Relatos de Faerûn (9 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Estoy al corriente del modo en que discurrió la ceremonia —anunció.

—Yo cumplí las normas —repuso ella al punto, un tanto a la defensiva—. Admito que no vertí la sangre de mi presa, pero la matrona Hinkutes'nat se mostró conforme.

—No sólo se mostró conforme —repuso él en tono seco—. La matrona Shobalar está muy impresionada por la forma en que te desenvolviste. Y yo también lo estoy.

Liriel asimiló la información en silencio...

—¡Pero no termino de comprenderlo! —estalló.

Gomph enarcó una ceja.

—Verdaderamente tienes que aprender a expresarte con menor sinceridad —advirtió—. Aunque en este caso no importa. De hecho, tus palabras confirman lo que yo sospechaba. Obraste según un plan preconcebido pero también por instinto. Circunstancia que me complace.

—Entonces... ¿no estás enfadado conmigo? —preguntó ella. El archimago se la quedó mirando con extrañeza y ella agregó—: Pensaba que te enfurecería saber que en realidad yo no había matado al humano.

Gomph guardó un largo silencio.

—Lo que hiciste fue bastante más importante —acabó por decir—. Te ajustaste a la letra y el espíritu de las normas del Rito de Sangre de una forma sutil y compleja que habla muy bien de ti y de tu casa. El mago humano murió, tal y como se requería. La utilización de Xandra Shobalar como arma para acabar con él fue una idea ingeniosa, aunque lo mejor de todo fue el modo en que mojaste tus manos en su sangre.

—Gracias... —dijo Liriel, en un tono tan inseguro que el archimago se echó a reír.

—No terminas de comprenderlo. Muy bien. Te lo explicaré. El mago humano no era tu verdadero enemigo. Tu enemiga era Xandra Shobalar. Así lo comprendiste, le diste la vuelta al plan que había trazado en tu contra y finalmente proclamaste tu victoria de sangre. Con lo que demostraste ser una drow hecha y derecha.

—¡Pero yo no maté a nadie! —exclamó ella—. ¿Por qué tengo la sensación de haberlo hecho?

—Es posible que no vertieras literalmente la sangre ajena, pero lo cierto es que el Rito de Sangre se cumplió según los términos de rigor —afirmó el archimago.

La muchacha lo pensó un momento y comprendió que su padre tenía razón. Liriel había perdido la inocencia para siempre: ahora sabía lo que era el orgullo, el poder, la traición, la intriga, la supervivencia y la victoria.

—Has demostrado ser una verdadera drow —repitió él en un tono que incluía nueve décimas partes de orgullo y una de pesar.

Liriel respiró con fuerza y miró a Gomph a los ojos como si estuviera mirándose en un espejo.

Un levísimo destello de tristeza relució en los ojos del archimago como oro que brilla bajo una espesa capa de hielo. El destello fue tan efímero que Liriel dudó que Gomph se hubiera dado cuenta de su imprevista reacción. Al fin y al cabo, habían transcurrido muchos siglos de frío cálculo y malignidad desde que el archimago saliera triunfador de su propio rito. Si todavía se acordaba de la emoción que entonces sintiera, cosa improbable, Gomph a estas alturas era incapaz de rebuscar en su alma y hacer examen de conciencia. Liriel por fin comprendió cuál era el elemento final que definía a un verdadero drow.

La desesperación.

—Felicidades —dijo el archimago en un tono inconscientemente irónico.

—Gracias —respondió su hija de igual modo.

Elminster en la Feria de los Magos

Ed Greenwood

Ed Greenwood es el creador de Reinos Olvidados. Debido al modo en que se comporta en las reuniones, más de una vez lo han confundido con el mago Elminster. Canadiense, de Ontario, barbado y afable, reside en el campo en compañía de unos ochenta mil libros. Ed empezó a desarrollar este universo en 1967... y todavía no ha terminado.

Publicado por primera vez en

Realms of Valor.

Edición de James Lowder, febrero de 1993

Este relato me aportó la ansiada oportunidad de emparejar a Elminster y a Storm en una empresa al alimón. La versión aparecida en Realms of Valor carece de algunos retazos de conversación pronunciados en la Feria de los Magos. Aquí están dos de esos retazos, que el lector puede insertar allí donde más le guste:

«¡Por supuesto que no se trata de un dragón normal y corriente! Los dragones ordinarios no se dedican a amontonar montañas de calaveras humanas haciendo caso omiso de un tesoro formidable a su alcance».

Y:

«¡Los seres de ese tipo no se dan media vuelta y se marchan así como así! Con semejantes garras y semejante corona, lo más probable es que se haya escondido en el baño. ¿Has oído chillar a alguna de las doncellas?».

E
D
G
REENWOOD

Marzo de 2003

Los avisos

¿Qué hay más peligroso que un mago que se ha propuesto dominar el mundo entero? Está claro: un mago que se propone divertirse un poco...

La Simbul, Reina-Bruja de Aglarond

El año del Dragón Oscuro (1336 D.R.)

L
a luz rosada del primer amanecer todavía no había cedido el paso a la plena luminosidad del día, pero la barda y su flaco acompañante llevaban ya rato en las sillas de montar. Storm Manodeplata, la poetisa del Valle de las Sombras, era una aventurera tan experimentada como célebre. También era una prominente figura de los Arpistas, la misteriosa asociación que tenía como objetivo mejorar el estado del mundo. Veterana de incontables escaramuzas y siempre con los ojos alerta, Storm avanzaba examinando los alrededores con atención, con la mano cerca de la empuñadura de su espada. Aquella hoja afilada más de una vez se había visto empapada de sangre en el curso de ese viaje. Storm cabalgaba musitando una canción. La poetisa disfrutaba al encontrarse a lomos de su montura, por mucho que el camino fuera peligroso.

Llevaba dos semanas viajando en compañía de un hombre de pelo blanco tan alto como ella, si bien mucho más delgado. El hombre tenía ya sus años y no era buen jinete. Su túnica basta y plagada de remiendos exhibía varias manchas de comida y olía a tabaco de pipa.

A pesar de su aspecto, aquel hombre era un aventurero todavía más famoso que Storm: el viejo mago Elminster del Valle de las Sombras. Más de quinientos años habían teñido sus barbas de blanco. Sus ojos azules y relucientes habían presenciado la ascensión y caída de varios imperios y conocido mundos vastos y extraños situados más allá de Toril. Elminster conocía secretos cuya existencia era desconocida para la mayoría de los magos y, también, para los hombres de naturaleza más sencilla y honesta. Los años le habían aguzado el temperamento y la lengua, del mismo modo que le habían dotado de unos poderes mágicos que eran el sueño de muchísimos magos.

El gran hechicero calzaba unas gastadas botas de cuero y solía tener la expresión avinagrada. Cuando descansaba por las noches a unos pasos del fuego roncaba como un reptador cornudo que estuviera siendo atormentado. Elminster era consciente de su ronquera, de modo que se valía de la magia para amortiguar el ruido y no perturbar el sueño de su amiga y compañera de viaje. Por su parte, Storm lo quería muchísimo, por mucho que roncara y muchas veces la tratara como a una niña pequeña.

A pesar de la amistad que los unía, era raro que Storm viajase en compañía del viejo mago. Cuando se marchaba del Valle de las Sombras con ocasión de un viaje prolongado, lo normal era que Elminster encomendase la defensa de la ciudad a la poetisa. Esta vez, poco antes de la partida, un agente al servicio de los Arpistas había traído a Storm el mensaje de una de sus hermanas, mensaje en el que le pedía que acompañara y protegiera a Elminster durante su viaje a la Feria de los Magos.

Durante todos sus años de experiencias, Storm nunca había oído hablar de una Feria de los Magos. El propio nombre le parecía ominoso. A Storm no dejó de sorprenderle la tranquilidad con la que el viejo mago se tomó la noticia de que Storm se disponía a acompañarlo en su expedición. De hecho, Storm sospechaba que Elminster había escogido viajar a caballo antes que transportarse a Faerun por arte de magia por el placer de pasar más tiempo con ella.

Por las noches Elminster fumaba su pipa junto al fuego mientras la escuchaba tañer el arpa y cantar antiguas baladas. A su vez, cuando Storm se tumbaba a descansar bajo el cielo preñado de estrellas refulgentes, él le contaba historias del viejo Faerun hasta que el sueño terminaba de vencerla. Después de haberse pasado años cabalgando los páramos en compañía de guerreros encallecidos, a Storm le sorprendía lo mucho que estaba disfrutando de ese viaje con el extraño mago.

Y ahora por fin parecían haber llegado a su destino, por mucho que éste no se pareciera en nada a lo que la poetisa había imaginado.

—¿Por qué aquí? —preguntó Storm Manodeplata cuando siguió a Elminster hasta un risco. El brillante sol matinal arrancaba largas sombras a los árboles y los arbustos a su alrededor. Lo único que ella veía allí era una extensión ondulada y silvestre jamás tocada por la mano del hombre—. Yo diría que estamos a mitad de camino de Kara-Tur.

El viejo mago se rascó la nariz.

—Todavía está muy lejos —explicó con aire inocente—. Si nos hemos detenido aquí es para reunimos con alguien que anda por las cercanías.

Mientras decía estas palabras, un hombre apareció de la nada, levitando a unos pasos de ellos. Los caballos relincharon y piafaron por la sorpresa. Elminster frunció el entrecejo.

El hombre seguía levitando a cosa de metro y medio del suelo. Unos ojos oscuros como la medianoche relucían en su rostro blanco, delgado y de facciones crueles. Vestido con un tabardo oscuro y ornado con relucientes símbolos místicos y un collar alto y duro, su estampa era en verdad impresionante. En una de sus manos cuajadas de anillos sostenía un bastón ricamente tallado y adornado con una gema enorme.

—¡Os desafío! —declaró en tono digno y formal, alzando la mano libre—. ¡Hablad o no pasaréis!

—Soy Elminster del Valle de las Sombras —respondió el viejo mago sin alterarse—. Soy un invitado.

El desconocido se lo quedó mirando con frialdad.

—Demuéstralo.

—¿Dudas de mi palabra? —preguntó Elminster con calma—. ¿Cómo es eso, Dhaerivus? Todavía me acuerdo de la primera vez que acudiste a una Feria de los Magos... —Elminster añadió con sarcasmo—: La verdad es que estabas muy gracioso cuando te convirtieron en rana.

Dhaerivus se ruborizó.

—Ya conoces las normas —Insistió, levantando el cayado.

Por el bastón empezaron a correr unas lucecitas que culminaron en el cristal esférico que había en su extremo. Con un gesto lento y amenazador, el hombre en suspensión apuntó al viejo mago con dicho extremo luminoso.

—Aja —repuso Elminster, quien hizo un gesto con los dedos y añadió—: ¡Problema resuelto!

El bastón que los estaba amenazando se dobló hacia arriba por efecto del conjuro de Elminster. El centinela se los quedó mirando con la sorpresa y el miedo pintados en el rostro, hasta que sus facciones de pronto se vieron afectadas por un nuevo hechizo del mago.

El conjuro provocó que Dhaerivus se echara a reír de forma involuntaria durante unos segundos. Cuando el encantamiento se disipó, la sonrisa de su rostro se transformó en una mueca de rabia.

—Asunto concluido —sentenció Elminster jovial, dirigiendo su montura al frente ante las mismas barbas del furioso centinela—. ¡Que la magia te acompañe!

Mientras ascendían por el risco, Storm volvió la vista atrás hacia el furioso desconocido. Su cayado emitía unos destellos que llevaban a pensar en una tormenta eléctrica en el mar. Con la expresión demudada por la rabia, el centinela estaba pataleando en el aire.

—¿Le has echado un conjuro? ¿Basta con hacerle reír para demostrar tu valía? —preguntó Storm, maravillada.

Elminster asintió con la cabeza.

—Basta con que el hechicero le demuestre al centinela de la Feria de los Magos que sabe hacer encantamientos. La cuestión está en impedir que a la Feria de los Magos accedan impostores e inútiles.

Elminster hizo un gesto de escepticismo y dirigió a su caballo por una ladera sembrada de piedras y malas hierbas.

—Los invitados como tú están exentos de demostrar sus poderes, aunque cada mago sólo puede venir con un acompañante. Los hechiceros novatos son dados a provocar explosiones espectaculares o espejismos de naturaleza, ejem, voluptuosa... En este caso, yo me he conformado con recurrir a un hechizo más bien insultante.

Storm frunció el ceño.

—Veo que tendré que andarme con cuidado en la feria —comentó.

Elminster hizo un gesto con la mano instándola a no preocuparse.

—Nada de eso. En lo que a mí respecta, tengo que hacerme con cierta llave mágica de manos de una persona que en principio no está tan loca como para traerla aquí ni, de hecho, para tener algo que ver con dicha llave. Luego me voy a divertir un poco. Determinados Arpistas me han pedido que proteja a ese amigo con quien tengo que encontrarme. Del mismo modo que a ti te pidieron que me acompañaras para que no me metiera en líos...

Elminster la miró con un destello travieso en la mirada. Storm sonrió y asintió con la cabeza.

El viejo mago se echó a reír.

—Estas ferias son de carácter privado. Hace años que no asisto a una y estamos tan lejos de nuestra ciudad que nadie va a reconocerme. Hay ciertas normas para los asistentes, unas normas encaminadas a impedir que la cosa degenere en una simple competición desordenada de conjuros. En todo caso, conviene tener presente que aquí casi todo el mundo cuenta con poderes mágicos, poderes muy desarrollados. Lo mejor es que camines sin llamar la atención. Sí te ofrecen una bebida, pruébala únicamente en mi presencia y con mi autorización. Recurre a tu espada mágica únicamente en caso de fuerza mayor. Hay quien viene aquí a aprender nuevos encantamientos, pero la mayoría acude con intención de exhibir sus habilidades, como si fueran niños pequeños. Niños pequeños un tanto crueles y vanidosos...

Elminster se rascó las barbas con la expresión pensativa.

—En lo tocante a quiénes trabajan contra nosotros —agregó—, los nombres y los rostros de sus compinches en la Feria de los Magos me son desconocidos. —Una sonrisa repentina apareció en su rostro—. Como siempre, lo más conveniente es no fiarse de nadie para no tener problemas.

—¿Qué llave es esa que andamos buscando? —inquirió Storm—. ¿Por qué es tan preciosa?

Elminster se encogió de hombros.

—Tan sólo es preciosa por lo que abre. Pronto sabrás qué forma tiene y cuál es su finalidad. Lo cierto es que yo apenas me acuerdo del aspecto que tiene y no tengo idea de por qué ahora, después de tantos años, resulta que es tan importante. —Elminster fijó la mirada en ella y preguntó—: ¿Mi respuesta es lo bastante misteriosa?

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