Retorno a Brideshead (46 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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»Falta aire; ningún viento se mueve bajo estas cortinas de terciopelo. Cuando llegue el verano —dijo lord Marchmain, inconsciente del trigo alto, los frutos hinchados y las abejas saciadas que volvían sin prisa a sus colmenas bajo la densa luz del sol de la tarde, al otro lado de las ventanas—, cuando llegue el verano dejaré la cama, me sentaré al aire libre y respiraré con más facilidad.

»¿Quién habría pensado que todos esos hombrecitos dorados, caballeros en su propia tierra, podrían vivir tanto tiempo sin respirar…? Como sapos en el carbón, en las profundidades de la mina, sin ningún problema… Por el amor de Dios, ¿por qué me han cavado una fosa? ¿Acaso tengo que morirme de asfixia en mis propias bodegas? Plender, Gaston, abrid las ventanas.

—Todas las ventanas están abiertas de par en par, milord.

Colocaron un cilindro de oxígeno al lado de su cama, con un largo tubo, una mascarilla y un pequeño botón de mando que podía accionarla. A menudo decía: «Está vacío; mire, enfermera, no sale nada».

—No, lord Marchmain, está lleno; esta burbuja, aquí, en la cubeta de cristal, lo demuestra; está abierto del todo. Escuche, ¿no oye cómo silba? Intente respirar poco a poco, lord Marchmain; muy suavemente, y notará la diferencia.

—Tan libre como el aire; eso es lo que dicen. «Tan libre como el aire.» Ahora me traen el aire en un barril de hierro.

Una vez dijo:

—Cordelia, ¿qué pasó con la capilla?

—La cerraron, papá, cuando murió mamá.

—Era suya, yo se la regalé. Siempre hemos sido arquitectos en mi familia. La construí para ella; a la sombra del pabellón, la reedifiqué con las viejas piedras de detrás de las viejas paredes… Fue lo último que llegó a la antigua casa y lo primero en desaparecer. Hubo un capellán hasta la guerra. ¿Te acuerdas de él?

—Yo era demasiado joven.

—Entonces me marché. La dejé rezando en la capilla. Era suya. Era su lugar. Nunca volví para interrumpir sus oraciones. Dijeron que luchábamos por la libertad. Yo gané mi propia victoria. ¿Fue eso un crimen?

—Yo creo que lo fue, papá.

—¿Clamando venganza al cielo? ¿Por eso me han encerrado en esta cueva, con un tubo negro de aire y unos hombrecitos amarillos en las paredes, que viven sin respirar? ¿Eso es lo que crees, hija? Pero el viento volverá pronto, mañana quizá, y respiraremos de nuevo. El mal viento que me traerá buen aire. Mejor mañana.

Así, hasta mediados de junio, lord Marchmain fue agonizando, agotándose en su lucha por vivir. Ya que no había ninguna razón para esperar un cambio inmediato, Cordelia fue a Londres para estudiar el modo en que su organización se preparaba para la inminente «emergencia». Aquel mismo día, lord Marchmain empeoró de repente. Se quedó en silencio y totalmente inmóvil, respirando con dificultad; sólo sus ojos abiertos, revoloteando a veces por la habitación, daban indicio de que estaba consciente.

—¿Ha llegado el fin? —preguntó Julia.

—Imposible saberlo —contestó el médico—; cuando muera, es probable que sea como ahora. Puede que se recupere de este ataque. Lo importante es no molestarle. El menor sobresalto podría ser fatal.

—Voy a buscar al padre Mackay —dijo Julia.

No me sorprendió. Había leído ese propósito en sus pensamientos durante todo el verano. Cuando se marchó, dije al médico:

—Tenemos que poner fin a este disparate.

—Yo me ocupo del cuerpo. No es asunto mío discutir si es mejor que las personas estén vivas o muertas, ni lo que les ocurra después de muertas. Yo me limito a mantenerlas vivas.

—Y acaba de decir que cualquier sobresalto le mataría. ¿Qué podría ser peor para un hombre que, como él, tema la muerte, que ver aparecer a un sacerdote? Un sacerdote al que despidió cuando tenía fuerzas para hacerlo.

—Creo que podría matarle.

—¿Entonces lo va a prohibir?

—No tengo autoridad para prohibir nada. Lo único que puedo hacer es dar mi opinión.

—Cara, ¿qué piensas tú?

—No quiero que le hagan desgraciado. Es lo único que cabe esperar ahora: que se muera sin saberlo. Pero, a pesar de todo, a mí me gustaría que estuviera presente un sacerdote.

—¿Intentarás persuadir a Julia de que lo mantenga alejado hasta el final? Después ya no podrá hacer ningún daño.

—Le pediré que no haga infeliz a Alex, sí.

Al cabo de media hora, Julia volvió con el padre Mackay. Nos reunimos en la biblioteca.

—He mandado un telegrama a Bridey y a Cordelia —dije—. Espero que estés de acuerdo en que no se haga nada hasta que lleguen.

—Ojalá estuvieran aquí —dijo Julia.

—No puedes asumir esa responsabilidad tú sola —dije—. Todos los demás están contra ti. Doctor Grant, dígale lo que acaba de decirnos.

—He dicho que el sobresalto de ver a un sacerdote podría matarle; de lo contrario es posible que sobreviva a este ataque. Como médico, debo protestar contra cualquier cosa que pueda perturbarle.

—¿Cara?

—Julia, querida, sé que estás procurando hacer lo que crees mejor, pero tú sabes que Alex no era un hombre religioso. Siempre se burlaba de ello. No debemos aprovecharnos de él, ahora que está débil, para tranquilizar nuestras propias conciencias. Si el padre Mackay va a verle cuando esté inconsciente, le podrán enterrar como Dios manda ¿verdad, padre?

—Iré a ver cómo se encuentra —dijo el médico, y salió.

—Padre —dije—, usted sabe cómo le recibió lord Marchmain la última vez que vino; ¿cree usted posible que haya cambiado de actitud ahora?

—Por la gracia de Dios, es muy posible.

—Quizá —insinuó Cara— podría entrar un momento cuando esté dormido, y decir las palabras de absolución junto a él; él no se enteraría.

—He visto morir a muchos hombres y mujeres —explicó el sacerdote—, y no he visto a nadie que no se alegrara de tenerme cerca cuando llegaba el fin.

—Pero eran católicos. Lord Marchmain nunca ha sido católico, excepto de nombre; al menos durante años. Se burlaba de ello, ha dicho Cara.

—Cristo vino para provocar el arrepentimiento, no de los justos sino de los pecadores.

El médico regresó:

—No hay ningún cambio.

—Veamos, doctor —dijo el sacerdote—, ¿cómo iba yo a sobresaltar a nadie? —Y nos miró, primero al médico, luego a nosotros, con su expresión imperturbable, inocente, práctica—. ¿Saben lo que quiero hacer? Algo muy sencillo, nada espectacular. Entraré vestido tal como voy ahora. El ya me conoce. No tiene por qué alarmarse. Sólo quiero preguntarle si se arrepiente de sus pecados. Quiero que haga una pequeña señal de afirmación; quiero, al menos, que no me rechace. Luego quiero otorgarle el perdón de Dios. Y entonces, aunque no sea esencial, administrarle el aceite consagrado. Es muy sencillo: rozarle con los dedos, con un poco de ungüento de esta cajita, miren, no puede hacerle ningún daño.

—Oh, Julia —dijo Cara—. ¿Qué debemos decirle? Déjame hablar con él.

Se dirigió a la habitación china; esperamos en silencio. Una muralla de fuego se alzaba entre Julia y yo. Cara regresó en seguida.

—No creo que me haya oído —dijo—. Pensé que sabría cómo decírselo. Le he dicho: «Alex, ¿te acuerdas del sacerdote de Melstead? Te portaste muy mal cuando vino a verte. Le ofendiste mucho. Ahora ha vuelto. Quiero que le veas, sólo por mí, para que seamos amigos». Pero no ha contestado. Si está inconsciente, no puede hacerle infeliz que le atienda el sacerdote ¿verdad, doctor?

Julia, que había estado inmóvil y en silencio, se acercó de repente.

—Le agradecemos sus consejos, doctor. Asumo toda la responsabilidad por lo que pueda ocurrir. Padre Mackay, ¿tiene la bondad de venir a ver a mi padre?

Y, sin mirarme, le precedió al cruzar la puerta.

Todos los seguimos. Lord Marchmain seguía postrado igual que por la mañana, pero tenía los ojos cerrados; sus manos estaban extendidas encima de las mantas, con las palmas hacia arriba. La enfermera le estaba tomando el pulso.

—Adelante —dijo, sin bajar la voz—, no le molestarán ahora.

—¿Quiere decir que…?

—No, no, pero ya no se da cuenta de nada.

Sostenía la mascarilla de oxígeno contra su cara y el silbido del gas que salía era el único ruido junto al lecho.

El sacerdote se inclinó sobre lord Marchmain y le bendijo. Julia y Cara se arrodillaron al pie de la cama. El médico, la enfermera y yo permanecimos de pie, detrás de ellas.

—Ahora —dijo el sacerdote—, sé que se arrepiente de todos los pecados de su vida ¿verdad? Haga alguna señal, si puede. Se arrepiente ¿verdad? —Pero no se produjo ninguna señal—. Intente recordar sus pecados. Dígale a Dios que se arrepiente. Le voy a dar la absolución. Mientras se la doy, dígale a Dios que está arrepentido por haberle ofendido.

Empezó a hablar en latín. Reconocí las palabras
ego te absolvo in nomine patris
… Vi al sacerdote hacer la señal de la cruz. Entonces me arrodillé yo también, y recé: «Oh, Dios, si existe un Dios, perdónale sus pecados, si existen los pecados». Y el hombre tumbado en la cama abrió los ojos y emitió un suspiro, y yo creí que había llegado el fin, pero movió los ojos y supimos que aún aleteaba la vida en él.

De repente anhelé una señal, aunque sólo fuera por cortesía, aunque sólo fuera por la mujer que amaba, arrodillada delante de mí, y que rezaba, yo lo sabía, para que él hiciera una señal. Era tan poco lo que le pedían, no más que el simple reconocimiento de un obsequio, una pequeña inclinación de cabeza entre la multitud. Recé con más sencillez: «Perdónale sus pecados» y «Te lo ruego, Dios, haz que acepte tu perdón».

Era tan poco lo que se le pedía…

El sacerdote sacó de su bolsillo la cajita de plata y habló de nuevo en latín, al mismo tiempo que tocaba al moribundo con una bolita de algodón empapado. Acabó lo que tenía que hacer, guardó la caja e impartió la bendición final. De repente, lord Marchmain movió la mano hacia la frente. Pensé que habría sentido el tacto del crisma y que se lo iba a quitar. «Oh Dios», recé, «no dejes que lo haga». Pero no debería haberlo temido, porque la mano se desplazó lentamente hacia el pecho, y después al hombro, y lord Marchmain hizo la señal de la cruz. Entonces supe que la señal por la que yo había orado no era tan insignificante, no era un mero gesto de reconocimiento, y me acordé de una frase de la infancia acerca del velo del templo que se rasgaba de par en par.

Todo había terminado. Nos levantamos. La enfermera volvió al cilindro de oxígeno. El médico se inclinó sobre su paciente. Julia me susurró:

—¿Podrías acompañar al padre Mackay a la puerta? Me quedo aquí un momento.

Fuera de la habitación, el padre Mackay volvió a ser el hombre sencillo y jovial de siempre.

—Y bien, ¿no ha sido algo hermoso? Lo he presenciado una y otra vez, siempre de la misma manera. El demonio se resiste hasta el último momento, pero la gracia de Dios es demasiado fuerte para él. Usted no es católico, creo, señor Ryder, pero al menos se alegrará de que las mujeres hayan tenido ese consuelo.

Mientras esperábamos al chófer, se me ocurrió que había que pagar al padre Mackay por sus servicios. Se lo pregunté torpemente.

—Vamos, no se preocupe por eso, señor Ryder. Ha sido un placer. Pero cualquier cosa que quiera dar vendrá bien a una parroquia como la mía. —Encontré tres libras en mi billetera y se las entregué—. Vaya, es más que generoso. Dios le bendiga, señor Ryder. Volveré; pero no creo que su pobre alma siga mucho tiempo en este mundo.

Julia permaneció en el salón chino hasta que, a las cinco de aquella tarde su padre murió, dando así la razón a ambos bandos enfrentados en la polémica: sacerdote y médico.

Y de este modo llegué yo también a las frases quebradas que fueron las últimas palabras entre Julia y yo; las últimas memorias.

Cuando su padre murió, Julia permaneció unos minutos con su cadáver; la enfermera pasó a la habitación contigua para anunciar la noticia, y entreví a Julia momentáneamente a través de la puerta abierta, arrodillada al pie de la cama, y a Cara sentada a su lado. Las dos mujeres abandonaron después el aposento, y Julia me dijo:

—Ahora no; voy a acompañar a Cara a su habitación. Más tarde.

Mientras ella estaba arriba, llegaron Brideshead y Cordelia de Londres; cuando por fin nos encontramos a solas fue a escondidas, como jóvenes amantes.

Julia dijo:

—Aquí, en la sombra, en un rincón bajo las escaleras, un minuto para decirnos adiós.

—Tanto tiempo para decir tan poco…

—¿Lo sabías?

—Desde esta mañana; desde antes de esta mañana. Durante todo este año.

—Yo no lo supe hasta hoy. Amor mío, si fueras capaz de entenderlo… Entonces soportaría nuestra separación, o la soportaría mejor. Debería decir que se me está destrozando el corazón, si creyera en los corazones rotos. No puedo casarme contigo, Charles. No puedo estar contigo nunca más.

—Lo sé.

—¿Cómo es posible que lo sepas?

—¿Qué harás?

—Seguir sola, simplemente. ¿Cómo puedo saber lo que voy a hacer? Tú me conoces totalmente. Sabes que no estoy hecha para una vida de luto. Siempre he sido mala. Es probable que vuelva a ser mala, y volveré a ser castigada. Pero cuando peor soy, más necesito a Dios. No puedo estar fuera del alcance de su misericordia. Eso es lo que significaría empezar una vida contigo; sin Él. Lo único que puedo desear es ver un paso más adelante. Pero hoy me di cuenta de que hay una cosa imperdonable, como las cosas de la infancia, tan malas que sólo mamá podía arreglarlas, la cosa mala que estaba a punto de hacer, pero no acabo de ser lo bastante malvada para hacerla: situar a un rival a la altura de Dios. ¿Por qué se me permite a mí entender esto y a ti no, Charles? Quizá sea a causa de mamá, de Nanny, Cordelia, Sebastian, quizá Bridey y la señora Muspratt, que siempre me han tenido presente en sus oraciones; o quizá sea un trato privado entre Dios y yo: si sacrifico lo único que quiero de veras, por mala que sea no me abandonará totalmente al final.

»Ahora los dos estaremos solos, y no tendré ninguna posibilidad de hacértelo comprender.

—No quiero hacerte las cosas fáciles. Espero que se te destroce el corazón; pero lo entiendo, sí, lo entiendo.

El alud había caído, dejando tras sí la ladera desnuda. Los últimos ecos se desvanecieron entre las colinas blancas. El nuevo montón dé nieve destellaba y permanecía inmóvil en el valle silencioso.

Epílogo: Retorno a Brideshead

—Es el peor lugar que nos ha tocado hasta ahora —dijo el comandante en jefe—; nada de comodidades, nada de distracciones y la Brigada a punto de llegar. Hay una sola taberna en Flyte St. Mary, con capacidad para unas veinte personas; los oficiales, naturalmente, no podrán frecuentarla. Hay una cooperativa militar en el área del campamento. Espero organizar el transporte semanal a Melstead Carbury. El pueblo de Marchmain está a diez millas, pero tampoco tiene nada que ofrecer. Por lo tanto, lo primero en que tienen que pensar todos los jefes de compañía es en cómo organizar diversiones para sus hombres. Oficial médico, quiero que eche un vistazo a los lagos y compruebe si son aptos para bañarse.

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