado enamorado de Lucía», dijo, «y nunca ha mirado a ninguna otra. Aunque ahí estaba Piggy Antrobus…». ¿Sabes
ahora
a quién me refiero?

Georgie de repente comenzó a reírse.

—Sí —dijo.

—Entonces no hables tanto de ti mismo, querido mío, y permíteme ir al grano. El caso es que esta tarde me dejé caer por casa de la señora Weston, y cuando ella me estaba contando toda la tragedia de cabo a rabo, me dijo sin darse cuenta: «Y no sé qué va a ser de Jacob sin su Atkinson». (¡Exactamente igual que yo, que te llamé Georgie hace un momento por accidente!). Y dime, ¿el nombre del coronel Boucher es Jacob, sí o no? ¡Pues ahí lo tienes, entonces! Esa es una parte de la cuestión. Ella lo llamó Jacob sin darse cuenta, así que deduzco que debe de estar llamándolo Jacob desde hace muchísimo tiempo.

Olga asintió con la cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, en una imitación exacta de la señora Weston.

—Apenas había salido yo de casa —dijo, con una precisa imitación de la voz de la señora Weston— cuando me encontré con el coronel Boucher. Serían alrededor de las tres en punto… no, no podían ser las tres, porque yo había regresado a casa y estaba en el vestíbulo cuando dieron las tres, y mi reloj, con seguridad, va una pizca adelantado. Bueno, el coronel Boucher me dijo: «¡Vaya… bueno… en fin…!, tenemos una crisis doméstica de mil demonios, ¡por Júpiter!». Así que yo fingí que no sabía nada, y él me lo contó todo. Así que yo dije: «Bueno, sí que es una crisis doméstica de tomo y lomo, y usted perderá a Atkinson». «¡Vaya… bueno… en fin…!», dijo él, «y la pobre Jane… es decir, quiero decir, la señora
Weston
… perderá a Elizabeth». ¡Ahí está!

Olga se levantó y encendió un cigarrillo.

—Oh, Georgie, ¿pillas el intríngulis de todo esto? —dijo—. Esos pobres y viejos corazones han quedado desamparados por los problemas que se han abatido sobre ellos, y cada uno de ellos habla del otro como si ambos fueran familia. Probablemente ninguno de los dos se ha referido directamente al otro llamándolo Jacob o Jane a lo largo de toda su vida. ¡Pero el ángel del Señor descendió y revolvió las aguas!
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Si piensas que es una insensatez, toma más vermut. Está consiguiendo que me ponga brillante, aunque tú no te lo creías. Y, ahora, ¡atiende!

Se sentó de nuevo muy cerca de él, con el rostro desbordante de alegre entusiasmo. La alegría excesiva en Riseholme se consideraba un poco desagradable: si uno comentaba las bobadas de sus amigos, tenía que haber una pizca de malicia en su ingenio. Pero en Olga no había nada de eso. Ella imitaba a la señora Weston con la fidelidad más implacable, y sin embargo era cariñosa de todo corazón. La señora Weston le caía bien porque hablaba con aquel tono tan enfático, y eso era muy peculiar para los tiempos que corrían.

—Ahora, lo primero de todo, vas a venir a cenar conmigo esta noche —dijo.

—Oh, me temo que esta noche… —balbuceó Georgie, huyendo ante nuevas y previsibles complicaciones. Realmente necesitaba una noche tranquila e irse a la cama prontito.

—¿Qué crees que va a pasar esta noche? —preguntó Olga—. ¡Solo vas a lavarte el pelo! Puedes hacerlo mañana. Así que vamos a ser tú y yo, es decir, dos, y la señora Weston y el coronel Jacob, es decir, cuatro, lo cual es suficiente, aunque no creo que haya nada de comer en casa. Pero hay algo de beber, y ese es mi punto fuerte. No para ti ni para mí, a ver si me entiendes; nosotros tenemos que mantenernos sobrios y estar espabilados. Así que no tomes más vermut. Pero me temo que Jane y Jacob van a beber un montón de champán. No para ponerse piripis, entiéndeme, sino para estar contentos, y la consiguiente exaltación de la amistad… Y cuando se vayan, intercambiarán un par de palabritas a la puerta de la casa de la señora Weston, y ella le pedirá que pase. Y entonces decidirán casarse. Y cuando se levanten mañana por la mañana, ambos se maravillarán de cómo fue posible que hicieran lo que hicieron, y se preguntarán bajito qué dirá todo el mundo cuando se entere. Y entonces darán gracias a Dios y a Olga y a Georgie por haber propiciado el encuentro, y vivirán felices durante muchísimos años. ¡Querido, cuánto más felices serán juntos de lo que lo son ahora: infinitamente más! ¡Qué ancianitos tan divertidos! Cada uno cerca de su propia chimenea, diciendo que son demasiado viejos, ¡benditos! Y tú y yo cantaremos
La Voz que aleteaba sobre el Edén
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, y a la mitad del himno nuestras voces angelicales se quebrarán, y sollozaremos sobre nuestros pañuelos, y la Voz se quedará roncando allí, como el gurú. ¿Por qué nunca me contaste nada del gurú? La señora Weston es mejor amiga que tú, y ahora debo llamar a mi cocinero… No, primero telefonearé a Jacob y a Jane y luego miraré a ver si queda algo de comer. Así que tú mantente aquí sentadito y callado, y luego te diré lo que tienes que hacer.

Durante la cena, de acuerdo con el plan de campaña de Olga, la conversación tenía que ser común, porque Olga odiaba que hubiera dos conversaciones cuando sólo había cuatro comensales, pues siempre le daba la impresión de que lo que deseaba de verdad era unirse a la conversación de los otros. Éste fue el principio esencial que Olga inculcó a Georgie, grabándolo en su memoria mediante una comparación de singular intensidad:

—Imagínate que hay una escupidera isabelina en mitad de la mesa —dijo—, así que, en cuanto tengas oportunidad, escupe en ella sin parar. Quiero que, cuando haya un silencio, escupas una de estas dos cosas: una, lo terriblemente infelices que serían tanto Jacob como Jane sin su media naranja; y la otra, lo encantadora que es la conversación y la compañía de ambos. Yo estaré tomándote el pelo todo el rato, acuérdate, y diciéndote que debes casarte. Después de cenar seguramente iré a dar un paseo con Jane por el jardín. Tú no vengas. Limítate a entretener a Jacob un poco justo después de cenar, porque entonces será mi oportunidad para hablar con Jane, y endilgarle al menos tres vasos de oporto. ¡Dios mío, es hora de vestirse! ¡Que el Señor nos ayude!

Cuando regresó a casa de Olga, Georgie descubrió que era el último en llegar, y los otros tres se estaban estrechando las manos más bien como la gente hace antes de un funeral. Pasaron a cenar inmediatamente, y Olga comenzó enseguida.

—¿Y cuántos años decía que su admirable Atkinson había estado con usted? —preguntó al coronel Boucher.

—Veinte, yendo para veintiuno —dijo—. Un enorme fastidio… por mi vida que es bastante más que un buen fastidio.

Georgie tuvo una idea brillante.

—Pero… ¿qué es un fastidio, coronel? —preguntó.

—¡Eh!, ¿pero no se ha enterado usted? Pensaba que a estas alturas lo sabría ya todo el mundo en el pueblo. Atkinson se va a casar.

—¡No! —dijo Georgie—. ¿Con quién?

A la señora Weston le resultó imposible no ser ella quien diera la noticia.

—¡Con mi Elizabeth! —cacareó—. Elizabeth me vino esta mañana: «¿Puedo hablar con usted un momento, señora?», me dijo. Yo no pensé más que acaso habría roto una taza de té. «Sí», le dije yo muy amablemente, «¿qué has venido a decirme?»

La cosa se estaba poniendo cada vez más trágica, y Olga la interrumpió.

—Olvidémonos de todas esas cosas durante un par de horas —dijo—. Fue muy amable por parte de los dos que tuvieran un poco de piedad de mí, y vinieran y cenaran conmigo. De lo contrario me habría quedado completamente sola. Si hay una cosa que no puedo soportar es estar sola por las noches. ¡Y pensar que hay gente que prefiere estar sola cuando no tienen ninguna necesidad de ello…! Miren a este pobre desgraciado… —y señaló a Georgie—. Vive completamente solo en vez de casarse. Querer estar solo es la peor costumbre que conozco: mucho peor que darse a la bebida.

BOOK: Reina Lucía
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