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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Rhialto el prodigioso (26 page)

BOOK: Rhialto el prodigioso
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—Parece ser una cripta —dijo—. Las paredes están alineadas con nichos, y cada uno de ellos contiene los últimos restos de un cadáver.

—¡Por supuesto, por supuesto! —murmuró Hurtiancz. Alzó la botella de cristal marrón y volvió a dejarla casi al momento.

—Quizás estamos equivocados suponiendo que este lugar es una taberna —continuó Rhialto—. Creo que, en vez de licor, el líquido de las botellas es líquido de embalsamar.

Ildefonse no se dejaba distraer tan fácilmente.

—Propongo la verdad básica y elemental: lo que es, ES. Acabáis de oír la proposición básica de la magia. ¿Qué mago pregunta
por qué?
¿Acaso pregunta
cómo? Por qué
conduce al absurdo; cada respuesta genera al menos otra pregunta, de esta forma:

»Pregunta:
¿Por qué lleva Rhialto un sombrero negro con borlas doradas y una pluma escarlata?

»Respuesta:
Porque con ello espera mejorar su apariencia.

»Pregunta:
¿Por qué desea mejorar su apariencia?

»Respuesta:
Porque anhela la admiración y la envidia de sus semejantes.

»Pregunta:
¿Por qué anhela la admiración?

»Respuesta:
Porque, como hombre, es un animal social.

»Pregunta:
¿Por qué es el Hombre un animal social? Y así siguen las preguntas y las respuestas, expandiéndose hasta el infinito. En consecuencia…

Hurtiancz saltó en pie movido por un impulso. Alzó la botella de cristal marrón por encima de su cabeza y la estrelló contra el suelo.

—¡Ya basta de estas intolerables estupideces! ¡Propongo que se decrete que tanta locuacidad va más allá del simple aburrimiento y cruza la frontera de la depravación!

—Es un punto a tener en cuenta —admitió Herark—. Ildefonse, ¿qué tienes que decir al respecto?

—Me siento más bien inclinado a castigar a Hurtiancz por su grosería —dijo Ildefonse—. Pero ahora simula una porcina estupidez para escapar a mi ira.

—¡Absolutamente falso! —rugió Hurtiancz—. ¡No simulo nada!

Ildefonse se encogió de hombros.

—Teniendo en cuenta sus deficiencias como polemista y mago, hay que admitir que al menos Hurtiancz es sincero.

Hurtiancz controló su furia. Dijo:

—¿Quién puede derrotar tu volubilidad? Como mago, sin embargo, supero tus torpes habilidades tanto como Rhialto el Prodigioso excede tu reumática decrepitud.

Ahora fue el turno de Ildefonse de ponerse furioso.

—¡Una prueba! —Agitó una mano en el aire; los enormes bloques salieron disparados en todas direcciones; los magos se hallaron sentados en el suelo, bajo la potente luz del sol—. ¿Qué opinas de esto?

—Trivial —dijo Hurtiancz—. ¡Observa esto! —Alzó sus dos manos; de cada dedo brotó un chorro de vívido humo de diez colores distintos.

—El truco fácil de un charlatán —declaró Ildefonse—. ¡Observa ahora! Pronunciaré una palabra: «¡Techo!» —La palabra abandonó sus labios, vaciló en el aire en forma de símbolo, luego trazó un amplio círculo hasta detenerse sobre el techo de una de las estructuras de extraño estilo arquitectónico que aún subsistían. El símbolo desapareció; el techo brilló con un vívido color naranja y se fundió, para desintegrarse en un millar de símbolos como la palabra que Ildefonse había enviado. Partieron velozmente cielo arriba, se detuvieron en seco, desaparecieron. Desde las alturas, como el resonar de un enorme trueno, les llegó de vuelta la voz de Ildefonse—: ¡TECHO!

—No gran cosa —afirmó Hurtiancz—. Ahora…

—¡Ya basta! —dijo Mune el Mago—. Terminad vuestra estúpida pelea de borrachos. ¡Mirad allí!

De la estructura cuyo techo había destruido Ildefonse emergía un hombre.

9

El hombre se detuvo en el umbral. Era impresionantemente alto. Una larga barba blanca colgaba sobre su pecho; el blanco pelo de su cabeza cubría sus orejas; sus ojos relucían negros. Llevaba un elegante caftán tejido en intrincados dibujos rojo oscuro, marrón, negro y azul. Avanzó unos pasos, y pudieron ver que arrastraba flotando tras él una nube de resplandecientes objetos. Gilgad, que había regresado de la plaza, lanzó instantáneamente un grito:

—¡Son piedras IOUN!

El hombre se dirigió hacia ellos. Su rostro mostraba una expresión calmadamente interrogadora.

—¡Es Morreion! —murmuró Ildefonse—. De eso no cabe la menor duda. La estatura, el porte…, ¡son inconfundibles!

—Es Morreion —admitió Rhialto—. ¿Pero por que está tan tranquilo, como sí cada semana recibiera visitantes que hicieran volar su techo, y como si la «Nada» gravitara sobre cualquier otro y no sobre él?

—Puede que sus percepciones se hallen algo embotadas —sugirió Herark—. Observa: no muestra ninguna señal de reconocer a otros humanos.

Morrejon avanzaba lentamente, con las piedras IOUN derivando lentamente tras él. Los magos se agruparon ante los escalones de mármol del palacio. Vermoulian avanzó y alzó una mano.

—¡Hola, Morreion! ¡Hemos venido a librarte de este intolerable aislamiento!

Morreion miró sus rostros, uno a uno. Emitió un sonido gutural, luego un ronco croar, como si estuviera comprobando el funcionamiento de unos órganos que llevaba largo tiempo sin usar.

Ildefonse se presentó:

—¡Morreion, camarada! Soy yo, Ildefonse; ¿no recuerdas los viejos días en Kammerbrand? ¡Habla!

—Te he oído —croó Morreion—. Hablo, pero no recuerdo.

Vermoulian señaló los escalones de mármol.

—Sube a bordo, si quieres; partiremos inmediatamente de este lúgubre lugar.

Morreion no hizo ningún movimiento. Examinó el palacio con el ceño fruncido.

—Habéis posado vuestro aparato volador en la zona donde seco mis madejas.

Ildefonse señaló hacia el muro negro, que a través de la calina de la atmósfera se divisaba solamente como una sombra portentosa.

—La «Nada» se acerca cada vez más. Está a punto de engullir este mundo, que entonces desaparecerá; en pocas palabras, morirás.

—No comprendo claramente lo que quieres decir —dijo Morreion—. Si me disculpas, debo ir a ocuparme de mis asuntos.

—Una sola pregunta antes de que te marches —señaló Gilgad—. ¿Dónde pueden encontrarse las piedras IOUN?

Morreion le miró sin comprender. Finalmente trasladó su atención a las piedras, que se agitaron en torno suyo con un movimiento más rápido. En comparación, las del archivolte Xexamedes eran apagadas y torpes. Éstas danzaban y cabrioleaban, y destellaban con diferentes colores. Más cerca de Morreion se hallaban las piedras lavanda y verde pálido, como si se consideraran las más queridas y privilegiadas. Un poco más allá se agitaban las piedras rosa y verde, mezcladas; luego venían las piedras de un orgulloso rosa puro, luego las piedras carmín, luego las rojas y azules; y finalmente, en la periferia, un cierto número de piedras que resplandecían con brillantes luces azules.

Mientras Morreion meditaba, los magos observaron una circunstancia peculiar: algunas de las piedras lavanda situadas más al interior perdieron su resplandor y se volvieron tan opacas como las piedras de Xexamedes.

Morreion asintió pensativo con la cabeza.

—¡Curioso! Parece que he olvidado tantas cosas… No siempre he vivido aquí. —Su voz reflejaba sorpresa—. En otro tiempo hubo otro lugar. Pero el recuerdo es vago y remoto.

—¡Ése lugar es la Tierra! —dijo Vermoulian—. Allí es donde te llevaremos.

Morreion agitó sonriente la cabeza.

—Precisamente estoy a punto de emprender un importante viaje.

—¿Es ese viaje absolutamente necesario? —inquirió Mune el Mago—. Nuestro tiempo es limitado, y centrándonos más en el tema, no tenemos intención de ser engullidos por la «Nada».

—Tengo que ver mis mojones —dijo Morreion de forma suave pero definitiva.

Hubo un largo momento de silencio. Luego Ildefonse preguntó:

—¿Qué finalidad tienen esos mojones? Morreion utilizó la voz átona de alguien que le explica una cosa a un niño.

—Señalan el camino más corto en torno a mi mundo. Sin los mojones es muy fácil perderse.

—Pero recuerda que ya no hay ninguna necesidad de esas señales —observó Ao de los Ópalos—. ¡Vas a regresar a la Tierra con nosotros!

Morreion no pudo evitar una seca risa ante la obtusa insistencia de sus visitantes.

—¿Quién se ocupará entonces de mis propiedades? ¿Quién se ocupará si mis mojones se desmoronan, si mis telares se estropean, si mis hornos se apagan, si mis demás empresas se disuelven, y todo ello por falta de metódicos cuidados?

—Al menos sube a bordo del palacio para disfrutar de nuestro banquete nocturno —dijo suavemente Vermoulian.

—Si, claro, encantado —respondió Morreion. Subió los escalones de mármol y miró complacido el pabellón—. Encantador. Debo pensar en algo de esta naturaleza como parte delantera de mi nueva mansión.

—No habrá tiempo suficiente —le indicó Rhialto.

—¿«Tiempo»? —Morreion frunció el ceño como si la palabra le fuera poco familiar. Otra de las piedras lavanda se volvió bruscamente pálida—. ¡Tiempo, claro! ¡Pero se necesita tiempo para hacer como corresponde un trabajo! Esta tela, por ejemplo. —Señaló su lujoso caftán, con sus intrincados dibujos—. Tejerla requirió cuatro años. Antes de eso estuve reuniendo pelaje de animales durante diez años; luego, durante otros dos años, blanqueé, teñí e hilé. Mis mojones fueron construidos piedra sobre piedra, y cada vez recorría el mundo de punta a punta. Mi afición a los viajes ha menguado un tanto, pero ocasionalmente hago el recorrido, para reconstruir allá donde es necesario y anotar los cambios en el paisaje.

Rhialto señaló al sol.

—¿Reconoces la naturaleza de ese objeto?

Morreion frunció el ceño.

—Lo llamo «el sol»…, aunque por qué elegí esa palabra es algo que se me escapa.

—Hay muchos otros soles como éste —dijo Rhialto—. En torno a uno de ellos gira ese antiguo y notable mundo que te dio nacimiento. ¿No recuerdas la Tierra?

Morreion alzó la vista hacia el cielo, dubitativo.

—No he visto ningún otro de esos soles que describes. Por la noche mi cielo es completamente negro; no hay más luz en el mundo que el resplandor de mis fuegos. Es un mundo realmente pacífico… Creo recordar otros tiempos más agitados. —La última de las piedras lavanda y algunas de las verdes perdieron su color. Los ojos de Morreion ganaron una momentánea intensidad. Fue a inspeccionar las pacíficas náyades que jugueteaban en la fuente central—. ¿Qué son esas pequeñas y relucientes criaturas? Son muy atractivas.

—También son muy frágiles, y útiles solamente para el placer de la vista —dijo Vermoulian—. Vamos, Morreion, mi valet te ayudará a prepararte para el banquete.

—Eres muy amable —dijo Morreion.

10

Los magos aguardaron a su invitado en el gran salón. Cada cual tenía su propia opinión de las circunstancias. Rhialto dijo:

—Será mejor que elevemos ahora el palacio y partamos inmediatamente. Puede que Morreion se muestre agitado durante un tiempo, pero cuando le presentemos todos los hechos seguro que se mostrará razonable.

El cauteloso Perdustin dudó.

—¡Hay fuerza en ese hombre! Hubo un tiempo en que su magia era fuente de maravilla y asombro; ¿qué ocurrirá si, en un acceso de cólera, extiende un mal sobre todos nosotros?

Gilgad estaba de acuerdo con Perdustin.

—Todo el mundo ha observado las piedras IOUN de Morreion. ¿Dónde las ha conseguido? ¿Es posible que este mundo sea la fuente?

—Esa posibilidad no puede ser desechada automáticamente —admitió Ildefonse—. Mañana, cuando le sea descrita la inminencia de la «Nada», seguro que Morreion querrá partir sin ningún resentimiento.

Así quedó el asunto. Los magos dirigieron su conversación a otros aspectos de aquel deprimente mundo.

Herark el Heraldo, que tenía habilidades de cognoscedor, intentó adivinar la naturaleza de la raza que había dejado sus ruinas por todo el planeta, sin excesivo éxito.

—Hace demasiado tiempo que desaparecieron; su influencia se ha desvanecido. Creo discernir criaturas de largas piernas blancas y grandes ojos verdes… Oigo un susurro de su música: un campanilleo, un tintinear, un persistente sonido de flautas, casi como un lamento… No capto magia. Dudo que conocieran las piedras IOUN, si de hecho existen en este planeta.

—¿En qué otro lugar pueden haberse originado? —quiso saber Gilgad.

—Los «resplandecientes campos» no se ven por parte alguna —señaló Bruma del Mar Wheary.

Morreion entró en el salón. Su aspecto había sufrido un cambio espectacular. La gran barba blanca había sido afeitada; su leonina mata de pelo había sido cortada con un estilo más moderno. En vez de su lujoso caftán llevaba un traje de seda marfil con un cinto azul y un par de zapatillas escarlatas. Ahora Morreion se revelaba como un hombre alto y delgado, despierto y alerta. Unos brillantes ojos negros dominaban su rostro, anguloso y de marcados pómulos y mandíbula, con una frente enorme, disciplinado incluso en las líneas de su boca. La letargia y el aburrimiento de tantos eones no se veían por parte alguna; avanzaba con un fácil aplomo, y tras él, yendo de un lado para otro y trazando círculos, flotaba el enjambre de las piedras IOUN.

Morreion saludó a los magos reunidos con una inclinación de cabeza, y dedicó su atención a los detalles del salón.

—¡Magnífico y lujoso! Pero yo me veré obligado a utilizar el cuarzo en vez de este espléndido mármol, y se encuentra poca plata en este planeta; los sahars acabaron con todas las menas. Cuando necesito metal, debo cavar muy profundo en el suelo.

—Has llevado una existencia atareada —declaró Ildefonse—. ¿Y quiénes fueron los sahars?

—La raza cuyas ruinas salpican el paisaje. Una gente frívola e irresponsable, aunque admito que encontré divertidos sus acertijos poéticos.

—¿Existen todavía los sahars?

—¡Por supuesto que no! Se extinguieron hace muchas eras. Pero dejaron numerosos testimonios grabados en bronce, que he tenido ocasión de traducir.

—¡Un trabajo aburrido, seguro! —exclamó Zilifant—. ¿Cómo llevaste a cabo una tarea tan complicada?

—Por el proceso de eliminación —explicó Morreion—. Probé las inscripciones con una sucesión de lenguas imaginarias, y a su debido tiempo hallé una correspondencia. Como has dicho, la tarea fue muy lenta; de todos modos, las crónicas de los sahar me han proporcionado mucho entretenimiento. Quiero orquestar sus ensoñaciones musicales; pero es una tarea para el futuro, quizá para después que haya completado el palacio que me propongo construir.

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