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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

Rhialto el prodigioso (21 page)

BOOK: Rhialto el prodigioso
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—Hummm —dijo Osherl—. Has cometido un error en algún lugar. No se pueden juzgar asuntos importantes sobre la base de un bol para gachas.

—Si examinamos fríamente la cuestión, tú y Sarsem fuisteis descuidados, aunque estoy seguro de que disfrutasteis con vuestro truco, riendo y dándoos codazos en las costillas el uno al otro mientras imaginabais la decepción del pobre Rhialto.

—¡De nuevo estás en un error! —exclamó Osherl, dolido—. ¡Los acuerdos fueron hechos con toda dignidad! Además, tus teorías carecen de pruebas. ¡El bol puede imitar un estilo anterior, o pudo haber sido conservado durante toda una época y luego arrojado al mar!

—Osherl, caminas por el mismo filo del absurdo. Mis llamadas teorías avanzan sobre dos piernas: primera, la deducción lógica, y segunda, la simple observación. Reconozco que el objeto que permitiste que hallara Yaa-Yimpe se parecía al Perciplex…, de hecho, lo suficiente para engañar incluso a Hache-Moncour. Pero no a mi.

Osherl parpadeó, asombrado.

—¿Cómo pueden ser tus ojos tan agudos y los de Hache-Moncour tan torpes?

—No sólo soy sabio y justo; también soy inteligente. Hache-Moncour apenas es un poco más listo que tú.

—Sigues sin decirme nada.

—¿Acaso no tienes ojos? El falso objeto colgaba de una cuerda en torno al cuello de Yaa-Yimpe, sujeto por el centro…, en posición horizontal. El auténtico Perciplex se mantiene siempre erguido, de modo que su texto sagrado nunca pueda ser leído mal. Hache-Moncour no prestó atención, y me siento agradecido por su vulgar apresuramiento. Así que ahora, ¿qué tienes que decir?

—Debo pensar sobre ello.

—Quedan dos cuestiones. Primera: ¿quién tiene el Perciplex, tú o Sarsem? Segunda: ¿cómo podéis tú y Sarsem ser a la vez recompensados por vuestros servicios y castigados por vuestra infidelidad?

—Los primeros superan con mucho a la última, por lo menos en mi caso —dijo Osherl—. En cuanto a Sarsem, que ha sido tan hábilmente engañado por Hache-Moncour, prefiero no dar ninguna opinión.

—¿Y el Perciplex?

—¡Ah! Éste es un tema delicado, que no me siento libre de discutir ante oídos no autorizados.

—¿Qué? —exclamó Rhialto, ultrajado—. ¿Me incluyes en esa categoría, cuando Ildefonse te situó específicamente bajo mis órdenes?

—Sujeto a los límites del sentido común.

—¡Muy bien! Presentaremos los hechos ante Ildefonse en Boumergarth, y espero que pueda refrenar cualquier prejuicio en mi informe. De todos modos, debo tomar nota de tu terca obstinación, que no puede hacer otra cosa más que añadir eones a tu compromiso.

Osherl parpadeó y retrocedió unos pasos.

—¿Es eso realmente tan importante? Bien, entonces puedo ofrecer un indicio. Hache-Moncour y Sarsem idearon el plan como una broma. Yo señalé inmediatamente la naturaleza seria del asunto, y le di a Yaa-Yimpe un cristal falso. —Osherl lanzó una risa nerviosa—. Por supuesto, Sarsem retuvo la posesión del auténtico Perciplex, y su culpabilidad supera en mucho la mía.

En el pabellón, Shalukhe la Nadadora saltó en pie.

—Oigo un gran tumulto procedente del poblado… Suena como hombres gritando furiosos, y parece estar acercándose.

Rhialto escuchó.

—Supongo que los zikkos de oro de Hache-Moncour se han convertido en ranas mugidoras o en bellotas, o tal vez mis pagos a Um-Foad se han visto alterados prematuramente… En cualquier caso, ya es hora de que nos marchemos. Osherl, regresamos a Boumergarth: al minuto siguiente de nuestra partida.

16

En respuesta a la urgente llamada de Ildefonse, los magos se reunieron en el Gran Salón de Boumergarth. Sólo Rhialto parecía estar ausente del cónclave, pero nadie mencionó su nombre.

Ildefonse se sentó en silencio en su enorme silla del podio, con la cabeza inclinada de modo que su barba rubia descansaba sobre sus brazos doblados. Los demás magos conversaban en voz baja, mirando de tanto en tanto a Ildefonse y hablando del supuesto objetivo de la reunión.

El tiempo transcurrió lentamente, e Ildefonse seguía sentado en silencio. Las conversaciones fueron muriendo gradualmente por toda la estancia, y finalmente todos se sentaron mirando a Ildefonse y preguntándose sus razones para el retraso… Al fin, Ildefonse, quizá tras recibir una señal, se agitó y dijo con voz grave:

—Nobles magos: ésta es una ocasión importante. Para evitar cualquier tipo de intrusión, he tejido una red de impermeabilidad en torno a Boumergarth. Claro que esto tiene un inconveniente, puesto que, al mismo tiempo que nadie puede entrar para molestarnos, nadie puede tampoco salir de aquí, ni por delante ni por detrás, ni por ningún otro sitio.

Hurtiancz, con su habitual aspereza, exclamó:

—¿Por qué esas precauciones extraordinarias? No soy partidario de trabas ni de restricciones; ¡debo inquirir las razones de este encierro!

—Ya he explicado mis motivos —dijo Ildefonse—. En pocas palabras, no deseo ni entradas ni salidas durante nuestra discusión.

—Procede —dijo Hurtiancz con tono tenso—. Refrenaré mi impaciencia del mejor modo que pueda.

—Para establecer una base a mis observaciones, recurriré a la autoridad de Phandaal, el Gran Maestro de nuestro arte. Sus advertencias son firmes y directas, y forman el fundamento teórico del protocolo por el que regimos nuestra conducta. Me refiero, naturalmente, a los Principios Azules.

—Realmente, Ildefonse —señaló Hache-Moncour—, tus palabras, aunque profundas de sentido, son un tanto redundantes. Sugiero que vayas directamente al asunto del día. Creo que mencionaste que nuevos descubrimientos obligan a una redistribución de las propiedades de Rhialto. ¿Puedo preguntarte qué nuevos artículos han aparecido, y cuál puede ser su calidad?

—¡Te anticipas! —retumbó Ildefonse—. De todos modos, puesto que el asunto ha sido planteado, confío en que todos hayáis traído con vosotros la totalidad de los efectos que obtuvisteis y fueron distribuidos tras el juicio de Rhialto. ¿Todos lo habéis hecho? ¿No? Con toda sinceridad, no esperaba tanto… Bien, ¿dónde estaba? Creo que acababa de rendir mis respetos a Phandaal.

—Cierto —dijo Hache-Moncour—. Ahora describe los nuevos hallazgos, por favor. ¿Dónde, por ejemplo, estaban ocultos?

Ildefonse alzó una mano.

—¡Paciencia, Hache-Moncour! ¿Recuerdas la cadena de acontecimientos que desencadenó la conducta impulsiva de Hurtiancz en Falu? Rasgó la copia de Rhialto de los Principios Azules, impulsando con ello a Rhialto a tomar acciones legales.

—Recuerdo perfectamente la situación: una tormenta en un vaso de agua, o así al menos me lo parece.

Una figura alta, vestida con unos pantalones negros, una camisa negra suelta y un amplio sombrero calado hasta los ojos, avanzó de las sombras.

—A mí no me lo parece —dijo el hombre de negro, y volvió a retirarse a las sombras.

Ildefonse no le prestó atención.

—Aunque sólo sea desde un punto de vista teórico, este caso absorbe nuestro interés. Rhialto era el querellante; el grupo reunido ahora aquí los querellados. Tal como planteó Rhialto el caso, la conclusión era simple. Los Azules, o al menos eso decía él, afirman que cualquier alteración o destrucción premeditada del Monstrament o de una de sus copias obvias y ostensibles constituye un crimen, castigable como mínimo con una penalización igual a tres veces el valor de cualquier pérdida producida, y como máximo con la total confiscación. Eso afirmó Rhialto, y como prueba del crimen y documentación base de la propia ley trajo la copia desgarrada.

»Los querellados, capitaneados por Hache-Moncour, Hurtiancz, Gilgad y otros, negaron las acusaciones no sólo como falsas sino como constitutivas de un delito en sí. La acción de Rhialto, señalaron, formaba la sustancia de una contracción. Para apoyar esta postura, Hache-Moncour y los demás nos llevaron al Hálito del Fader, donde examinamos el Monstrament allí proyectado, y donde Hache-Moncour afirmó, y cito textualmente, que cualquier intento de presentar una copia del Monstrament dañada, mutilada o alterada a propósito es en sí mismo un crimen de graves consecuencias.

»Hache-Moncour y su grupo argumentan, pues, que, presentando la copia dañada de los Azules como prueba, Rhialto cometió un crimen que debe ser considerado por encima de los cargos por él presentados. Argumentan que Rhialto es claramente culpable, y que sus acusaciones no sólo carecen de validez, sino que lo único que hay que decidir es el grado del castigo que debe sufrir el propio Rhialto.

Ildefonse hizo una pausa y contempló los rostros que tenía delante, uno a uno.

—¿He expuesto el caso con la suficiente claridad?

—Completamente —dijo Gilgad—. Dudo que halles a nadie que disienta. Rhialto ha sido desde hace mucho una espina clavada en nuestro costado.

—No soy partidario del Enquistamiento Remoto
[8]
para Rhialto; propongo que le dejemos vivir el resto de sus días como una salamandra o un lagarto del río Gangue.

Ildefonse carraspeó.

—Antes de dictar sentencia, o lo que es lo mismo, antes de emitir un juicio…, hay algunos hechos extraños que hay que tomar en consideración. En primer lugar, dejadme haceros una pregunta: ¿cuántos de los aquí presentes han consultado su propia copia de los Principios Azules en conexión con este caso? ¿Qué?… ¿Nadie?

Dulce-Lolo lanzó una risita.

—No es necesario; ¿o acaso no estoy en lo cierto? Después de todo, hicimos esa helada e inconveniente visita al Hálito del Fader con esa finalidad.

—Exacto —dijo Ildefonse—. Curiosamente, sin embargo, lo que recuerdo del párrafo en cuestión concuerda con la desgarrada copia de Rhialto antes que con la del Hálito del Fader.

—La mente juega extrañas pasadas —dijo Hache-Moncour—. Bien, Ildefonse, a fin de acelerar lo que promete ser una tediosa…

—Dentro de un momento —cortó Ildefonse—. Primero, dejadme añadir que recurrí a mi copia personal de los Azules, y descubrí que el texto duplicaba exactamente el presentado como prueba por Rhialto.

La estancia guardó silencio, con la inmovilidad de la sorpresa. Luego Hurtiancz hizo un gesto vehemente.

—¡Bah! ¿Por qué preocuparnos con sutilezas? Rhialto cometió irrefutablemente el crimen, tal como se halla definido por el Perciplex. ¿Qué otra cosa hay que decir?

—¡Sólo esto! Como ha señalado nuestro estimado colega Hache-Moncour, la mente juega extrañas pasadas. ¿Es posible que la otra noche todos fuéramos víctimas de una alucinación en masa? Si recordáis bien, hallamos la proyección incomprensiblemente vuelta del revés, lo cual tuvo un claro efecto desconcertante, al menos para mi.

La figura de negro se adelantó de nuevo unos pasos, saliendo de las sombras.

—Sobre todo cuando el Perciplex no permite ser alterado de su posición erguida, precisamente por temor a una consecuencia así.

La oscura figura regresó a las sombras, y como antes tanto él como sus palabras fueron ignoradas como si no existiesen.

Hache-Moncour dijo con voz potente:

—¿Es posible que todo nuestro grupo, compuesto por finos observadores, hayan sufrido la misma alucinación? Tiendo a rechazar tal posibilidad.

—¡Yo también! —exclamó Hurtiancz—. ¡Nunca he sido alucinado!

—Por ello —señaló Ildefonse—, en mi capacidad de Preceptor, ordeno que nos traslademos todos en mi remolino, que ha sido rodeado también con una red para protegernos de cualquier interferencia, al Hálito del Fader, donde podremos resolver este asunto de una vez por todas.

—Como quieras —dijo irritadamente Dulce-Lolo—. ¿Pero por qué este elaborado sistema de redes y protecciones? Si bien nadie puede molestarnos, nadie tampoco puede ir a resolver sus asuntos en caso de que, por ejemplo, se produzca alguna repentina emergencia en su casa.

—Cierto —dijo Ildefonse—. Y así ha de ser. Por aquí, por favor.

Solo el hombre de negro sentado en las sombras quedó atrás.

17

El remolino voló muy alto a la rojiza luz del atardecer: hacia el sur, cruzando Ascolais hasta un conjunto de suaves colinas y posándose finalmente en el Hálito del Fader.

Un arco de red se extendió desde el remolino hasta el templo hexagonal.

—¡…para que los archivoltes no aprovechen la oportunidad de terminar a la vez con todos nosotros! —explicó Ildefonse la precaución.

El grupo penetró en la estructura, con Ildefonse cerrando la marcha. Como siempre, el Perciplex descansaba sobre su almohadón de satén negro. En una silla, a su lado, se sentaba una criatura con forma humana, de piel y ojos blancos y un suave penacho de plumas rosas como cabellera.

—Ah, Sarsem —dijo Ildefonse con voz amistosa—. ¿Cómo va la custodia?

—Todo está bien —dijo Sarsem con voz hosca.

—¿Ninguna dificultad? ¿Ni incursiones ni excursiones desde que te vi por última vez? ¿Todo está en orden?

—La vigilancia no se ha visto turbada por ningún incidente.

—¡Bien! exclamó Ildefonse—. Examinemos ahora la proyección. Posiblemente la otra vez nos confundió, de modo que esta vez la estudiaremos atentamente y no cometeremos errores. ¡Sarsem, la proyección!

Los Principios Azules llamearon en la losa. Ildefonse dejó escapar una risita de regocijo.

—¡Exacto! Como afirmé antes, todos fuimos confundidos a la vez…, incluso el temible Hurtiancz, que ahora lee el Monstrament por tercera y definitiva vez. ¡Hurtiancz! ¡Sé tan amable de leer el párrafo en voz alta!

Hurtiancz leyó átonamente:

—«Cualquier persona que a sabiendas y para sus propios fines altere, mute, destruya u oculte los Principios Azules o cualquiera de sus copias es culpable de un crimen, y del mismo modo y en igual medida sus conspiradores, siendo las penalizaciones las descritas en el cuadro D. Si tales actos son cometidos en el marco de un acto ilegal, o con finalidades ilegales, las penalizaciones serán las descritas en el cuadro G.»

Ildefonse se volvió a Hache-Moncour, que permanecía de pie con los ojos desorbitados y la boca muy abierta.

—¡Ahí lo tienes, Hache-Moncour! Después de todo, yo tenía razón, y no te queda más remedio que admitirlo.

—Sí, sí; así parece —murmuró con tono ausente Hache-Moncour. Lanzó una larga mirada, con el ceño fruncido, a Sarsem, que evitó que sus ojos se encontraran.

—¡Esto, pues, queda resuelto! —declaró Ildefonse—. Volvamos a Boumergarth y sigamos con nuestra investigación.

—No me siento bien —dijo Hache-Moncour con voz átona—. Alza tu red para que pueda volver a mi casa.

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